La religión es inconcebible sin
el concepto del pecado. Del mismo modo, la economía de mercado libre, aunque
muchos -empresarios, comentaristas, periodistas, los mismos economistas de
renombre- la imaginan inmaculada, digamos como una biblia reveladora de
principios y procedimientos cuya aplicación asegura prosperidad para todos por
donde quiera que reine, gesta condiciones tan poco celestiales que se hace
necesario suscribirla a mandamientos muy estrictos. Uno de ellos es nunca dejar
de prevenir el fenómeno recurrente que engendra: la crisis financiera,
posiblemente su pecado capital. Otro es nunca suponer que su paso reparte
penurias y penitencias a todos por igual, ni que las heridas cicatrizan sin
dolor. Y otro más: nunca hay que trepidar para señalar con claridad la
responsabilidad de los principales agentes e instituciones que la gestaron, ni
para intervenir con firmeza a fin de contener sus efectos más nocivos sobre el bienestar
económico de sus víctimas.
Ignorar estos mandamientos
significa acoger un nuevo amanecer, de gloria para los pocos que se alzan con
fortunas, de desdicha para los muchos más que encaran drásticos recortes de sus
ingresos o la amenaza de la cesantía prolongada. Tal es el balance que arrojan
las crisis que se han sucedido en el mundo a lo largo de los últimos 150 años,
mas la presente puede causar estragos de mayor magnitud porque se incuba en
condiciones parecidas a las que dieron lugar a la más funesta de todas, la Gran Depresión de
la década de 1930. Tanto 2008 como 1929 fueron precedidos por años de
crecimiento explosivo de títulos financieros de libre compra y venta en
mercados significativamente globalizados y que a la postre, por la falta de capacidad
de la economía real de generar los recursos suficientes para honrar las
obligaciones de pago, revelaron su farsa congénita, su origen verdaderamente
especulativo, su valor, a la luz de los hechos, ficticio. Pero también, sobre
todo, la crisis actual asoma con mayor gravedad porque las soluciones que hasta
el momento se plantean no avizoran el aprendizaje de las lecciones heredadas de
esa época terrible. Basta revisar las medidas tomadas desde fines de 2008 a la fecha. En Estados
Unidos, salvo un tímido programa de estímulo fiscal que impidió una recesión de
mayores proporciones, la austeridad y reducción inmediata del déficit
presupuestario son el norte de la política económica. En la Unión Europea prima
la misma convicción, y de modo mucho más fuerte. En ambos casos se privilegia
el rescate de los acreedores, a cualquier precio, y no se morigeran los
términos de las deudas pactadas, ni la hipotecaria en Estados Unidos, ni la
soberana en Europa. En ambos se concibe, sin hacerlo explícito, la "vuelta
a la normalidad" mediante el ajuste hacia la baja de los salarios, y el
empleo. En ambos se hace lo imposible para proteger la rentabilidad del capital
financiero.
Es pertinente preguntarse cómo
y por qué hemos llegado a esta situación. La verdad es que no es difícil
explicarlo. Desde hace tres décadas, las empresas financieras, sobre todo la
gran banca, se ha dedicado a cualquier cosa menos a hacer bien su trabajo.
Digámoslo sin tapujos: la función verdaderamente productiva de la banca es
facilitar la creación de riqueza. Mas cuando este principio se viola, cuando se
pretende que la riqueza se cristaliza no en la producción de bienes y servicios
sino en títulos que confieren derechos legales sobre los ingresos que generan
los activos reales, la actividad bancaria alza vuelo propio, inunda el mercado
de acreencias y, como sanguijuela gigantesca, succiona los ingresos de países,
empresas e individuos para redimirlas. Operando en mercados progresivamente más
competitivos y alentada por la promesa de márgenes de utilidad superiores a los
ofrecidos en todos los otros sectores de la economía, la gran banca, sobre todo
la norteamericana, se convirtió en un gran casino para ofrecer un sinnúmero de
apuestas a través del suministro de productos financieros que expresaron, mucho
más que su utilidad económica y social, la habilidad de los que los inventaron
y de los que se las ingeniaron para venderlos en los mercados. Sin duda, un
cambio de rumbo transcendental: paso al costado del tradicional analista
bancario, aquel celoso de la administración de un buen crédito por un lado, y
encumbramiento por otro del alquimista y comerciante; además, celebremos su
gloria en la forma de jugosos bonos. Fue la locura desatada, con gerencias y
directorios bancarios desprovistos de incentivos para contener la creación y
colocación de productos cada vez más exóticos, y con reguladores públicos
incapaces o renuentes a entender y mitigar los altos riesgos que se gestaban. Y
quien todavía tenga dudas de esta insania recuerde que hacia 2008 el valor
estimado de mercado de las derivadas, superaba nada menos que en diez veces la
producción total de bienes y servicios en el mundo entero. ¿Cabe entonces
sorprenderse de que en ese mismo año las utilidades generadas por el sector
financiero de los Estados Unidos constituyeron ya no el 9% alcanzado en 1980,
sino el 41% del total generado por la economía entera? He aquí la raíz de su
poder para, a través de los gobiernos de turno, posibilitar, en los años 90, el
abandono en los Estados Unidos de la legislación que puso fronteras precisas a
las operaciones de la banca comercial, o para imponer por ejemplo, en los
países asiáticos sacudidos por la fuga de sus divisas, la apertura de sus
mercados de capitales. Más recientemente, a partir de 2009, es este mismo poder
que le permite incorporar a debate público solamente aquellas propuestas de
solución de la crisis que no les representan costos mayores o, de modo
vergonzoso, legitimar lecturas e interpretaciones de sus causas que los
absuelve de responsabilidad.
Esta captura del marco
regulador y de la política financiera en general por parte del sector
financiero, sin embargo, no lo explica todo. Hay otro factor no menos
importante: el papel que juega la ideología, la misma que confiere legitimidad
a marcos conceptuales económicos de donde surgen propuestas de políticas que
son francamente descabelladas. Solo la fe ciega en la bondad del libre mercado
puede explicar que se discuta con seriedad las ventajas de contar con mercados
financieros, sí, hay que exclamarlo, auto regulados! En 1995, en ocasión de la
crisis mexicana que también hizo tambalear, por ósmosis, a la economía
argentina, se le escuchó decir a un prominente economista del Fondo Monetario
Internacional que si era necesario que en este país se elevara la tasa de
interés al 20, o 25, o 30 por ciento para atajar la salida de capitales, pues
había que aceptarlo. En su esquema teórico, naturalmente, no había espacio para
considerar el tremendo impacto sobre el costo de financiamiento de las pequeñas
y medianas empresas, ni sobre sus consecuencias sobre los niveles de empleo.
Por desgracia, es este tipo de economista al que se le escucha porque es el que
goza de más prestigio en la profesión. Es el que opta por ignorar o no darle la
importancia debida a la volatilidad e irracionalidad de los mercados
financieros, el que siempre atribuye la causa de la crisis a la intervención
gubernamental y nunca a las fallas de mercado, el que la explica como
desequilibrios temporales entre oferta y demanda y no como un episodio final de
un proceso desembocado de especulación que deja escombros por doquier. Es el
que propone y defiende los famosos programas de ajuste estructural. En suma, es
el que siendo fiel a su ideología puede limpiar la cara sin ningún
cuestionamiento de un conjunto de políticas económicas estrepitosamente
fracasadas, sentando entonces las bases para su perpetuación futura. Egresan
los más de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, con el
agravante, en este país, de que el conflicto de intereses en que incurren
profesores de renombre al financiar sus trabajos de investigación con la
prestación de servicios de asesoría empresas financieras, ya dejó de despertar
asombro. Pero Europa no se queda atrás. A decir de las declaraciones de las autoridades
económicas que defienden las medidas para enfrentar la crisis de la deuda
soberana, el ajuste de mercado, para ellos, es el único y mejor instrumento
para imponer disciplina en todos esos países periféricos que los conciben como
renuentes o incapaces de ejercer control sobre el déficit del sector público.
Los
cánones religiosos de la economía de mercado libre permiten imaginar a la
crisis financiera como un proceso necesario para la expiación de los pecados
cometidos. Rara vez, sin embargo, sus principales gestores son excomulgados.
Quedan, por lo contrario, incólumes y muchas veces hasta se les premia con
dádivas; dicho de otro modo, con oportunidades para aumentar y acumular más
riqueza. La posibilidad de compra a precios de remate de activos púbicos es un
claro ejemplo de esto. De otro lado, la furia divina se desata sobre los que
pierden su empleo y pensiones. Al paso que vamos, la crisis presente se
encamina precisamente hacia estos destinos disímiles. Los grandes intereses que
defienden al sector financiero intentarán salvaguardar, hasta el final, el
valor nominal de las acreencias. No importa entonces que el costo de la crisis
la carguen los deudores por entero, y que en el proceso los niveles de
producción y empleo bajen aún más. Y cuando no se les pueda exprimir más,
bienvenido sea el tesoro público para el rescate. A fin de lograr todo esto,
podrán contar con la previsible anuencia de los políticos cuyas campañas
financian. Y también con el apoyo intelectualmente elegante pero efectivo de los
miembros de la disciplina económica. Son sus tontos útiles que ignoran,
consciente o inconscientemente, las lecciones de la historia. Contribuyen
entonces a que sus errores y grandes injusticias se repitan.
El País
http://www.elpais.com/articulo/economia/Crisis/financiera/vision/diferente/elpepueco/20111026elpepueco_17/Tes
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