Los mercados financieros están
celebrando el pacto alcanzado en Bruselas a primera hora del jueves. De hecho,
en relación con lo que podría haber sucedido (un amargo fracaso para ponerse de
acuerdo), que los dirigentes europeos se hayan puesto de acuerdo en algo, por
imprecisos que sean los detalles y por deficiente que resulte, es un avance
positivo.
Pero merece la pena retroceder
para contemplar el panorama general, concretamente el lamentable fracaso de una
doctrina económica, una doctrina que ha infligido un daño enorme tanto a Europa
como a Estados Unidos.
La doctrina en cuestión se resume
en la afirmación de que, en el periodo posterior a una crisis financiera, los
bancos tienen que ser rescatados, pero los ciudadanos en general deben pagar el
precio. De modo que una crisis provocada por la liberalización se convierte en
un motivo para desplazarse aún más hacia la derecha; una época de paro masivo,
en vez de reanimar los esfuerzos públicos por crear empleo, se convierte en una
época de austeridad, en la cual el gasto gubernamental y los programas sociales
se recortan drásticamente.
Nos vendieron esta doctrina
afirmando que no había ninguna alternativa -que tanto los rescates como los
recortes del gasto eran necesarios para satisfacer a los mercados financieros-
y también afirmando que la austeridad fiscal en realidad crearía empleo. La
idea era que los recortes del gasto harían aumentar la confianza de los
consumidores y las empresas. Y, supuestamente, esta confianza estimularía el
gasto privado y compensaría de sobra los efectos depresores de los recortes
gubernamentales.
Algunos economistas no estaban
convencidos. Un escéptico afirmaba cáusticamente que las declaraciones sobre
los efectos expansivos de la austeridad eran como creer en el "hada de la
confianza". Bueno, vale, era yo.
Pero, no obstante, la doctrina ha
sido extremadamente influyente. La austeridad expansiva, en concreto, ha sido
defendida tanto por los republicanos del Congreso como por el Banco Central
Europeo, que el año pasado instaba a todos los Gobiernos europeos -no solo a
los que tenían dificultades fiscales- a emprender la "consolidación
fiscal".
Y cuando David Cameron se
convirtió en primer ministro de Reino Unido el año pasado, se embarcó
inmediatamente en un programa de recortes del gasto, en la creencia de que esto
realmente impulsaría la economía (una decisión que muchos expertos
estadounidenses acogieron con elogios aduladores).
Ahora, sin embargo, se están
viendo las consecuencias, y la imagen no es agradable. Grecia se ha visto
empujada por sus medidas de austeridad a una depresión cada vez más profunda; y
esa depresión, no la falta de esfuerzo por parte del Gobierno griego, ha sido
el motivo de que en un informe secreto enviado a los dirigentes europeos se
llegase la semana pasada a la conclusión de que el programa puesto en práctica
allí es inviable. La economía británica se ha estancado por el impacto de la
austeridad, y la confianza tanto de las empresas como de los consumidores se ha
hundido en vez de dispararse.
Puede que lo más revelador sea la
que ahora se considera una historia de éxito. Hace unos meses, diversos
expertos empezaron a ensalzar los logros de Letonia, que después de una
terrible recesión se las arregló, a pesar de todo, para reducir su déficit
presupuestario y convencer a los mercados de que era fiscalmente solvente.
Aquello fue, en efecto, impresionante, pero para conseguirlo se pagó el precio
de un 16% de paro y una economía que, aunque finalmente está creciendo, sigue
siendo un 18% más pequeña de lo que era antes de la crisis.
Por eso, rescatar a los bancos
mientras se castiga a los trabajadores no es, en realidad, una receta para la
prosperidad. ¿Pero había alguna alternativa? Bueno, por eso es por lo que estoy
en Islandia, asistiendo a una conferencia sobre el país que hizo algo
diferente.
Si han estado leyendo las
crónicas sobre la crisis financiera, o viendo adaptaciones cinematográficas
como la excelente Inside Job, sabrán que Islandia era supuestamente el ejemplo
perfecto de desastre económico: sus banqueros fuera de control cargaron al país
con unas deudas enormes y al parecer dejaron a la nación en una situación
desesperada.
Pero en el camino hacia el
Armagedón económico pasó una cosa curiosa: la propia desesperación de Islandia
hizo imposible un comportamiento convencional, lo que dio al país libertad para
romper las normas. Mientras todos los demás rescataban a los banqueros y
obligaban a los ciudadanos a pagar el precio, Islandia dejó que los bancos se
arruinasen y, de hecho, amplió su red de seguridad social. Mientras que todos
los demás estaban obsesionados con tratar de aplacar a los inversores
internacionales, Islandia impuso unos controles temporales a los movimientos de
capital para darse a sí misma cierto margen de maniobra.
¿Y cómo le está yendo? Islandia
no ha evitado un daño económico grave ni un descenso considerable del nivel de
vida. Pero ha conseguido poner coto tanto al aumento del paro como al
sufrimiento de los más vulnerables; la red de seguridad social ha permanecido
intacta, al igual que la decencia más elemental de su sociedad. "Las cosas
podrían haber ido mucho peor" puede que no sea el más estimulante de los
eslóganes, pero dado que todo el mundo esperaba un completo desastre,
representa un triunfo político.
Y nos enseña una lección al resto
de nosotros: el sufrimiento al que se enfrentan tantos de nuestros ciudadanos
es innecesario. Si esta es una época de increíble dolor y de una sociedad mucho
más dura, ha sido por elección. No tenía, ni tiene, por qué ser de esta manera.
Paul Krugman es profesor de
Economía en Princeton y premio Nobel 2008. 2001.
El País
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