La mejor manera de entender la
crisis financiera de Europa consiste en observar las distintas propuestas de
soluciones. Éstas parecen el sueño de cualquier banquero, una bolsa de regalos
que pocos votantes estarían dispuestos a aprobar en un referéndum democrático.
Los estrategas bancarios han aprendido a no arriesgarse a someter sus planes a
voto democrático, después de que los islandeses rechazaran dos veces en 2010-11
aprobar la capitulación de su gobierno a pagar al Reino Unido y a Holanda a
causa de las pérdidas propiciadas por los bancos islandeses deficientemente
regulados que operaban en el extranjero. A falta de tal referéndum, las manifestaciones
masivas se convirtieron en la única forma que los votantes griegos encontraron
para hacer constar su oposición a los 50.000 millones de euros en
privatizaciones demandadas por el Banco Central Europeo (BCE) en agosto de
2011.
El problema radica en que Grecia
no dispone de líquido para cancelar sus deudas y pagar los cargos por interés. El
BCE exige que se vendan los activos públicos (la tierra, el agua y los sistemas
de alcantarillado, los puertos y otros activos de dominio público), y también
que se realicen recortes en las pensiones y en otros pagos a la población. Es
comprensible que el “99% más pobre” esté furioso al ser informado de que el
estrato más rico de la población es el gran responsable de los recortes de
presupuesto por su ambición acumulativa (sólo en fondos atesorados en bancos suizos
se han registrado 45.000 millones de euros). La sola idea de que un asalariado
común tenga que financiar las pensiones para compensar las evasiones de
impuestos de los ricos (y la ausencia general de impuestos a la riqueza desde
el régimen de la junta de coroneles) enfurece comprensiblemente a la población.
Que la “troika” del BCE, UE y FMI dicte que no importa cuánto acumulen roben o
evadan los ricos, el pago ha de cubrirlo la población en conjunto, no es un
posicionamiento político neutro.
Llevar a cabo una política de
impuestos democrática restablecería un sistema progresista de impuestos sobre
ingresos y propiedades y fomentaría su recaudación, estableciendo penas para
los evasores. Desde el siglo XIX, los reformistas demócratas han buscado
liberar las economías del derroche, la corrupción y los “ingresos por rentas”.
Pero la “troika” del BCE está imponiendo un impuesto regresivo (que sólo puede
imponerse cediendo las decisiones políticas del gobierno a un grupo de “tecnócratas”
no electos).
Llamar a los gestores de una política
tan anti-democrática “tecnócratas” parece un eufemismo cínico con aires científicos
con el que designar a los grupos de presión financieros o a los burócratas, a
quienes se considera que poseen una visión lo suficientemente estrecha para
actuar como necios útiles en nombre de sus espónsores. Su ideología es la misma
filosofía de austeridad que impuso el FMI a los deudores del Tercer Mundo desde
los años sesenta hasta los ochenta. Reivindicaban la estabilización del balance
de pagos mientras introducían mercados libres; estos directivos vendieron
sectores de exportación e infraestructuras básicas a los acreedores de crédito
nacional. El efecto fue conducir economías regidas por la austeridad a cotas
mayores de deuda (de la que se beneficiarían los banqueros y sus oligarquías
nacionales).
Ésta es la rutina la que se somete
en estos momentos las democracias sociales de la Eurozona. Bajo el pretexto político
de la emergencia financiera, los salarios y estándares de vida se pretenden
reducir considerablemente y el poder político transvasarse de gobiernos electos
a tecnócratas que gobernarán en nombre de grandes bancos e instituciones
financieras. Se pretende también privatizar el trabajo en el sector público (y
eliminar los sindicatos, mientras la seguridad social, los planes de pensiones
y la sanidad pública sufren graves detrimentos).
Este es el guión básico que siguen
los ladrones empresarios cuando saquean los planes de pensiones de las empresas
para pagar a sus patrocinadores financieros con compra apalancada con
financiación ajena. También es la manera en que se privatizó la economía de la
antigua Unión Soviética tras 1991, poniendo los activos públicos en manos de
cleptócratas, los cuales trabajaron con los banqueros de inversión de occidente
para convertir a Rusia y a otros valores de bolsa las queridas de los mercados
financieros internacionales. Los impuestos sobre la propiedad disminuyeron
cuantiosamente al tiempo que los impuestos fijos se gravaron sobre los salarios
(un acumulativo del 59 por ciento en Letonia). La industria fue desmantelada al
tiempo que el derecho sobre la tierra y los minerales fue transferido a
extranjeros, las economías conducidas a la deuda mientras los trabajadores
cualificados y no cualificados se veían obligados a emigrar para encontrar
trabajo.
Mientras hacían creer que estaban
comprometidos con la estabilidad de los precios y los mercados libres, los
banqueros inflaron la burbuja inmobiliaria con créditos. Los ingresos por
alquileres fueron capitalizados en préstamos bancarios y rentabilizados con
intereses. Esto resultó enormemente beneficioso para los banqueros, pero dejó a
los Balcanes y gran parte de Europa Central con una grandísima deuda y un capital
social con números negativos en el 2008. Los neoliberales aplaudieron la caída
vertiginosa de sus niveles salariales y la mengua de de su PIB como si de la
historia de un éxito se tratase, puesto que estos países traspasaron la carga
de los impuestos al empleo en vez de a la propiedad o las finanzas. Los
gobiernos rescataron a los bancos a expensas del contribuidor.
Es un axioma que la solución a
cualquier problema social serio tiende a crear problemas incluso mayores (¡no
siempre intencionados!). Vista desde el posicionamiento estratégico del sector
financiero, la “solución” a la crisis de la Eurozona consiste en revertir los
objetivos de la Era Progresista de hace un siglo (lo que John Maynard Keynes
generosamente acuñó como “eutanasia del rentista” en 1936). La idea era
subordinar el sistema bancario al servicio de la economía y no al revés. En vez
de ello, las finanzas se han convertido en la nueva forma bélica (menos
ostensiblemente sangrienta, pero con los mismos objetivos que las invasiones
vikingas hace miles de años y que las subsiguientes conquistas coloniales de
Europa: apropiación de las tierras y sus recursos naturales, infraestructuras y
cualquier otro activo que pueda proporcionar una vía de ingresos. Había que
capitalizar y apreciar tales valores, por ejemplo, los que Guillermo I de
Inglaterra recogió en su libro Domesday tras 1066, un modelo actual de cálculos
al estilo BCE y FMI.
Esta apropiación del superávit
económico para pagar a los banqueros se está poniendo los valores tradicionales
de los europeos patas arriba. La imposición de austeridad económica, el
desmantelamiento de los gastos sociales, la venta de activos públicos, la
extinción de los sindicatos, la caída de los niveles de los salarios, los planes
de pensiones y sanidad pública en detrimento en países sujetos a reglas democráticas,
requiere convencer a los votantes de que no hay otra alternativa. Se reivindica
que sin un sector bancario próspero (da igual cuán predador) la economía
quebrará mientras las pérdidas bancarias por malos préstamos y especulaciones
deterioran el sistema de pagos. Ninguna agencia reguladora puede ayudar,
ninguna política de impuestos mejorada, nada excepto la cesión del control a
los grupos de presión para que rescaten a los bancos que han perdido las demandas
financieras que ellos mismos construyeron.
Lo que quieren los bancos es que
se pague el superávit económico en forma de intereses, no que se emplee en la
mejora de los estándares de vida, en gastos sociales o incluso en una inversión
nueva del capital. La investigación y el desarrollo requieren demasiado tiempo.
Las finanzas viven al día. Esta tendencia al corto plazo es contraproducente, y
aun así se presenta como una ciencia. La alternativa, se dice a los votantes,
es el camino a la servidumbre: interferir en el “mercado libre” mediante la
regulación financiera e incluso unos impuestos progresistas
Hay una alternativa, por supuesto.
Es lo que buscaron los escolásticos de la civilización europea del siglo XIII a
través de la Ilustración y del florecimiento de la economía política clásica:
una economía libre de ingresos por rentas, libre de intereses creados empleando
privilegios especiales para la “extracción de renta”. En manos de los
neoliberales, al contrario, un mercado libre es libre para que una clase
rentista favorecida por los impuestos pueda extraer interés, renta económica y
precios de monopolio.
Los intereses rentistas presentan
su actividad como una “creación de riqueza” eficiente. Las escuelas de negocios
enseñan a los privatizadores cómo disponer los préstamos bancarios y la
financiación por bonos, prometiendo todo lo que puedan para que los servicios
de infraestructura pública sean vendidos por los gobiernos. La idea es pagar
estas rentas a los nacos y proveedores de bonos con interés, y después obtener
una ganancia capital subiendo las cuotas de acceso a las carreteras o puertos,
al agua y al uso del alcantarillado y a otros servicios básicos. Se dice a los
gobiernos que las economías pueden dirigirse de forma más eficiente si se
desmantelan los programas públicos y se venden los activos.
La diferencia entre el objetivo
pretendido y los resultados reales nunca se ha escondido de forma tan hipócrita.
Hacer pagos con interés libres de impuestos priva a los gobiernos de los
ingresos por las cuotas de acceso a los usuarios, incrementando sus déficits
presupuestarios. Además, en vez de promover la estabilidad de los precios (la
ostensible prioridad del BCE), la privatización aumenta los precios por infraestructura,
vivienda y otros costes vitales, y hacen así negocio creando pagos de intereses
y otras inversiones financieras (y sueldos mucho mayores para los gestores).
Por tanto no es más que una demanda ideológica refleja el que esta política sea
más eficiente simplemente porque los privatizadores son los que otorgan los préstamos
y no el gobierno.
No hay ninguna necesidad económica
o tecnológica para que los gestores financieros de Europa impongan la depresión
sobre la mayor parte de su población. Pero hay una gran oportunidad de ganancia
para los bancos que han tomado el control de la política económica del BCE. Desde
los años sesenta, la crisis de balance de pagos ha proporcionado oportunidades
a los banqueros e inversores para tomar el control de las políticas fiscales
(para traspasar la carga de los impuestos al sector laboral y desmantelar los
gastos sociales en favor de la subvención a inversores extranjeros y del sector
financiero. Obtienen ganancias de las políticas de austeridad que disminuyen
los estándares de vida y constriñen los gastos sociales. Una crisis de deudas
permite a la élite financiera nacional y a los bancos extranjeros endeudar al
resto de la sociedad, utilizando su privilegio de crédito (o ahorros creados
como resultado de políticas de impuestos menos progresistas) como palanca para
hacerse con los activos y obligar a los ciudadanos a un estado de dependencia
por sus deudas.
El tipo de guerra que está
engullendo Europa va por tanto más allá de lo meramente económico. Está
amenazando con convertirse en una línea divisoria histórica entre la época de
esperanza y potencial tecnológico del pasado medio siglo y la nueva era de
polarización al tiempo que una oligarquía financiera reemplaza a los gobiernos
democráticos y convierte a los ciudadanos en esclavos de la deuda.
Para que una baza tan atrevida y
una toma de poder tal tengan éxito, se necesita una crisis que suprima los
procesos legislativos democráticos y políticos que normalmente se opondrían. El
pánico político y el caos crean un vacío en el que los ladrones se mueven con
soltura, utilizando la retórica del engaño financiero y de las economías basura
que racionan soluciones interesadas mediante una falsa visión de la historia de
la economía (y en el caso del BCE, de la historia alemana en particular).
Con un banco central bloqueado por
su éxito, los gobiernos no necesitan pedir préstamos a banqueros comerciales u
otro tipo de prestamistas. Desde que el Banco de Inglaterra fuera fundado en
1694, los bancos centrales han estado imprimiendo billetes para financiar los
gastos públicos. Los banqueros también crean crédito de forma libre (como cuando
hacen un préstamo a crédito de las cuentas de sus clientes, a cambio de un
interés prometedor).
Hoy, estos banqueros pueden tomar préstamos de las reservas
del banco central gubernamental a intereses anuales verdaderamente bajos (0.25%
en los E.E.U.U.) y prestarlo con intereses mucho más altos. Así los bancos se
congratulan de ver que los bancos centrales gubernamentales crean crédito para
prestarles. Pero cuando les toca el turno a los gobiernos a la hora de crear
dinero para financiar sus propios déficits presupuestarios y emplearlo en el
resto de la economía, los bancos prefieren que se reserve tal mercado y sus
intereses para ellos mismos.
Los bancos comerciales europeos
son inflexibles en cuanto a que el Banco Central Europeo no debería financiar
los déficits presupuestarios de los gobiernos. Pero la creación de crédito
privado no es necesariamente menos inflacionaria que el hecho de que los
gobiernos conviertan sus déficits en moneda (simplemente imprimiendo el dinero
que necesitan). La mayoría de los créditos de los bancos comerciales se hacen
en contra de los bienes inmuebles, las reservas y los bonos (proporcionando crédito
que se emplea en subir los precios de las casas, y los precios de las
seguridades financieras, como en los créditos para las compras apalancadas con
financiación ajena).
Principalmente es el gobierno
quien gasta crédito en la economía “real”, hasta el punto que los déficits
presupuestarios públicos se destinan al empleo o a bienes y servicios. Si los
gobiernos evitan pagar intereses haciendo que sus bancos centrales impriman
dinero con sus propios ordenadores en vez de pedir prestado a los bancos que
hacen exactamente lo mismo con sus ordenadores (Abraham Lincoln simplemente
imprimió dinero cuando financió la Guerra Civil estadounidense con “billetes
verdes”).
A los bancos les gustaría emplear
su privilegio de crear crédito para obtener interés de sus préstamos a los
gobiernos para que financien sus déficits presupuestarios públicos. Por tanto
les interesa limitar la “opción pública” de los gobiernos de monetizar sus déficits
presupuestarios. Para asegurarse un monopolio con este privilegio, han
organizado una amplia difamación de los gastos gubernamentales y, de hecho, de
la autoridad gubernamental en general (la cual resulta que es la única
autoridad con poder suficiente para controlar su poder o proporcionar una opción
financiera pública alternativa, como hacen las oficinas de correos en Japón,
Rusia y otros países). Esta competición entre bancos y gobiernos explica las
falsas acusaciones acerca de que la creación de crédito gubernamental es más
inflacionaria que si la asumen los bancos comerciales.
La realidad es clara si se
comparan las formas en que los E.E.U.U., el reino Unido y Europa manejan sus
finanzas públicas. La tesorería de los Estados Unidos es de lejos el mayor
deudor del mundo y sus bancos más importantes parece que están en números
rojos, sujeto a sus inversores y a otras instituciones financieras por sumas
mayores de lo que puede cubrir su carpeta de préstamos, inversiones y sus
distintos juegos financieros. Así, mientras la confusión financiera aumenta,
los inversores institucionales depositan su dinero en los bonos del tesoro
estadounidense (tanto que estos bonos ahora rinden menos del 1%). Por otro
lado, un cuarto de los bienes inmobiliarios de los E.E.U.U. sufren un balance
negativo, y los estados norteamericanos y sus ciudades se enfrentan a la
insolvencia, obligados a reducir sus gastos. Las grandes empresas están dirigiéndose
a la bancarrota, los planes de pensiones están cayendo cada vez más en impagos,
y aun así la economía estadounidense sigue siendo un imán para los ahorros de
todo el mundo.
La economía del reino Unido también
parece asombrosa y su gobierno paga tan solo un 2% de interés. Los gobiernos
europeos están pagando más de un 7%. El motivo de esta disparidad es que no
disponen de una “opción pública” a la hora de crear dinero. Lo que hace a los
Estados Unidos y al Reino Unido diferentes de Europa es que tienen un Banco de
Reserva Federal o un Banco de Inglaterra que pueden imprimir dinero para pagar
los intereses o reinvertir las deudas existentes. Nadie espera de estas dos
naciones que se vean forzadas a vender sus terrenos públicos y otros activos
para incrementar el dinero con que pagar (aunque lo puedan hacer como opción
política). Dado que la Tesorería de los E.E.U.U. y la Reserva Federal pueden
crear dinero, se sigue que mientras que las deudas de los gobiernos se designan
en dólares, pueden imprimir los suficientes pagarés en sus ordenadores para que
el único riesgo que asuman los poseedores de bonos del tesoro sea la tasa de
cambio de dólar con otras modernas.
Al contrario, la Eurozona tiene un
banco central, pero el artículo 123 del tratado de Lisboa prohíbe que el BCE
haga aquello para lo que los bancos centrales fueron creados: crear dinero para
financiar los déficits presupuestarios o satisfacer sus deudas venciéndolas.
Los historiadores del futuro sin duda alguna encontrarán notable el hecho de
que verdaderamente tras esta política hay algo de razón (o por lo menos la
pretensión de un tema de primera plana). Es tan endeble que cualquier
estudiante de historia podría adivinar la distorsión que sufre. La reivindicación
consiste en que si un banco central crea crédito, amenaza la estabilidad de los
precios. Sólo el gasto gubernamental se juzga inflacionario, ¡no el crédito
privado!
La administración Clinton equilibró
el presupuesto estadounidense a finales de los años noventa, cuando la economía
de burbuja estaba aún explotando. Por otro lado, la Reserva Federal y la
Tesorería anegaron la economía con 13 billones de dólares en crédito para el crédito
del sistema bancario después de septiembre de 2008, y 0,8 billones más el pasado
verano bajo el programa Flexibilización Cuantitativa de la Reserva Federal
(QE2). Aun así los precios al consumidor y de las materias primas no han
subido. Ni siquiera los precios del sector inmobiliario y del mercado bursátil
están pujando más alto. Por tanto la idea de que inyectar más dinero
incrementará los precios (MV=PT) no es operativa hoy en día.
Los bancos comerciales crean la
deuda. Ése es su producto. Este apalancamiento de deuda fue utilizado durante más
de una década para incrementar los precios (haciendo de los inmuebles y el
consumo una pensión de jubilación más cara para los norteamericanos), pero la
economía de hoy está sufriendo una deflación de la deuda en forma de ingresos
personales, el comercio y las rentas de los impuestos se desvían para pagar la
deuda de los servicios en vez de gastarlos en bienes o en puestos de trabajo o
incluso invertirlos.
Mucho más impactante es la farsa
sobre la historia de Alemania que se repite una y otra vez, como si la repetición
evitara que los ciudadanos recordaran lo que realmente pasó en el siglo XX.
Escuchar a los directivos del BCE contar la historia, sería muy irresponsable
por parte de un banco central prestar al gobierno, a causa del peligro de
hiperinflación. La memoria evoca la inflación de Weimar en la Alemania de los años
veinte. Pero si uno se detiene a examinarlo, ocurre lo que los psiquiatras
denominan un recuerdo implantado (condición en que el paciente está convencido
de que ha sufrido un trauma, pero éste no ha ocurrido en la realidad).
Lo que ocurrió en 1921 no fue un
caso de gobiernos que reciben préstamos de los bancos centrales para financiar
gastos domésticos tales como programas sociales, pensiones o sanidad pública,
como ocurre hoy. Más bien, la obligación de Alemania de pagar las indemnizaciones
condujo al Reichsbank a inundar los mercados bursátiles extranjeros con marcos
alemanes para obtener líquido con que comprar libras esterlinas, marcos
franceses y otras monedas para pagar a los aliados (quienes utilizaron el
dinero para pagar las deudas por compra de armas a sus inter-aliados de los
Estados Unidos). La hiperinflación nacional contuvo su obligación de pagar
indemnizaciones con moneda extranjera. Ninguna cantidad fijada en impuestos domésticos
habría sido capaz de cubrir la cantidad en moneda extranjera que debían pagar.
En los años 30 esto era un fenómeno
que se entendía bien, explicado por Keynes y otros economistas que analizaban
los límites estructurales de la capacidad de pagar la deuda extranjera impuesta
sin tener en cuenta la capacidad de pagar los presupuestos en moneda nacional.
Desde el estudio de Salomon Flink El
Reichsbank y la Economía en Alemania (1931) hasta otros estudios sobre las
hiperinflaciones chilena y de otras partes del Tercer Mundo, los economistas
han encontrado una causalidad común operante, basada en el balance de pagos.
Primero aparece una caída en el tipo de cambio. Esto incrementa el precio de
las importaciones, y consecuentemente el nivel de los precios nacionales. La
secuencia estadística y la línea de causalidades llevan de los déficits en
balance de pagos hasta la amortización de los costes de importaciones cada vez
más altos, y de estos incrementos en los precios hasta la inyección de dinero,
y no al revés.
Los partidarios del mercado libre que
escriben en la tradición monetarista de Chicago (básicamente, la de David
Ricardo) deja las dimensiones de las deudas nacionales y extranjeras fuera de
cuenta. Parece como si el “dinero” y el “crédito” fueran activos a trocar por
bienes. Pero poseer una cuenta bancaria o cualquier otra forma de crédito
significa deuda al otro lado del balance general. La deuda de unos es el ahorro
de otros (y la mayoría de los ahorros de hoy se prestan con intereses, absorbiendo
el dinero de los sectores no financieros de la economía). La discusión se
reduce de forma simplista a una relación entre el suministro de dinero y el
nivel de precios (y de hecho, sólo los precios a los consumidores, no los
precios de los activos). En su codicia por oponerse al gasto gubernamental (y
por desmantelar los gobiernos y reemplazarlos con estrategas financieros) los
monetaristas neoliberales ignoran la deuda impuesta desde Letonia e Islandia
hasta Irlanda y Grecia, Italia, España y Portugal.
Si el euro quiebra, será a causa
de la obligación de los gobiernos de pagar a los banqueros con un dinero que
deben pedir prestado primero, en vez de crear el suyo propio a través de sus
bancos centrales. A diferencia de los Estados Unidos y Gran Bretaña, quienes
pueden crear crédito del banco central con sus propios ordenadores para evitar
que la economía se agoste o se vuelva insolvente, la constitución alemana y el
tratado de Lisboa no se lo permiten a su banco central.
El efecto consiste en obligar a
los gobiernos a tomar dinero prestado de los bancos comerciales con intereses.
Esto proporciona a los banqueros la capacidad de crear crisis (amenazando con
llevar las economías fuera de la Eurozona si no se someten a sus “condiciones”,
impuestas en lo que se está volviendo una nueva guerra de clases entre las
finanzas y el trabajo.
Incapacitar
al Banco Central de Europa para privar a los Estados del poder de crear dinero
Una de las tres características
definitorias de un estado-nación es su capacidad para crear dinero. Una segunda
característica es el poder de recaudar impuestos. Ambos poderes están siendo
transferidos fuera del alcance de los representantes electos del sector
financiero, como resultado de esta inmovilización del gobierno.
La tercera característica de un
estado-nación es el poder de declarar la guerra. Lo que está ocurriendo hoy es
el equivalente de la guerra (¡pero contra el poder del gobierno!). Está por
encima de cualquier forma de guerra financiera (y los objetivos de esta
apropiación financiera son los mismos que los de las conquistas militares):
primero, las riquezas de la tierra y el subsuelo sobre las que recaudar rentas
como tributo; segundo, infraestructura pública para extraer rentas en forma de
cuotas de acceso; y tercero, cualquier otra empresa o activo en el dominio público.
En esta nueva guerra financiera,
los gobiernos están siendo llevados a actuar como agentes del orden que actúan
en nombre de los conquistadores financieros en contra de sus propios
ciudadanos. Esto no es nada nuevo. Ya hemos visto cómo el FMI y el Banco
Mundial imponían austeridad en las dictaduras latinoamericanas, en los
cacicazgos militares africanos y en otras oligarquías desde los años sesenta
hasta los ochenta. Irlanda y Grecia, España y Portugal están siendo llevados a
las mismas políticas públicas de liquidación de activos, y todo en manos de
agencias financieras supra-gubernamentales que actúan en nombre de los
banqueros (y por tanto en nombre del 1% de la población).
Cuando no se puede pagar o vencer
las deudas, llega el tiempo de ejecución hipotecaria. Para los gobiernos esto
implica la privatización de las ventas para pagar a los acreedores. Además de
ser una apropiación de la propiedad, la privatización tiene por objetivo
reemplazar el trabajo en el sector público por una fuerza de trabajo sin
sindicatos que la respalde con menos derechos de pensión, sanidad pública o voz
sobre las condiciones de trabajo. La antigua guerra de clases vuelve a la carga
(con un rizo financiero). Al agostar la economía, la deflación de la deuda
ayuda a amputar el poder de resistencia de los trabajadores.
También otorga a los acreedores el
control sobre la política fiscal. En ausencia de un Parlamento paneuropeo con
poder para imponer las reglas del sistema de impuestos, la política fiscal pasa
a manos del BCE. Al actuar en nombre de los bancos, el BCE parece favorecer la
regresión del camino que llevaba el siglo XX hacia los impuestos progresistas.
Además, como han dejado claro los grupos de presión financieros de los
E.E.U.U., las demandas de los acreedores se dirigen a que los gobiernos
re-clasifiquen las obligaciones públicas como “cuotas de usuario”, que se
financien mediante retenciones sobre los salarios destinadas a ser
administradas por los bancos. Traspasar la carga de impuestos de los bienes
inmuebles y las finanzas al trabajo y la economía “real” significa una amenaza
de volverse una apropiación fiscal por encima de la apropiación de la
privatización.
Esta es una política de corto
plazo autodestructiva. La ironía radica en que las déficits presupuestarios de
los PIIGS provienen de las propiedades sin impuestos, y un cambio mayor en el
sistema de impuestos puede empeorar la situación en vez de estabilizar los
presupuestos gubernamentales. Aun así los banqueros buscan sólo aquello que
pueden ganar a corto plazo. Saben que toda renta por recaudación de impuestos
que se desvíe de los bienes inmuebles y los negocios es una promesa de interés
para los bancos. Así a la economía griega, como a otras economías oligárquicas,
se les aconseja pagar sus deudas recortando los gastos gubernamentales (pero no
el gasto militar en armas provenientes de Alemania y Francia) y traspasando los
impuestos al sector laboral y la industria, y a los consumidores en forma de
mayores cuotas de acceso a los servicios públicos que aún no se han
privatizado.
En Gran Bretaña, el primer
ministro Cameron afirma que achicar aún más el gobierno bajo las directrices
Thatcher-Blair otorgará más trabajo y recursos al servicio de las empresas
privadas para crear puestos de trabajo. Los recortes fiscales aumentarán de
hecho el desempleo, o por lo menos obligarán a aceptar trabajos peor pagados
con menos derechos. Por otro lado, recortar los gastos sociales menguará el
sector empresarial y agudizará por tanto los problemas fiscales y de deuda al
empujar a las economías hacia la recesión.
Si los gobiernos recortan su gasto
para reducir el tamaño de sus déficits presupuestarios (o si aumentan los
impuestos, llevando a un superávit), entonces estos superávits absorberán el
dinero de la economía, dejando menos para gastar en bienes y servicios. El
resultado no puede ser otro que el desempleo, mayores deudas y bancarrotas.
Debemos observar a Islandia y a Letonia como si fueran los canarios de esta
mina financiera. Su reciente experiencia muestra que la deflación de la deuda
lleva a la emigración, acortando las esperanzas de vida, tasas de nacimiento
menores y menos matrimonios (pero proporciona grandes oportunidades para que
los buitres de los fondos engullan el tuétano de la riqueza hasta los confines
de la pirámide financiera).
La crisis económica de hoy es una
cuestión de elección política, no una necesidad. Como dijo el jefe del equipo
de la administración Obama Rahm Emanuel: “Una crisis es una oportunidad
demasiado buena para dejarla pasar”. En tales casos la explicación más lógica
es que alguien debe estar beneficiándose. Las depresiones aumentan el
desempleo, ayudando a quebrar el poder de los empleos con o sin sindicatos que
los respalden. Los E.E.U.U. se ven como un presupuesto estatal y local a exprimir
(pues ya se anuncian las bancarrotas), y los primeros recortes serán en la
esfera de las pensiones. Las altas finanzas sacan sus beneficios (al no
beneficiar a la población trabajadora con los ahorros y las promesas hechas).
El
pez grande se come al chico
Esta parece ser la idea que tiene
el sector financiero de una buena planificación económica. En verdad es peor
que un plan de suma-cero, en el que la ganancia de una parte es la pérdida de
la otra. Las economías en conjunto menguarán (y cambiarán su forma, polarizándose
entre acreedores y deudores). La democracia económica allanará el camino a las
oligarquías financieras, revirtiendo la tendencia de los últimos siglos.
¿Está Europa preparada para dar
este paso? ¿Reconocen sus votantes que privar a los gobiernos de su opción pública
de crear dinero otorgará tal privilegio a los bancos en forma de monopolio? ¿Cuántos
observadores han previsto el inevitable resultado: traspasar la planificación
de la economía y la localización de los créditos a los bancos?
Aunque los gobiernos proporcionen
una “opción pública”, la de crear su propio dinero para financiar sus déficits
presupuestarios y proveer a la economía de crédito productivo para reconstruir
las infraestructuras, sigue existiendo un problema: deshacerse de la inversión
en deuda existente supone un lastre en la economía. Los banqueros y los políticos
que respaldan se niegan a reducir las deudas y mostrar así la capacidad de
pago. Los legisladores no han dispuesto una sociedad con un proceso legal para
reducir las deudas (excepto la ley de acción pauliana de Nueva York, la cual
permite anular las deudas si los prestamistas otorgan préstamos sin asegurarse
primero que el deudor podrá pagarles).
Los banqueros no quieren asumir la
responsabilidad de los malos préstamos. Esto plantea el problema financiero de
qué deben hacer los que diseñan las políticas cuando los bancos han sido tan
irresponsables al localizar sus créditos. Sin embargo alguien tiene que asumir
la pérdida. ¿Debe ser la sociedad en su conjunto o los banqueros?
No es un problema que los
banqueros puedan resolver. Ellos quieren pasar el problema a los gobiernos. Lo
que llaman “solución” al problema de la mala deuda consiste en que los
gobiernos les den bonos buenos para malos préstamos (“dinero por basura”), y
que lo paguen los contribuyentes. Han diseñado un aumento desproporcionado de
bienes para ellos mismos, y ahora quieren llevarse el dinero y salir corriendo.
La deuda que los deudores no pueden pagar será esparcida por toda la economía
en conjunto.
¿Por qué deben ellos resarcirse de
los daños a costa de agostar el resto de la economía? Su respuesta es que las
deudas se deben a los fondos de pensiones de los trabajadores, a los
consumidores con depósitos en bancos, y que todo el sistema se vendrá abajo si
los gobiernos no pagan sus bonos. Si se les presiona, los banqueros admiten que
han sacado los seguros de riesgo (obligaciones de deuda colateralizadas y otras
coberturas de riesgos). Sin embargo los aseguradores son bancos estadounidenses
y el gobierno norteamericano está presionando a Europa para que no hiera su
sistema bancario. Así que el embrollo de la deuda se ha politizado a nivel
internacional
Para los banqueros, la línea de
menor resistencia consiste en fomentar la ilusión de que no tienen la necesidad
de aceptar moras para las deudas demasiado altas que ellos han propiciado. Los
acreedores siempre insistirán en que puede mantenerse la inversión de deuda.
El motivo de que esto no funcione
radica en que tratar de recaudar una deuda de la magnitud actual dañaría
gravemente la economía “real” subyacente, haciendo incluso menos accesible su
pago. Lo que empezó como un problema financiero (malas deudas) se convertirá
ahora en un problema fiscal (malos impuestos). Los impuestos son el coste de
hacer negocio, así como pagar el servicio de la deuda es también un coste.
Ambos costes deben reflejarse en los precios de los productos. Cuando los
contribuyentes están sobrecargados con impuestos y deudas, tienen menos capital
disponible para gastar en consumo. Así los mercados menguan, poniendo más presión
en la rentabilidad de las empresas nacionales. La combinación hace que
cualquier país que siga tal política se convierta en un productor de coste y
por tanto menos competitivo en el mercado global.
Este tipo de planificación
financiera (y su traspaso paralelo de impuestos fiscales) conduce hacia la
industrialización. La creación de dinero de curso legal intergubernamental por
el BCE o el FMI deja las deudas listas, al tiempo que preserva el control de la
riqueza y la economía de las manos del sector financiero. Los bancos pueden
recibir pagos de deudas a través de las propiedades con hipotecas excesivas, sólo
si reducen las obligaciones de las pensiones, de la sanidad y los salarios de
sus empleados (o pagos de impuestos a los gobiernos). En la práctica, las “deudas
honoríficas” significan nada más que deflación de deuda y mengua general de la
economía.
Este el plan de mercado de los
financieros. Sin embargo, dejar la política de impuestos en manos de los
banqueros acaba siendo lo opuesto a la temática general de la economía de
mercado libre de los últimos siglos. El objetivo clásico era minimizar la
inversión de deuda, cobrar impuestos de las rentas por los recursos naturales y
mantener los precios de monopolio en línea con los costes actuales de producción
(“valor”). Los banqueros han prestado cada vez más en contra de los mismos
ingresos que los economistas del mercado libre creían que debía ser la base
impositiva natural.
Así que algo hay que ceder. ¿Será
la filosofía de la economía liberal de mercado libre de los últimos siglos,
renunciando a planificar el superávit económico para los banqueros? ¿O
reafirmará la sociedad la filosofía económica clásica y los valores de la Era
Progresista, y reafirmará el diseño social de los mercados financieros para
fomentar un crecimiento a largo plazo reduciendo al mínimo los costes de vida?
Por lo menos en los países más
endeudados, los votantes europeos están despertando al golpe de estado oligárquico
en el que los impuestos y la planificación presupuestaria de los gobiernos y el
control están siendo transferidos a las manos de ejecutivos designados por el
cartel de los banqueros internacionales. Este resultado es el contrario de lo
que han perseguido las economías de libre mercado de los últimos siglos.
Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en
balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora
JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En
1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del
mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en
jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata
y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como
al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación.
Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de
Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The
Economic Strategy of American Empire.
Sin Permiso
Traducción para www.sinpermiso.info:
Vicente Abella
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