2008
Cuentan los viejos del lugar que allá por el
lejano año 2008 estalló una crisis económica en el mundo que llamaban
desarrollado y/o capitalista. Una crisis que se inició, nada más y nada
menos, que en el mismo corazón de un sistema político, social, cultural y
económico que algunos sabios de la época habían catalogado como la
última etapa posible de la humanidad, el fin de la historia. Una crisis
que nacería en lo que entonces llamaban la primera potencia mundial, y
que pronto se extendería, por obra y gracia de algo que llamaban
globalización, interconexión financiera y no se sabe cuantos eufemismos
más, al planeta entero.
No, no me he vuelto loco. Tampoco quiero
escribir ningún relato de estos que vengan a presentar la historia
reciente, el propio presente, como si de un pasado lejano y olvidado se
tratase. Es que, simplemente, cuando oigo hoy hablar de la crisis
económica capitalista, me suena tan distinto de lo que escuchaba hace
apenas tres años, que casi uno diría que hubiese pasado hace varios
siglos.
Resulta que tras el estallido de la crisis hipotecaria en
los EEUU, la quiebra y hundimiento de varios de los principales bancos
de inversión del país, y todo aquello que ocurriese en 2008, repetido
entonces hasta la saciedad en todos los medios de comunicación, nos
dijeron una serie de cosas de las que ahora ya nadie parece acordarse,
es más, a las que nadie parece resultarle que tengan algún tipo de
vinculación con todo los que estamos viviendo hoy en día, especialmente
en la UE.
Nos dijeron entonces que la culpa de todo la tenían las
llamadas hipotecas basuras. Rápidamente salieron multitud de expertos
que, en un lenguaje sencillo y apto para ser entendido por cualquiera,
nos explicaban en qué consistía aquello. Era bastante simple, además.
Los bancos se habían dedicado a prestar mucho dinero a personas que no
tenían la suficiente solvencia económica como para garantizar la
devolución íntegra de la deuda contraída, especialmente vía hipotecas a
tipos de interés muy bajos. Entonces llegó un día en que estas personas,
insolventes, se vieron incapacitadas para devolver lo que debían, y,
plas, estalló todo.
Los bancos comenzaron a descapitalizarse, de
sus balances económicos empezaron a salir unas cosas raras y extrañas
que llamarían “activos tóxicos”, y que venían a ser, según nos
explicaban esos mismos expertos en el lenguaje del pueblo, los agujeros
creados por esas personas insolventes a los que los bancos habían
prestado dinero, y que ya no podían devolverlo. Esto produjo una
reacción en cadena que llevó a la quiebra a un montón de bancos, y
además, decían, elevaba la desconfianza de los bancos que aún quedaban
vivos, que ya desde entonces no prestarían más dinero a nadie, e,
inclusive, dejarían de prestarse dinero entre ellos mismos.
Ya
nadie se fiaba de nadie en el mundo financiero. Todos resultaban
sospechosos de ser insolventes, y nadie quería correr el riesgo de
prestar un dinero que luego nunca podría recuperar. Era la catástrofe,
la hecatombe, los bancos se hundían, y con ellos el sistema entero. No
tardaron en salir los políticos de turno a decirnos que era urgente
refundar el capitalismo. Hicieron sus cumbres internacionales, y
detallaron sus planes para tal refundación. Juraban y perjuraban que
nunca más se podría dejar que los bancos cometiesen los mismos errores
que habían cometido hasta ese momento, y que habían desencadenado la
crisis sistémica.
¡El sistema financiero está en riesgo!, gritaban
por todos sitios. ¡Los bancos están en peligro, todo el sistema
financiero en su conjunto está en peligro, hay que hacer algo, y hay que
hacerlo ya! ¡No podemos permitir que sigan quebrando bancos, no podemos
permitir que todo el entramado financiero se hunda sin remedio!,
insistían. ¡Hay que salvar a los bancos!, ¡y hay que salvarlos ya!
Quedaba
claro, eso sí, que el problema era un problema principalmente de los
bancos y el sistema financiero, un problema de índole privada, pues tal
es la naturaleza de los bancos y de los mercados financieros en el
sistema capitalista. Claro, un problema privado que no tardaría en
llegar, si no se hacía algo urgente para evitarlo, a eso que llamaron
“la economía real”. Esto es, esa economía de la producción, el trabajo y
el consumo, esa que afecta a la vida de las personas en su día a día,
en la que compran el pan, y en la que ponen su fuerza de trabajo al
servicio de un empresario a cambio de un salario.
2009
Era
urgente salvar a los bancos, rescatarlos, darles dinero a espuertas,
para que así los bancos se pudiesen recapitalizar, para que se purgasen
de activos tóxicos, y para que la economía real, en consecuencia, se
viese afectada lo menos posible. Resultaba que, como los bancos no
tenían dinero, además estaban llenos de agujeros tóxicos, y, para colmo,
se habían vuelto de repente unos desconfiados del carajo, no iban a
prestar ni un euro a nadie, y aquello iba a ser el caos total y
absoluto. Así que había que darles dinero, para que resolviesen sus
problemas de capitalización, para que pudiesen de nuevo volver a abrir
el grifo de los préstamos, y se pudiese reactivar así la inversión y el
consumo. Todo perfecto.
Eso fue, obvio, lo que se hizo. Los
principales estados del mundo comenzaron a dar dinero, más dinero y más
dinero a sus bancos. No podían permitir que se hundiesen, y hundir así
al conjunto de la economía, llevando a la miseria a miles de millones de
personas en todo el mundo, empezando por aquellos países ricos que
hasta entonces se creían intocables.
Cada día aparecía una noticia
nueva al respecto. Billones de dolares para los bancos en el mundo
entero. Y la gente en los bares comentando...
...¡menos mal que van a salvar a los bancos, sino no sé lo que iba a ser de nosotros! Se habían creído todo el relato.
Así
siguieron, dando y dando, dinero y más dinero, a los bancos. Pero
resulta que, pese a ello, los bancos siguieron sin dar créditos ni a la
gente ni a las empresas. No solo eso, sino que, además, algunos bancos
utilizaban el dinero que recibían del estado para subir el sueldo a sus
altos directivos, repartir pingües beneficios entre sus accionistas, y
seguir invirtiendo en todo tipo de negocios especulativos, daba igual
que fuese en el mercado de alimentos, que en el de materias primas que,
donde aún se pudiese, en el inmobiliario.
¡Qué mal están los bancos que no prestan ni un euro!, pasó entonces a decir la gente.
Claro,
como no prestaban, la tragedia no tardaría en llegar. Las economías
reales empezaron a notar los efectos de la crisis, y con ello millones
de personas se quedaron sin empleo, miles de pequeñas y medianas
empresas tuvieron que cerrar por quiebra, cientos de miles de personas
comenzaron a perder sus viviendas al no poder pagar la hipoteca, y así
sucesivamente. Entonces entraron en juego otra vez los políticos. Pero
ya nadie hablaba de refundar el capitalismo. Ahora hablaban de planes de
austeridad, planes de ajuste, reformas estructurales, y cosas por el
estilo. La gente en los bares acabó entonces diciendo...
...¡menos mal que van a empezar ya con la austeridad y los ajustes, porque esto se hunde!
Ya
entonces la culpa no era de los bancos, de aquellos que en 2008 nos
dijeron que habían prestado mucho dinero a personas insolventes y que,
por ello, habían generado la crisis. La culpa ahora era de la gente de
la calle. ¡Habéis vivido por encima de vuestras posibilidades!, decían.
¡Es verdad, es verdad!, replicaba la gente en los bares.
Daba
igual que los mismos que antes dijeron que iban a refundar el
capitalismo, ahora estuviesen hablando de resolver la crisis aplicando
las mismas medidas neoliberales que la habían causado. ¡La culpa de todo
venía de que el pueblo había vivido por encima de sus posibilidades!.
En los bares asentían.
2010
¡Oh, que malos hemos sido, como nos hemos pasado!, se fustigaba el pueblo en los bares...
...¡Deberíamos
haber tenido más cabeza y haber vivido conforme a nuestras
posibilidades, y nada de esto hubiese pasado. Hemos sido muy malos, y
ahora tenemos que pagar las consecuencias!, insistían muchos y muchas cerveza en mano.
Sin
saberse muy bien cómo, ya la culpa, como decimos, no era de los bancos,
ahora era del pueblo. Había sido el pueblo el que, con sus hábitos
económicos, había generado la crisis. Nadie sabía cómo, pero así era. Y
fue entonces cuando se empezó a hablar de estados y de crisis de deudas,
de primas de riesgo, de bonos públicos, de agencias de calificación, y
de muchas más cosas así, todas del estilo. Era sorprendente, pero, al
menos, el pueblo comenzó a decir en los bares...
...¡no, la culpa no es solo nuestra, la culpa es también de nuestros políticos!.
Un alivio, un consuelo.
Los
políticos habían sido unos nefastos gestores de la hacienda pública y,
ayudados por los malos hábitos económicos de los ciudadanos, habían
conseguido generar toneladas y toneladas de deudas. Al menos ya la culpa
no era solo de la gente de la calle, de los que compran el pan y se
quedan sin empleo, de los que pierden la casa si no pagan la hipoteca y
todas esas cosas, ahora, cuando menos, la culpa era también de los
políticos. ¡Qué alivio!
De ese año 2008 donde la culpa de todo la
tenían los bancos, se había pasado a 2010 donde la culpan la tenían ya a
partes iguales los ciudadanos, por vivir por encima de sus
posibilidades, y los políticos, por haber gestionado el dinero público
mu malamente. De los bancos ya poco se hablaba...
...¡Ahora sí que no nos salvamos! Pasó entonces a escucharse en las tabernas.
No
se sabe cómo, no, pero de aquello que era sobre todo un problema de
intereses privados, de bancos y mercados financieros, aquellos mismos a
los que había que rescatar a toda costa para que no se hundiese el
sistema sin remedio, para que no se viese afectada la “economía real”, y
pese a que, efectivamente, se los rescató con billones de dolares, sin
que por ello la economía real dejase de verse afectada, se pasó entonces
a saber que el principal problema ya no era privado, sino público, y
que los problemas ahora ya no los tenían los bancos, sino los estados,
incluidos muchos de esos estados que apenas un año atrás habían dado
cantidades ingentes de dinero a los bancos. Habían dado el dinero para
salvar a los bancos, pero ahora, como Irlanda, los que necesitaban ser
salvados eran ellos.
Total que fue entonces cuando comenzó a
hablarse rescatar países. Mágico, increiblemente mágico. De tener un
problema que era sobre todo un problema privado, y que había que
resolver salvando intereses privados, se había pasado a tener un
problema sobre todo público, de los estados, y que había que resolver
salvando intereses públicos, es decir, rescatando estados. Lo mejor es
que nadie sabe cómo pudo producirse semejante cambio, nunca nos lo han
explicado. Pero la gente en los bares decía ahora...
...¡menos mal que van a rescatar a los estados, o nos íbamos todos a la ruina!
Claro,
los estados están compuestos de personas. Y aunque aquellos mismos que
hablaban de refundar el capitalismo ahora hablaban de tú a tú a los
estados y les obligaban a imponer brutales planes de ajuste y a hacer
reformas sistemáticas en contra de los derechos de las clases
trabajadoras, el mensaje iba, sobre todo, dirigido al pueblo: ¡hay que
abrocharse el cinturón!, ¡hay que hacer sacrificios!, ¡recordar que
habéis vivido por encima de vuestras posibilidades!...
...¡Es verdad, es verdad!, se volvía escuchar en los bares...
...¡Tienen que hacer recortes, nos tenemos que abrochar el cinturón, tenemos que hacer sacrificios, no nos queda otra!, insistían los tertulianos en las barras.
2011
Así
acababa 2011. Bueno, mejor dicho, así acaba 2011. Con los líderes que
nos hablaron de que iban a refundar el capitalismo, reunidos en una
cumbre internacional en la que están hablando de salvar al euro, que,
parece ser, se hunde sin remedio. Con todos los gobiernos de los
principales países del mundo “desarrollado” ejecutando sus planes de
austeridad y sus reformas estructurales, que ahogan cada vez más los
derechos e intereses de las clases trabajadoras. Y con la gente en los
bares mayoritariamente diciendo que sí, que hay que aceptar todo eso,
porque no nos queda otra si no nos queremos hundir en la miseria.
Ya
lo dije al principio, hace tan solo tres años y poco del verano de
2008, pero la historia que nos cuentan ahora sobre la crisis, con todos
sus relatos adyacentes, es tan diferente de entonces, que cualquiera
diría que han pasado siglos. Es como si fuesen dos épocas históricas
diferentes. Una donde los causantes de la crisis eran los bancos, y
donde había que hacer todo lo posible para salvarlos de la quiebra,
porque ello era ruina segura para la ciudadanía. Donde el problema era
de ámbito privado financiero. Y esta otra, donde los culpable ya no son
los bancos, sino los ciudadanos y los gestores políticos de los estados,
y donde lo que hay que salvar son los estados. Donde el problema es
público.
Como si ahora ya los bancos no fuesen responsables de la
crisis, y, por sobre todo, como si ya lo urgente no fuese salvarlos a
ellos, más o menos porque ya no deben ser salvados, ya superaron aquella
fase. Ahora lo urgente es salvar a los estados....
... para que estos puedan devolver el dinero que deben a los bancos, y para que, con ello, los bancos no colapsen ni quiebren.
¡Hombre, pues visto así, igual la situación no es tan diferente a la de 2008!, dijo una voz solitaria en el bar...
...¡Cállate loco, y abróchate el cinturón!, le respondieron cientos al unísono.
Parecería
increíble, pero se habían ido creyendo uno a uno todos los sucesivos
relatos que les habían ido contando desde 2008 sobre la crisis, hasta
llegar a creerse, más que ninguno, el actual: el de la crisis de deuda y
los necesarios planes de austeridad. Más aún, sin capacidad si quiera
para comparar el relato actual con el que se habían creído tan solo tres
años atrás. ¿Para qué?
Dijeron que había que rescatar a los
bancos para que no nos hundiésemos en la miseria, y la gente compró el
relato. Luego dijeron que la culpa era de la gente por haber vivido por
encima de sus posibilidades, y este relato tiempo lo compraron. Más
tarde responsabilizaron a los políticos, los mismos que pocos antes
hablaban de refundar el capitalismo y de que había que poner coto a los
desmanes de la banca, y también este relato fue comprado. Luego nos han
dicho que lo que está en riesgo son los estados mismos y que ahora hay
que rescatarlos a ellos, y comprado quedó. Hasta que finalmente sabemos
que tenemos que abrocharnos el cinturón y aceptar todo lo que venga,
porque no nos queda otra. Mañana nos dirán que nos suicidemos en masa
porque hay excente poblacional y es la única salida para resolver la
crisis, y haremos colas en los rascacielos para tirarnos.
¡Solo
nos falta rezar!, se decía a sí mismo el hombre de la voz solitaria en
el bar. Ya nos hemos creído que somos pecadores (vivimos por encima de
nuestras posibilidades), que, como tales, tenemos que espiar nuestras
culpas, pedir perdón y aceptar la correspondiente penitencia
(arrepentirse de haber vivido por encima de nuestras posibilidades y
aceptar cualquier recorte social que pueda llegar), y hasta hemos
aceptado que si no lo hacemos, tendremos nuestro merecido castigo divino
(el estado se hundirá y con él iremos a la ruina sin remedio). Así que,
eso, para que el círculo religioso sea completo solo nos falta rezar al
Dios capital para que nos perdone y acepte resguardar nuestras almas en
su seno cuando ya no nos quede nada por lo que luchar, y solo la
desesperanza haya en nuestras vidas.
Lo malo es que el Dios
capital no es como el Dios cristiano, es más bien un ángel caído: ni
perdona, ni se compadece de los débiles, ni acoge en su seno más que a
los que su divina providencia selecciona...
...Y esos no son
otros que los que construyen los relatos sobre la crisis que los hombres
de los bares se tienen que creer como verdades divinas.
P.d. En Islandia parece que se hicieron ateos en masa.
Pedro A. Honrubia Hurtado
Rebelión
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