1
Un fantasma recorre el mundo... el fantasma de la crisis
económica que amenaza con hacerle un inmenso daño a la supuesta
invulnerabilidad del capitalismo global. Como un aquelarre en el que
todo se enloquece, cada día los habitantes atribulados de una época de
convulsiones impredecibles nos levantamos a la espera de noticias que,
por su contenido abrumador e indescifrable, nos lanzan a un sentimiento
agudizado de intemperie. Poco y nada queda de esa eternidad prometida
por los cultores del fin de la historia asociado a la consolidación
definitiva de un sistema estructurado alrededor de la economía mundial
de mercado y políticamente articulado con la forma liberal de la
democracia. Lejos de la impunidad desplegada a partir del derrumbe
estrepitoso del bloque soviético, el capitalismo, en su fase neoliberal,
muestra sus tremendas grietas pero lo hace de una manera que no deja de
expresar su mefistofélica astucia allí donde la manipulación de las
informaciones y la proliferación de noticias que anuncian la llegada del
caos no tienen otro cometido estratégico que multiplicar el horror
paralizante en las sociedades asoladas por la llegada apocalíptica de la
crisis.
“Cuanto peor, mejor”, decía un economista vernáculo de
ojos azules y saltones con un leve dejo psicopático, y lo decía porque
estaba convencido de los efectos destructivos de una crisis capaz de
atemorizar de tal modo a la población como para ponerla a disposición de
las alternativas pergeñadas por los mismos causantes y aceleradores de
la crisis. El miedo social lejos de habilitar experiencias libertarias,
populares y emancipatorias acaba por abrirle el paso a las peores
“soluciones”. La convertibilidad nació de las brutales consecuencias
dejadas por la hiperinflación. El daño que dejó en el país ha sido
inconmensurable: destrucción del aparato productivo, crecimiento
exponencial de la desigualdad, concentración inédita de la riqueza en
cada vez menos manos, aumento brutal de la pobreza y de la indigencia,
desguace del Estado, eliminación de derechos sociales, fragmentación
social, apropiación especulativa de los fondos jubilatorios, exclusión,
desempleo y muchas otras plagas que dejaron a la Argentina en bancarrota
económica, política, moral e institucional. Remontar esa caída en
abismo costó un enorme esfuerzo combinado con una voluntad política
decidida a enfrentar las estructuras del poder real, el mismo que se
benefició con la hiperinflación y con el nefasto invento del menemismo.
No olvidar nuestra propia experiencia es un modo de aprender a leer con
espíritu crítico y alerta la estrategia de shock que busca imprimirle el
establish-ment financiero y la derecha a una crisis que, más allá de su
profundidad, tiene como correlato deseado por ese mismo poder la
ampliación de sus ganancias y la manipulación, vía el aparato mediático,
de la opinión pública.
2
La crisis económica que se despliega
con particular virulencia en los países centrales parece estar lejos de
su declive y, por el contrario, el aceleramiento y la profundización de
sus peores consecuencias amenazan con ser los rasgos prevalecientes en
medio de una aguda situación de incertidumbre que puede extenderse a la
economía mundial. Sin embargo, y esto más allá de la complejidad de la
situación que se escapa a una aprehensión acabada de sus posibles
implicancias, lo que también aparece como un rasgo típico de este
contexto opaco es el aprovechamiento que el capitalismo concentrado,
especulativo-financiero, hace al expandirse la lógica del miedo y del
shock traumático que se desparrama sobre poblaciones desconcertadas y en
estado de pánico ante lo que no comprenden y que se asemeja más a una
tormenta desencadenada por los dioses dormidos que por la acción de
hombres de carne y hueso que manejan, a discreción, los resortes de la
vida económica y política de sus sociedades. Ciertas expresiones y
prácticas de los “indignados” se relacionan con esa incredulidad ante lo
que no se entiende. Eludiendo la dimensión política no se hace otra
cosa que profundizar la incapacidad social de cuestionar el modelo
económico que, centrado en la más feroz de las especulaciones, viene
determinando la marcha del mercado mundial. De ahí la importancia
decisiva que adquirió, en Sudamérica, no sólo la puesta en cuestión del
neoliberalismo sino, acompañando esta crítica, la recuperación y la
revitalización de la política (asociada también a una reconstrucción del
Estado) como instrumento básico a la hora de disputar hegemonía.
Poblaciones
que durante las últimas décadas desaprendieron, a ritmo acelerado, lo
que significa el Estado como ente regulador y como instrumento de
protección de la ciudadanía, y en especial de los sectores más débiles y
vulnerables, ante el avance sistemático de las corporaciones privadas
que, en pos de su rentabilidad y maximización de la tasa de ganancia,
arremeten contra los intereses colectivos y contra la propia gramática
de lo público amplificando las supuestas mieles de la estructura privada
y privatizadora del capital-liberalismo. Esas poblaciones no encuentran
el modo de salir de la pasividad y de la despolitización incentivadas
por un sistema que hizo del acceso al consumo su núcleo articulador de
la subjetividad contemporánea. Un consumo, en muchos casos desenfrenado,
que acabó por darle forma a un hiperindividualismo en el que cada quien
se bastaba a sí mismo y cerraba las vías de contacto y comunicación con
los demás amplificando la extraña coincidencia de una sociedad de masas
consumidoras estalladas en su proliferación de mónadas supuestamente
autosuficientes.
Homogeneidad del gusto y el consumo y
fragmentación de la vida social constituyen las formas prevalecientes en
esta etapa del capitalismo y se convierten, a la vez, en la mayor traba
para salir a darle batalla a un sistema que amenaza con arrojar de ese
mismo mercado a quienes, hasta ayer nomás, atraía con todo tipo de
seducciones. Reconstruir colectivos sociales con capacidad de disputar
poder es, quizás, el mayor de-safío al que se enfrentan sociedades
capturadas por la gramática de la alienación consumista y el
individualismo. La década del ’90, entre nosotros, fue la mejor
expresión de esa metamorfosis social que habilitó la sistemática
destrucción de trabajo, industria, vida social y política. Europa, hoy,
atraviesa, grosso modo, una situación muy semejante a la nuestra aunque
con las características propias de un continente asociado a un bienestar
inédito en nuestras latitudes. La horadación producida en lo profundo
del tejido social por el reinado de los valores neoliberales constituye
el peor de los venenos a la hora de intentar torcer el rumbo de un
sistema que no duda en aplicar políticas de ajuste brutal.
Desmontaje
material y simbólico del Estado de Bienestar que, a un ritmo que se
aceleró en los últimos años, se correspondió con la proyección impúdica
de la inverosímil concentración de la riqueza en cada vez menos manos
(un puñado de multimillonarios son dueños de una renta equivalente a la
de 148 países y, en un informe algo atrasado de las Naciones Unidas –la
cosa ahora es peor todavía– se decía que no más de 50 personas físicas
eran poseedoras de la mitad de la renta del total de la humanidad). A
mayor crisis y desolación democrática, mayor desigualdad y ampliación
exponencial de la concentración del capital. De la brutal crisis
desatada en el segundo semestre de 2008 los únicos vencedores han sido
sus principales causantes: los bancos y las entidades financieras que
recibieron extravagantes sumas de dinero para tapar los agujeros negros
que sus propios manejos especulativos y construidos sobre el más
absoluto de los engaños generó en el interior de sociedades que parecían
disfrutar de regalías infinitas. Los ciudadanos de esos países hoy son
testigos, la mayoría de ellos incrédulos y sin herramientas conceptuales
para intentar comprender qué sucede y qué realidad despiadada se les
avecina (como ya la están sufriendo los griegos y, en gran medida, los
españoles) como consecuencia de un proceso de impudicia
político-económica, sustentado sobre un relato hegemónico avalado y
multiplicado por los grandes medios de comunicación europeos y
estadounidenses, que ha terminado por responsabilizar a los sectores más
vulnerables de la población de los cuantiosos daños causados por la
implementación de las políticas neoliberales. La impudicia del poder no
tiene ni conoce límites.
Extraordinaria paradoja que transforma a
las víctimas en victimarios, a los sujetos de derechos en supuestos
privilegiados de gastos “dispendiosos” de Estados causantes, gracias a
colosales agujeros fiscales, de la crisis (¿le suena conocido, estimado
lector, el argumento?, ¿se acuerda de Doña Rosa y del periodista
“independiente” que en aquellos años dominó la escena discursiva de la
televisión?, ¿alguna relación, quizás, con los actuales colegas que se
desgarran las vestiduras ante el acrecentamiento del gasto fiscal o con
aquellos otros que parecen desear que los efectos de la crisis
finalmente lleguen a estas costas?). Una unidad europea construida
fundamentalmente alrededor de los grandes bancos y de las grandes
corporaciones que terminó de hacer del euro un candado que se cerró
brutalmente sobre las economías de los países más débiles. Una unidad
forjada, y algunas voces se levantaron desde un comienzo pero jamás
fueron escuchadas mientras duró la bonanza, alrededor del más pedestre
economicismo tecnocrático y sostenida sobre el fabuloso giro de la
Europa de posguerra (la que se construyó bajo los auspicios de políticas
keynesianas y bienestaristas y que le dieron forma a sus “años
dorados”) a una Europa pospolítica y articulada por el paradigma
especulativo-financiero cuyo eje ideológico lo fue trazando, como punta
de lanza de un proceso que ya no se detuvo, la entente neoconservadora
creada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher (los más memoriosos
recordarán las huelgas de los mineros contra las políticas reaccionarias
de la premier británica y los tremendos costos sociales, políticos,
culturales e ideológicos que la derrota de los mineros le trajo a la
idea misma de estado de bienestar).
La enorme sagacidad del
capital-liberalismo fue asociar a la mayor parte de las
socialdemocracias europeas a su propagandizada y exitosa concepción del
fin de la historia, la muerte de las ideologías y la llegada al puerto
seguro de la economía global de mercado y lo hizo en el preciso momento
en que se derrumbaba el edificio ya carcomido de la Unión Soviética y,
con él, el último exponente de un orden económico que, a falta de otras
virtudes estragadas por el tiempo y la infamia estalinista, había tenido
la función, al menos, de impedir el dominio absoluto y abrumador del
capitalismo en su forma concentrada y monopólica. Liberado de toda
atadura, el sistema de la economía-mundo se fue desprendiendo, a paso
acelerado, de su rostro bienestarista para mostrar, ahora sin tapujos,
su rostro brutal. Los países más débiles de la cadena europea están
siendo los primeros en percibir en todo su alcance las consecuencias de
ese giro histórico. En Estados Unidos el crecimiento de los índices de
pobreza, la desocupación de dos dígitos y la concentración de la riqueza
son rasgos evidentes de lo que viene generando el neoliberalismo.
Una
vez caído el Muro de Berlín, las socialdemocracias (Felipe González en
España, Mitterrand y sus sucesores en Francia, Tony Blair en Gran
Bretaña, Craxi en Italia, etc.) se reconvirtieron (como en la actualidad
los Rodríguez Zapatero y los Papandreu) en socios putativos del modelo
neoliberal y acabaron por volverse funcionales a las políticas que
vendrían a desmontar el Estado de Bienestar al que tanto habían hecho
por construir y defender en otro contexto de la historia europea (en
particular la socialdemocracia escandinava). Tal vez por eso no resulte
sorprendente que sean nuevamente los socialistas –en España y en Grecia,
sobre todo– los que se están haciendo cargo del trabajo sucio.
Aprendizajes de la historia que nos permiten a nosotros, sudamericanos,
comprender de qué va esta extraordinaria etapa por la que están
atravesando algunos de nuestros países y que se enfrenta a la lógica que
predomina en esos mismos centros del poder económico mundial que hoy
apelan, entre otras cosas, al aterrorizamiento de sus poblaciones como
un instrumento adecuado para que les dejen operar sin anestesia.
Nosotros,
después de la doble hiperinflación y de la debacle del gobierno de
Alfonsín ayudada por las corporaciones económicas y por sus operadores
políticos y financieros, conocimos lo que significa el terror y el
estrago causado por catástrofes cuyo origen y causas permanecen al
margen de la comprensión de las mayorías. La convertibilidad fue, en
aquel entonces, la supuesta panacea que nos iba a resolver, de una vez y
para siempre, todos nuestros problemas. Así nos fue.
Ricardo Forster
Página/12
No hay comentarios:
Publicar un comentario