Ha llegado la hora de empezar a
llamar a la actual situación por su nombre: depresión. Es verdad que no es una
réplica exacta de la
Gran Depresión, pero esto no sirve de mucho consuelo. El
paro, tanto en Estados Unidos como en Europa, sigue siendo desastrosamente
alto. Los dirigentes y las instituciones están cada vez más desprestigiados. Y
los valores democráticos están sitiados.
En cuanto a esto último, no estoy
siendo alarmista. Tanto en el frente político como en el económico, es
importante no caer en la trampa del "no tan malo como". No se puede
considerar aceptable el paro elevado simplemente porque no haya alcanzado las
cotas de 1933; las tendencias políticas no son buena señal y no deben tolerarse
por el mero hecho de que no haya ningún Hitler a la vista.
Hablemos, en concreto, de lo que
está pasando en Europa (no porque todo vaya bien en Estados Unidos, sino porque
no todo el mundo comprende la gravedad de los acontecimientos políticos
europeos).
Lo primero de todo, la crisis del
euro está destruyendo el sueño europeo. La moneda común, que se suponía que
debía unir a los países, ha generado, en cambio, un ambiente de amarga acritud.
Concretamente, las exigencias de
una austeridad cada vez más radical, sin ningún plan de fomento del crecimiento
que las contrarreste, han causado un daño doble. Han fracasado como política
económica, al agravar el problema del paro sin restaurar la confianza; una
recesión a escala europea parece ahora probable, incluso si se contiene la
amenaza inminente de la crisis financiera. Y han provocado una irritación
inmensa, con muchos europeos furiosos por lo que consideran, justa o
injustamente (o en realidad, un poco ambas cosas), un despliegue de poder
alemán sin miramientos.
Nadie que conozca la historia de
Europa puede contemplar este resurgimiento de la hostilidad sin sentir un
escalofrío. Con todo, puede que estén pasando cosas peores. Los populistas de
derechas están en auge, desde Austria, donde el Partido de la Libertad (cuyo líder
tenía conexiones con los neonazis) está a la par en las encuestas con los
partidos tradicionales, hasta Finlandia, donde el partido antiinmigración
Verdaderos Finlandeses tuvo un éxito electoral considerable el pasado abril. Y
estos son países ricos cuyas economías han aguantado bastante bien. Los
problemas parecen todavía más amenazadores en países más pobres de Europa
Central y del Este.
El mes pasado, el Banco Europeo
para la Reconstrucción
y el Desarrollo (BERD) certificaba una caída en picado de la ayuda pública a la
democracia en los países de la "nueva UE", aquellos que se unieron a la Unión Europea tras
la caída del muro de Berlín. No es de extrañar que la pérdida de fe en la
democracia haya sido mayor en los países que han sufrido las recesiones
económicas más graves.
Y en al menos un país, Hungría,
las instituciones democráticas se están debilitando mientras hablamos.
Uno de los principales partidos
de Hungría, Jobbik, es una pesadilla sacada de los años treinta: es
antigitanos, antisemita y hasta tenía una rama paramilitar. Pero la amenaza
inminente proviene de Fidesz, el partido de centro-derecha que gobierna el
país.
Fidesz consiguió una abrumadora
mayoría parlamentaria el año pasado, en parte, al menos, por dos razones;
Hungría no está en el euro, pero se ha visto gravemente perjudicada por la
adquisición de préstamos a gran escala en divisas extranjeras y también, seamos
francos, por culpa de la mala gestión y la corrupción de los partidos liberales
de izquierdas que estaban entonces en el Gobierno. Ahora, Fidesz, que forzó la
aprobación de una nueva Constitución la primavera pasada con la oposición del
resto de partidos, parece decidido a aferrarse permanentemente al poder.
Los detalles son complejos. Kim
Lane Scheppele, que es la directora del programa sobre Derecho y Asuntos
Públicos de Princeton -y que ha estado siguiendo de cerca los acontecimientos
en Hungría-, me dice que Fidesz está aprovechando medidas solapadas para
suprimir la oposición. Hay una propuesta de ley electoral que establece unos
distritos injustamente divididos, diseñados para hacer que sea casi imposible
que otros partidos formen Gobierno; la independencia judicial se ha puesto en
peligro y los tribunales están abarrotados de simpatizantes del partido; los
medios de comunicación estatales se han convertido en órganos del partido y hay
una campaña contra los medios independientes, y una enmienda constitucional
penalizaría en la práctica al principal partido de la izquierda.
En conjunto, todo esto equivale a
la reinstauración del Gobierno autoritario bajo un finísimo barniz de
democracia, en el corazón de Europa. Y es una muestra de lo que podría pasar de
manera mucho más generalizada si esta depresión continúa.
No está claro lo que se puede
hacer respecto al giro hacia el autoritarismo de Hungría. El Departamento de
Estado de Estados Unidos, dicho sea en su favor, ha estado prestando mucha
atención al asunto, pero este es esencialmente un asunto europeo. La Unión Europea ha
perdido la oportunidad de evitar que el partido se aferrase al poder en un
primer momento (en parte porque la nueva Constitución fue aprobada a la fuerza
mientras Hungría ocupaba la presidencia rotatoria de la Unión). Ahora será mucho más
difícil deshacer lo hecho. Pero es mejor que los dirigentes de Europa lo
intenten, o se arriesgan a perder todo aquello que defienden.
Y también tienen que replantearse
sus políticas económicas fallidas. Si no lo hacen, la democracia experimentará
nuevos retrocesos (y la ruptura del euro podría ser la menor de sus
preocupaciones).
Paul Krugman es profesor de
Economía en Princeton y premio Nobel 2008. © 2011 New York Times Service
Traducción de News Clips.
El País
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