lunes, 3 de octubre de 2011

De ratones y mercados

Tras un verano de gran convulsión financiera, el primer ministro francés, François Fillon, anunció el jueves 24 de agosto un plan de medidas económicas dirigido a respetar el pacto de competitividad europeo. Según algunos expertos, el Gobierno francés debía optar entre proponer una verdadera estrategia de cooperación europea capaz de estimular el crecimiento y relanzar la economía de toda la zona o aplicar nuevas medidas de austeridad con las que tratar de equilibrar las finanzas públicas del país. El plan propuesto por el primer ministro, en la línea de los demás países europeos, supone una renuncia a la estrategia de cooperación en favor de medidas nacionales de austeridad dirigidas a tranquilizar a los mercados (y a las agencias de notación). Con el mismo objetivo de calmar a los mercados, el Gobierno de Zapatero aprobó, en un acuerdo histórico con el principal partido de la oposición, una modificación constitucional, y dentro de poco es posible que se organice la quiebra del Estado griego. Así, como consecuencia de una falta alarmante de liderazgo político, la actual crisis económica y financiera nos está recordando la incidencia de la evaluación en la propia realidad evaluada.

Eso podría saberlo François Fillon, primer ministro de un país que cuenta con un sistema educativo de reconocida tradición cuya vocación de servicio público se está desfigurando de manera alarmante debido a la obsesión por reducir gastos. Un país en el que nació a principios de los años veinte un grupo, el GFEN (Grupo Francés de Educación Nueva), que se propuso, en aquellos tiempos dorados de la pedagogía, ser capaz de ofrecer a todos los individuos la posibilidad de convertirse en ciudadanos gracias a la educación. Un grupo capaz todavía de organizar, pese a la crisis y pese al recorte de subvenciones, una universidad de verano en pleno mes de agosto en la que se trató, entre otras cosas, la cuestión de la evaluación a partir de un clásico de la pedagogía: el efecto Pigmalión. En los años sesenta, Robert Rosenthal propuso a un grupo de estudiantes de Psicología un experimento consistente en juzgar las capacidades de unos ratones. Les proporcionó dos grupos de ratones que presentó como de buena raza y con capacidad de aprendizaje y de mala raza y con pocas capacidades para aprender, aunque en realidad se trataba de distintos ratones mezclados de forma aleatoria. Ocurrió algo interesante: los estudiantes consideraron que el comportamiento de los ratones supuestamente de buena raza era mejor que el de los otros.

Tras la publicación de los resultados, Rosenthal fue más allá en su experimento y cambió los ratones por alumnos. Unos 650 alumnos pasaron un test de inteligencia y el investigador explicó a los profesores que, según los test, unos eran más rápidos en aprendizaje que otros, lo que parecía lógico. Pero el investigador les había cambiado los papeles: los alumnos rápidos según los test fueron presentados como lentos, y viceversa. Resultado del experimento: al cabo de un año, los alumnos rápidos (en realidad lentos) habían progresado en mucha mayor medida en el mismo test que los lentos (en realidad rápidos). Así se puso de manifiesto que si consideramos que un alumno es listo, haremos que sea listo (lo cuidaremos, le haremos trabajar, lo escucharemos y lo valoraremos…). A eso se le llamó efecto Pigmalión. Lo mismo ocurre en muchos ámbitos de la vida (desde el trabajo hasta la familia, pasando por el deporte) y, por supuesto, con los mercados y las agencias de notación: del mismo modo que el alumno considerado inteligente recibe los estímulos para ser efectivamente inteligente, el país considerado fiable por las agencias de notación recibe los estímulos necesarios para ser efectivamente fiable en el mercado financiero.

Pero en la universidad de verano del GFEN se propuso, además, una reproducción del experimento de Rosenthal con los ratones: los asistentes debían imaginar experiencias en las que se analizaría el comportamiento de “ratones geniales” y de “ratones comunes”. A los geniales, por supuesto, se les atribuyeron capacidades muy distintas a las de los comunes, pero lo interesante es que detrás del término genial no aparece la misma representación ahora que hace diez, veinte o treinta años. Ante la misma experiencia, los participantes atribuían antes a los ratones geniales grandes dotes de cooperación: hacían torres para salvar obstáculos, se tomaban copas al borde de una piscina o se ponían de acuerdo para realizar tal o cual acción. Ahora, sin embargo, el ratón genial es más fuerte, más listo, más astuto… Es distinto de los demás, es único. Como si, con el paso del tiempo, la representación de lo genial hubiera evolucionado de lo colectivo a lo individual, algo que tal vez explique también la falta de liderazgo en el ámbito político contemporáneo.

Porque si lo genial es aquello que se refiere a la capacidad individual, entonces no es de extrañar que, ante un sistema de evaluación pensado en términos de eficacia y rentabilidad, los ministros de finanzas y los presidentes de gobierno (ratones geniales) decidan adoptar medidas de ahorro, incluso a costa de desmantelar los servicios públicos, en vez de tratar de proponer nuevos sistemas de cooperación. Como tampoco debe extrañarnos que sean grupos asociativos como el GFEN o movimientos ciudadanos como el 15-M (ratones comunes) quienes reclamen mayor cooperación y busquen formas de acción colectiva ante las paradojas y los dictados de la evaluación. Y es que, geniales o mediocres, al fin y al cabo, todos somos ratones en un mercado.

Toni Ramoneda
Doctor en Ciencias de la Comunicación
Público
http://blogs.publico.es/dominiopublico/4065/de-ratones-y-mercados/

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