Varios artículos del debate sobre El
rumbo de Europa (1) ponen de relieve el “pecado original” de una
Unión Europea fundada en una moneda única y un mercado único sin
un gobierno democrático y representativo ni una integración
normativa, política y fiscal real. Ante la crisis de las cuentas
públicas y los ataques especulativos que han hecho peligrar la
estabilidad de ciertos países e incluso de la propia UE, la ausencia
de una política fiscal compartida a nivel europeo es de importancia
crucial.
Admitamos por un momento que el punto
clave de la crisis actual sea la situación real de las cuentas
públicas de algunos países y no las maniobras especulativas basadas en los
seguros de impago de deuda y las
ventas al descubierto, que juegan con los títulos de Estado como si
fueran fichas de casino. Olvidemos también que los desequilibrios
actuales se deben a la necesidad de salvar el sistema financiero que
había provocado la crisis, y también al hecho de que se haya
descargado el exceso de deuda del sistema financiero sobre los
Estados, y estos, a su vez, sobre los ciudadanos.
Dejando
de lado estos “detalles” y dando por sentado que es necesario
poner orden en las cuentas públicas, se puede afirmar grosso modo
que para reducir el déficit y la deuda se pueden tomar dos caminos:
disminuir los gastos o aumentar los ingresos. El empuje neoliberista
que aún hoy anima las instituciones internacionales (a partir del
FMI) y gran parte de las instituciones europeas ha llevado a
considerar principalmente la vertiente del gasto. La solución a la
crisis son, pues, los planes de austeridad, los recortes del gasto
público y demás. Se ha escrito mucho sobre los efectos depresivos
que tienen semejantes decisiones. Si se quisiera perseguir la idea de
reducir los gastos, hay campañas como las de Sbilanciamoci! que
demuestran que hay otras decisiones que se podrían tomar en el caso
de Italia. Sin sacrificar servicios sociales ni pensiones, sin pedir
una vez más a los de siempre que paguen por una crisis de la que no
son responsables en absoluto. Nuestro gobierno mantiene en pie uno de
los programas militares más costosos de la historia: 15.000 millones
de euros para adquirir 131 cazabombarderos (www.disarmo.org).
Más o menos la misma cifra costará la Alta Velocidad en Val di
Susa, un proyecto con impacto devastador contra el que se opone toda
una comunidad.
Si
hay decisiones distintas que se pueden tomar por el lado del gasto, se podría hacer mucho más por el lado de los ingresos. El sistema
fiscal actual, en Italia así como en gran parte de los países
europeos, es inicuo y está inclinado a favor de las clases más
ricas. Basta con pensar en los impuestos bajos o nulos de las rentas
financieras respecto a los que se aplican al trabajo o los consumos.
En este sentido, resulta emblemática la reciente decisión del
gobierno italiano de aumentar el IVA mientras Europa se mueve hacia
un impuesto de las transacciones financieras (www.zerozerocinque.it),
o también el prejuicio ideológico que paraliza, antes de nacer, el
debate sobre los impuestos patrimoniales. Estas medidas conducen a un
empeoramiento de la distribución de la renta y empujan los capitales
hacia una mayor financiarización, ya que fiscalmente resulta más
conveniente lanzarse a actividades puramente especulativas que a
inversiones en economía real.
No
se trata únicamente de justicia fiscal o social. El progresivo
desplazamiento de la riqueza de los salarios a las rentas financieras
y el consiguiente empobrecimiento de los trabajadores ha traído consigo
el exceso del endeudamiento y, en último término, representa
uno de los factores clave del estallido de la crisis. Así pues, una
política fiscal distinta destinada a la redistribución de la renta
debería ser el primer escalón para construir una respuesta duradera
a la crisis.
En
cuanto a los ingresos, tanto a nivel de los países como a nivel
europeo, hay una cuestión fundamental relacionada con la evasión
gigantesca y la elusión fiscal. Si los problemas de Grecia son
numerosos y complejos, empezando por las operaciones en derivados
empleadas para maquillar las cuentas públicas y esconder la
trayectoria real de la deuda, la crisis en el país helénico está
relacionada en parte con la fuga de capitales de empresas y las
personas más ricas.
En
Italia la evasión fiscal se estima en 159.000 millones de euros
anuales. Sumando a esta cifra la “facturación” de la corrupción,
la economía sumergida y las mafias, se calcula que, en conjunto, una
suma de unos 500.000 millones de euros anuales se escapa del fisco
italiano. Con una imposición acorde con los tributos que se pagan
por los beneficios y el trabajo, es decir, del 30%, teóricamente se
saldaría la deuda pública italiana en una docena de años.
Cabe
afirmar que la situación es más paradójica aún si se mira a la
Europa del mercado y la moneda únicos, donde cada país salvaguarda
su autonomía fiscal. Esta situación ha conducido a una competencia
a la baja entre Estados en cuestión de impuestos con el fin de
atraer empresas y capitales. El caso de Irlanda es paradigmático:
ese país ha apostado por una desregulación salvaje de los mercados
financieros y por una imposición sobre las rentas de las empresas
de un 12,5%, la más baja de la OCDE.
Entre
2000 y 2006 los capitales que arribaron al centro financiero de
Dublín -los antiguos muelles del puerto, hoy pomposamente
transformados en el International Financial Services Centre- se
multiplicaron por cuatro y alcanzaron los 1,6 billones de euros.
Irlanda, país miembro de la UE es un candidato ideal para el
transfer pricing de las multinacionales, que desplazan los beneficios
a los balances de sus filiales irlandesas para pagar así el 12,5% en
lugar del 30% o más que se paga en Alemania, Italia o Francia. En
muchos casos, la riqueza brilla por su ausencia. Asientos contables hacen que crezcan los balances y el PIB, pero no aportan
ninguna riqueza real al país. A la primera señal de dificultad, esa
misma falta de reglas y controles permitió que esos capitales
salieran del país dejándolo al borde del abismo.
Muchísimas
multinacionales y algunas de las mayores empresas italianas abrieron
sus propias compañías de seguros en Dublín. De ese modo, la sociedad
matriz en Italia podía estipular pólizas en la compañía irlandesa.
Como no había peticiones de reembolso, al acabar el año la filial
en Italia tenía más costos en los balances, mientras que la filial
en Dublín contaba con ingresos equivalentes al importe de las
pólizas estipuladas, lo cual significaba menos beneficios, y, por
tanto, una menor carga fiscal para la casa matriz gracias al
desplazamiento de los impuestos (muy inferiores) a tierra irlandesa.
Pero
Irlanda no es un caso aislado. Según un estudio reciente
(Financieele Dagblad,
12 septiembre de 2011), el 80% de las 100 mayores multinacionales
cuenta con al menos una filial o un trust “de confianza" en Holanda
para disfrutar de las ventajas fiscales que garantiza este país. Las
mayores empresas italianas no se quedan atrás. Basta con hojear los
balances consolidados de las mayores empresas italianas que cotizan
en Bolsa para encontrar una lista interminable de filiales y empresas
controladas en Irlanda, Holanda y otros lugares. En la gran mayoría
de los casos el únicos motivo para establecer en estos países
grupos financieros o empresas controladas es disminuir la
carga fiscal o disfrutar de las legislaciones locales para realizar
operaciones que no serían posibles en Italia. Un territorio que
consiente eludir o evadir una ley del país de origen representa la
definición de paraíso fiscal en su acepción más amplia.
Las
islas de Jersey y Guernsey, territorios británicos situados cerca de
la costa francesa, ofrecen condiciones fiscales muy favorables para
bancos, empresas y capitales. Hace algunos años se vino a saber que
Jersey figuraba como uno de los mayores exportadores de bananas a la
UE (http://www.guardian.co.uk/business/2007/nov/06/12).
Está claro que ninguna fruta proviene de la minúscula isla del
Canal, pero las grandes multinacionales del agrobusiness pueden hacer
que transiten, sólo en papel y en los balances, su comercio a través
de Jersey para beneficiarse de una imposición bajísima o nula. Se
aprovechan de territorios bajo control de la corona británica que
permiten evitar el pago de impuestos de los distintos países
europeos en los que operan.
La
misma “carrera a la baja” tiene que ver con la reglamentación y
los controles en materia financiera. Según un artículo del
Financial Times (7 de abril de 2008), las autoridades irlandesas
prometían a cualquier fondo de inversiones que presentara su
estatuto antes de las tres de la tarde a autorización para operar el
día siguiente. Como los reglamentos suelen estar compuestos por
cientos de páginas de información técnica, esa medida equivalía a
indicar a los mercados que el control sería, como mínimo, claramente
superficial.
Si
esta es la situación en Europa, imaginémonos qué nivel de
competición hay entre jurisdicciones a escala internacional, después
de treinta años de dogma económico que afirma la necesidad de dejar
libres a los mercados y los capitales y de disminuir las reglas y los
controles. Si bien en muchos ámbitos Europa intenta apoyar políticas
ambientales, sociales y del bienestar, en cuestión de paraísos
fiscales la situación europea está especialmente retrasada.
La
red internacional Tax Justice Network propuso el Financial Secrecy
Index, un índice que permite confeccionar una lista de las
jurisdicciones menos transparentes del mundo. Encabeza tan deshonrosa
clasificación el Estado de Delaware en EEUU, seguido de Luxemburgo y
Suiza. En las primeras diez posiciones, las únicas islas tropicales
son las Cayman y las Bermudas. Nótese que ambas forman parte de los Territorios Británicos de Ultramar, vinculados estrechamente
con Reino Unido.
La
“virtuosa” Europa, siempre en primera línea para denunciar esas
clásicas islitas tropicales, que constituyen los paraísos fiscales
ideales en el imaginario colectivo, resulta muy reticente a la idea
de empezar a mirar el panorama que tiene en casa.
Los
paraísos fiscales son un problema de las potencias económicas. Un
problema europeo en concreto. Como primer paso, hay que empezar a
poner orden en nuestra propia casa. ¿Cuántas empresas nuestras
tienen filiales en algún paraíso fiscal? ¿Por qué los órganos de
control no prohíben a nuestras sociedades realizar operaciones en
tales territorios? ¿Por qué los gobiernos y los bancos centrales no
impiden a nuestros bancos abrir filiales en paraísos fiscales?
Los
paraísos fiscales son enteramente funcionales a un consolidado
sistema de poder político, económico y financiero concentrado en
las naciones más ricas. Por aquí es por donde hay que empezar para
combatirlos de modo eficaz. Pero hasta hoy ni el G20 ni la UE han
podido o han querido seguir ese camino. Hasta que la comunidad
internacional -y la opinión pública- siga identificando los
paraísos fiscales con islitas tropicales llenas de palmeras, el
fracaso estará asegurado. Los paraísos fiscales responden a
demandas precisas de un gigantesco “mercado” que comprende, sin
solución de continuidad, desde la elusión fiscal al crimen
organizado. Para combatirlos seriamente hay que atacar al corazón
del problema. ¿Quién se aprovecha de su existencia? ¿Cuáles son
los mayores centros financieros y económicos del planeta? ¿Cuáles
son las naciones que fijan las reglas y los controles a escala
internacional?
Este
es el camino que debería seguir Europa, si de verdad quisiera salir
de la crisis, no complaciendo, sino controlando a los mercados
financieros. No sacrificando en el altar de las finanzas el modelo
social construido gracias a décadas de lucha, sino al contrario,
relanzándolo y basando en una distribución distinta de la renta y
en nuevas políticas fiscales menos inicuas la única respuesta
posible para salir de la actual crisis financiera, económica y
social.
Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Andrea
Baranes trabaja en la Campaña para la Reforma del Banco Mundial como
responsable para las campañas sobre bancos privados y finanzas.
Colabora con la Fundación Cultural de Banca Ética y el sitio de
información “Osservatorio sulla Finanza”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario