Los grandes pensadores que hace solo unos años nos sorprendían con sus
afectados discursos sobre la necesidad de refundar y regular el
capitalismo, han encontrado en los últimos meses la excusa perfecta para
dejar aquellos devaneos socializantes en el limbo eterno de las aguas
de borraja. Y lo han conseguido sin tener que rebuscar soluciones
mágicas entre las obras completas de Milton Friedman, sino elevando a la
categoría de recurso infalible una vieja alternativa hogareña para
limpiezas apresuradas: esconder la suciedad bajo la alfombra.
Esta
salvación de todo limpiador perezoso se ha aplicado estos días con uno
de los últimos protagonistas de la crisis financiera. Se trata, claro
está, de la debacle del banco Dexia, el mismo que -en un claro ejemplo
de la eficiente gestión privada- las agencias de valoración presentaban
hace unos meses como uno de los más saneados de Europa. Al final, en
lugar de meter en la cárcel a unos ejecutivos que han sido capaces de
promover operaciones especulativas por más de 100.000 millones de euros
(por cierto, solo el 3,5% son deuda griega, por mucho que ahora se
quiera responsabilizar del problema a los trabajadores helenos), los
salvadores económicos han tirado por el camino de en medio, creando como
alfombra un “banco malo” que oculte todos los “activos tóxicos” y deje
saneada la contabilidad de tan temerarios directivos. Eso sí, tras haber
recibido unos 10.400 millones de euros procedentes de las arcas
públicas desde 2008.
Con todo, pese a lo llamativo de la medida
y de las cifras, no es en la economía donde el recurso a esconder la
basura bajo la alfombra tiene su incidencia más destacada. Al contrario,
es en la esfera política y social donde este nuevo bálsamo de Fierabrás
anticrisis adopta mayor incidencia en este nuevo amanecer neoliberal
que nos alumbra. Y eso a pesar de que en este campo, las mentes
preclaras han tenido el trabajo añadido de ir generando en el imaginario
social la propia basura que hay que esconder bajo la alfombra, verter
en alguna “comunidad mala” donde se vaya descomponiendo en su propio
detrito.
En ningún caso los instigadores de esta fórmula buscan
la originalidad, solo la efectividad. No es extraño, pues, que mucha de
esa “basura” creada se pueda rastrear desde los tiempos de Dickens y
Zola: son los pobres, aquellas clases populares y trabajadoras que los
espejismos de clase media han reducido en los últimos años a la mera
encarnación de la barbarie. Ahí están los racailles , esa
“escoria” social que protagonizó la revuelta parisina de 2005, cuya
represión tan buenos réditos políticos dio a Nicolas Sarkozy. O los chavs
que el pasado agosto incendiaron un Londres que concibe a sus pobres
como esa mezcla de proletarios y delincuentes salvajes. Pero la lista de
inmundicia útil se puede ampliar día a día, según las necesidades. A
ella se le pueden sumar mañana los emigrantes, pese a que cada día hay
menos; o los griegos, portugueses, o irlandeses; o los funcionarios
vagos; o los pensionistas parásitos; o los parados subsidiados; o los
activistas críticos e indignados a los que sancionar o procesar.
Son, en suma, los acomodaticios y los fracasados. Los que nunca tuvieron la ambición necesaria para ser un emprendedor
, capaz de atreverse a soñar con un sepelio como el que supo labrarse
Steve Jobs. Chusma como Nicolas Robinson, condenado a seis meses de
cárcel por haber cogido dos botellas de agua durante los disturbios
ingleses, pero sobre todo condenado de nacimiento por no haber tenido el
ímpetu necesario para convertirse en ejecutivo del banco Dexia, o de
Lehman Brothers, o de la CAM… De este modo, cuando toda la basura esté
agrupada y cómodamente invisibilizada bajo la alfombra, podremos volver a
ser felices en nuestra limpia y sana sociedad. Hasta es posible que
consigamos pensar que la crisis pasó. O, incluso, puede que Mariano
Rajoy logre convencernos de que nunca existió, de que todo fue una
pesadilla sobre una lejana tragedia ferroviaria. Aquella en la que como
nos consolara un periódico que jamás fue publicado: por fortuna, todos
los muertos habían sido de tercera.
José Manuel Rambla
Rebelión
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