Hubo un tiempo no lejano en el
que deber era casi una deshonra, pero en la reputación social había algo
todavía peor, que era ser prestamista. Tenía su lógica: aquella España valoraba
el sudor y el trabajo por encima de cualquier otra cosa, y la gente veía que el
dinero ni sudaba ni trabajaba, aunque engordaba a su señor. Si fuera posible
abstraerse de cualquier tipo de consideración ética, habría que reconocer que
la mecánica de la usura era al menos de una eficacia implacable, una ecuación
equivalente, porque la peor opción del deudor se convertía en la mejor para el
acreedor, que traducía en acumulación de riqueza la falta de liquidez ajena.
Atendiendo a la marcha de los
acontecimientos y prescindiendo asimismo de cualquier otra consideración,
cabría preguntarse si la usura especulativa de los mercados está sirviendo a
sus propios intereses. Otro tanto se podría decir de la sucesión de medias respuestas
que la crisis ha merecido y sigue mereciendo por parte de las autoridades
políticas y monetarias europeas. No es temerario concluir que la gestión ha
sido de una ineficacia contumaz y germánica, viendo cómo un problema de
solvencia, surgido en un país menor como Grecia -cuyo peso es tan solo el 2,8%
de la economía europea- ha llegado a convertirse en una amenaza para la
economía mundial.
Los dictados de Bruselas, de
Berlín o de Fráncfort no solo no han servido hasta hoy para devolver confianza
en los países que la han perdido, sino que han logrado extender el incendio
financiero a un número creciente de miembros del mercado del euro; les han
infligido un daño cierto, al cercenar sus posibilidades de crecimiento por años
y, lo que es peor, han sembrado dudas sobre el futuro mismo del euro, a la vez
que apean a Europa como actor principal en las relaciones internacionales, una
vez evidenciada su incapacidad para resolver sus propios problemas.
Después de dos décadas gloriosas
en las que si no debías no eras nadie en el mundo de los negocios, y si no
invertías en bienes inmobiliarios -los necesitaras o no- eras el tonto del
vecindario, hemos regresado al punto en el que deber te devuelve a lo más bajo
de la escala mundial, sin que los prestamistas o acreedores hayan hecho nada
para mejorar su reputación, más bien al contrario. Sobre los países deudores
han caído todos los estigmas reservados a quienes eran sujetos de reformatorio:
es decir, vagos, improductivos, maleantes, manirrotos, insolventes, PIGS en
definitiva, con doble "I", para incluir a Italia.
Aunque, a decir verdad, al
tratamiento se le ha subido la dosis: la prescripción facultativa ya no se para
en reformas, sino que exige reestructuraciones. ¿Cuál es la diferencia?
Podríamos decir que reformar es una mezcla de sacrificios, ajustes finos y
buenas intenciones, mientras que en una reestructuración los pacientes son
llevados a la sala de operaciones como a una unidad de despiece. El problema
estriba en si, llegando al hueso, descubrimos que el paciente no lleva cambio.
Es decir, que no va a pagar sencillamente porque no puede. Lo hemos dejado sin
resuello.
Los Gobiernos de Portugal,
Grecia, España e Italia se han dejado reestructurar por arriba y por abajo, se
aplican a la reducción de sus déficits presupuestarios y se disponen a abordar
cambios estructurales. España ha modernizado su economía en varias oleadas,
desde los años finales del franquismo hasta hoy, y necesita cambios profundos
en su mentalidad y en su estructura productiva para seguir siendo competitiva
en el mundo, pero esta crisis se ha gestado más fuera que dentro y se está
agravando tanto o más por la gestión externa que por lo que aquí se haga o se
deje de hacer, y el futuro presidente, Mariano Rajoy, ya ha dejado claro que no
faltará el concurso de España a la solución de la crisis.
En este trance procede
preguntarse si además de reestructurar países y empresas, no convendría también
pensar en reestructurar deuda o, al menos, en darle liquidez al sistema
financiero, como solicitan un número creciente de especialistas y la propia
Comisión Europea, para frenar el huracán especulativo cuando apenas queda
tiempo para evitar que las economías enfermas desemboquen en el rigor mortis de
una recesión europea o mundial. Habiendo alcanzado ya el borde del precipicio,
es la hora de mirar hacia los acreedores y hacia las autoridades que tienen la
responsabilidad de inyectar circulante al mercado para poner fin a esta crisis
que no para de engordar.
Ya que no hay deuda sin el
crédito correspondiente, en la formación de todo préstamo concurren dos
voluntades y dos responsabilidades, la del que da y la del que toma, y no hace
falta invocar ninguna ley para entenderlo. No hay discusión posible: contra el
vicio de pedir, está la virtud de no dar, como dice la vieja receta. Si los
Gobiernos o las empresas han podido actuar irresponsablemente, malversando el
dinero del contribuyente o del accionista, o tomando prestado más dinero del
que estaban en condiciones de devolver, es legítimo exigirles cuentas por ello
y es un acto de coherencia democrática que los gobernantes asuman sus errores y
actúen en consecuencia.
Pero no cabe exigir menos a
quienes, a la vista de los resultados, fueron unos custodios irresponsables,
frívolos, y en muchos casos fraudulentos, del dinero que les fue confiado de
buena fe por los ahorradores. Dinero que ellos prestaron -a la vista está- a
empresas que no estaban en condiciones de devolverlo en cuanto cambiara el
viento; con el que alimentaron burbujas cuyo estallido no tenía otra
incertidumbre que la de la fecha del comienzo; y con el que engordaron deudas
soberanas a mayor gloria de la demagogia política.
Sabemos qué mueve a los
gobernantes emprendedores de las obras tan fastuosas como inútiles e
inspiradores de las políticas de pañal: la búsqueda de votos y la perpetuación
en el poder. ¿Debemos pensar que quienes inundaron el mercado de productos
tóxicos buscaban otra cosa que el cobro de sus bonos de escándalo,
confundiendo, tal vez, el tamaño de sus recompensas con la superioridad del
capitalismo financiero?
Los políticos ya están pagando la
factura de sus errores en derrotas electorales, sufriendo golpes de Estado
extramuros como acabamos de ver en Grecia e Italia, o viéndose arrastrados a la
adopción de medidas que no son de su agrado, aunque, en verdad, quienes las
sufren son los ciudadanos. Ahora bien, ¿qué cuentas están dispuestos a pagar
los prestamistas incompetentes o los malversadores del dinero ajeno? ¿No es
esta una crisis financiera en su nacimiento, en su curso medio y en su
desembocadura, que a su paso arrasa cuanto alcanza: tejido empresarial, empleo,
bienestar, y, en definitiva, la perspectiva de un mundo mejor para una
generación que creyó en la preparación y en la meritocracia? Demasiado destrozo
para que solo Madoff responda por ello en su doble papel de víctima y verdugo,
mientras quienes han conducido al mundo a esta debacle económica y moral se
ofrecen como la solución. El usurero de antaño tenía al menos dos virtudes: no
se atrevía a tanto y sabía de lo suyo.
Es obvio que naufragamos, pero a
diferencia del hundimiento del Titanic, tal vez porque no hay partitura ni
director de orquesta y los músicos son unos impostores, no habrá música en este
funeral. La pregunta que tendríamos que hacernos es cómo es posible que
nuestras vidas, nuestras haciendas, nuestras inquietudes, nuestras
aspiraciones, hayan caído en manos tan irresponsables. Y la tragedia es pensar
en lo poco que se puede hacer por evitarlo, porque el mercado no solo se ha
quedado con nuestro dinero, el que lo tenga, sino que está consumando el
secuestro del poder democrático.
Daniel Gavela es periodista.
El País
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