Tras un verano de gran convulsión
financiera, el primer ministro francés, François Fillon, anunció el jueves 24
de agosto un plan de medidas económicas dirigido a respetar el pacto de
competitividad europeo. Según algunos expertos, el Gobierno francés debía optar
entre proponer una verdadera estrategia de cooperación europea capaz de
estimular el crecimiento y relanzar la economía de toda la zona o aplicar
nuevas medidas de austeridad con las que tratar de equilibrar las finanzas
públicas del país. El plan propuesto por el primer ministro, en la línea de los
demás países europeos, supone una renuncia a la estrategia de cooperación en
favor de medidas nacionales de austeridad dirigidas a tranquilizar a los
mercados (y a las agencias de notación). Con el mismo objetivo de calmar a los
mercados, el Gobierno de Zapatero aprobó, en un acuerdo histórico con el
principal partido de la oposición, una modificación constitucional, y dentro de
poco es posible que se organice la quiebra del Estado griego. Así, como
consecuencia de una falta alarmante de liderazgo político, la actual crisis
económica y financiera nos está recordando la incidencia de la evaluación en la
propia realidad evaluada.
Eso podría saberlo François
Fillon, primer ministro de un país que cuenta con un sistema educativo de
reconocida tradición cuya vocación de servicio público se está desfigurando de
manera alarmante debido a la obsesión por reducir gastos. Un país en el que
nació a principios de los años veinte un grupo, el GFEN (Grupo Francés de
Educación Nueva), que se propuso, en aquellos tiempos dorados de la pedagogía,
ser capaz de ofrecer a todos los individuos la posibilidad de convertirse en
ciudadanos gracias a la educación. Un grupo capaz todavía de organizar, pese a
la crisis y pese al recorte de subvenciones, una universidad de verano en pleno
mes de agosto en la que se trató, entre otras cosas, la cuestión de la
evaluación a partir de un clásico de la pedagogía: el efecto Pigmalión. En los
años sesenta, Robert Rosenthal propuso a un grupo de estudiantes de Psicología
un experimento consistente en juzgar las capacidades de unos ratones. Les
proporcionó dos grupos de ratones que presentó como de buena raza y con
capacidad de aprendizaje y de mala raza y con pocas capacidades para aprender,
aunque en realidad se trataba de distintos ratones mezclados de forma
aleatoria. Ocurrió algo interesante: los estudiantes consideraron que el
comportamiento de los ratones supuestamente de buena raza era mejor que el de
los otros.
Tras la publicación de los
resultados, Rosenthal fue más allá en su experimento y cambió los ratones por
alumnos. Unos 650 alumnos pasaron un test de inteligencia y el investigador
explicó a los profesores que, según los test, unos eran más rápidos en
aprendizaje que otros, lo que parecía lógico. Pero el investigador les había
cambiado los papeles: los alumnos rápidos según los test fueron presentados
como lentos, y viceversa. Resultado del experimento: al cabo de un año, los
alumnos rápidos (en realidad lentos) habían progresado en mucha mayor medida en
el mismo test que los lentos (en realidad rápidos). Así se puso de manifiesto
que si consideramos que un alumno es listo, haremos que sea listo (lo
cuidaremos, le haremos trabajar, lo escucharemos y lo valoraremos…). A eso se
le llamó efecto Pigmalión. Lo mismo ocurre en muchos ámbitos de la vida (desde
el trabajo hasta la familia, pasando por el deporte) y, por supuesto, con los
mercados y las agencias de notación: del mismo modo que el alumno considerado
inteligente recibe los estímulos para ser efectivamente inteligente, el país
considerado fiable por las agencias de notación recibe los estímulos necesarios
para ser efectivamente fiable en el mercado financiero.
Pero en la universidad de verano
del GFEN se propuso, además, una reproducción del experimento de Rosenthal con
los ratones: los asistentes debían imaginar experiencias en las que se
analizaría el comportamiento de “ratones geniales” y de “ratones comunes”. A
los geniales, por supuesto, se les atribuyeron capacidades muy distintas a las
de los comunes, pero lo interesante es que detrás del término genial no aparece
la misma representación ahora que hace diez, veinte o treinta años. Ante la
misma experiencia, los participantes atribuían antes a los ratones geniales
grandes dotes de cooperación: hacían torres para salvar obstáculos, se tomaban
copas al borde de una piscina o se ponían de acuerdo para realizar tal o cual
acción. Ahora, sin embargo, el ratón genial es más fuerte, más listo, más
astuto… Es distinto de los demás, es único. Como si, con el paso del tiempo, la
representación de lo genial hubiera evolucionado de lo colectivo a lo
individual, algo que tal vez explique también la falta de liderazgo en el
ámbito político contemporáneo.
Porque si lo genial es aquello
que se refiere a la capacidad individual, entonces no es de extrañar que, ante
un sistema de evaluación pensado en términos de eficacia y rentabilidad, los
ministros de finanzas y los presidentes de gobierno (ratones geniales) decidan
adoptar medidas de ahorro, incluso a costa de desmantelar los servicios
públicos, en vez de tratar de proponer nuevos sistemas de cooperación. Como
tampoco debe extrañarnos que sean grupos asociativos como el GFEN o movimientos
ciudadanos como el 15-M (ratones comunes) quienes reclamen mayor cooperación y
busquen formas de acción colectiva ante las paradojas y los dictados de la
evaluación. Y es que, geniales o mediocres, al fin y al cabo, todos somos
ratones en un mercado.
Doctor en Ciencias de la Comunicación
Público
http://blogs.publico.es/dominiopublico/4065/de-ratones-y-mercados/
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