El
pasado viernes, 13 de julio, el Consejo de Ministros aprobó el radical paquete
de medidas de austeridad fiscal procíclica
anunciadas por Rajoy en sede parlamentaria dos días antes. “No disponemos de más ley ni de más criterio que el
que la necesidad nos impone. Hacemos lo que no nos queda más remedio que hacer,
tanto si nos gusta como si no nos gusta. Soy el primero en estar haciendo lo
que no le gusta”: palabras
literales de un presidente más nervioso, más inseguro y con peor dicción
que de costumbre. Es la segunda vez en dos años que una escena así se produce
en las Cortes: el 11 de julio de 2012 de Rajoy es el 10 de mayo de 2010 de
Zapatero.
Zapatero
se dio un
autogolpe de Estado para evitar, supuestamente, el golpe de la intervención
de la Troika. Con el resultado de todos conocido: todo fue a peor, como no
podía ser de otro modo con unas políticas procíclicas de consolidación
fiscal y recortes de derechos sociales e ingresos populares en un país,
entonces, con un desempleo superior al 20%, el 45% de los jóvenes en paro y la
demanda efectiva en rápido proceso de contracción. Ahora se anuncia un recorte
anual para los próximos tres años de más del 2% del PIB, en un país con más del
25% de su población activa desempleada, más del 50% de los jóvenes en paro
–decenas y decenas de miles convertidos ya en emigrantes— y una demanda
efectiva en caída libre.
De ideas milagreras, retóricas electorales y agendas ocultas
Rajoy
subió al poder con la idea milagrera –avalada por toda una corte de
tertulianos, todólogos mediáticos y pseudoeconomistas diz-que-profesionales— de que
bastaba poco más que un gobierno conservador de gentes de viso en la Moncloa para recuperar la
“confianza” de los mercados financieros internacionales y la benevolencia de los burócratas de
Bruselas y de Francfort. Esa era la idea “técnica” básica.
Había,
además, una retórica de campaña electoral rectificadora del giro antisocial de
Zapatero: no se tocaría a los pensionistas, no se tocaría a los funcionarios
públicos, no se recortarían derechos ni en educación, ni en sanidad (¿quién
dice copago?), ni en la cobertura del paro; habría austeridad y
consolidación fiscal, por supuesto, pero se trataría de una “austeridad
expansiva” (sic), facilitadora del crecimiento económico (no se subiría el IVA,
¡claro que no!). Contra el entreguismo de Zapatero, se defendería la soberanía
nacional; España sabría hacerse respetar en la UE y ante la Troika: el Reino,
en fin, no sería intervenido, ni informal ni, menos, formalmente. Por fin
alguien haría valer la “marca España”.
Y
había, por supuesto, una agenda oculta. Con la excusa de la necesidad de
bienquistarse a los mercados financieros y recuperar la “confianza” perdida por
la calamitosa gestión del PSOE, acometer un conjunto de contrarreformas
–incoadas ya por el gobierno Zapatero y largamente anheladas por la derecha
social española— que alteraran radical e irreversiblemente la relación de
fuerzas. Que reconfiguraran la constitución social del país, particularmente la
regulación del mercado de trabajo. Que reordenaran pro domo sua, a favor
del poder político-económico del PP, la fatalmente dañada estructura bancaria
(lo que pasaba crucialmente por convertir a Bankia en un coloso financiero
privado promiscuamente vinculado al partido). Que terminaran de poner en
almoneda y desmantelar el sector público, pusieran proa a la conversión de la
vida económica de nuestro país en un rimero interminable de peajes
privatizados, cobrables por rentistas improductivos de toda laya, nacionales y
extranjeros, y entraran por uvas en la más o menos disimulada tarea de
recentralizar administrativamente y jibarizar el “Estado de Medioestar”
español, como atinadamente lo ha llamado en alguna ocasión Gaspar Llamazares.
La
agenda oculta, en una palabra, consistía en aprovechar la crisis para
consolidar hasta las últimas consecuencias el tipo de capitalismo oligopólico
de amiguetes políticamente promiscuos construido por el PSOE y el PP en las
últimas décadas y reubicar al núcleo político dirigente conservador en la nueva
situación. Si se quiere, y por servirnos del neologismo muy a propósito
inventado por el académico de la lengua Emilio Lledó, pasar de la economía
política del capitalismo oligopólico de amiguetes, al casino de negocios
público-privados de los “amigantes” (que rima con mangantes).
Del fracaso, también, de la agenda oculta
En
tan sólo 6 meses de gobierno, la realidad de la crisis se ha llevado ya por
delante la idea “técnica” básica del programa electoral del PP, la de la
“confianza”: la prima de riesgo no ha dejado de subir, la renta variable no ha
dejado de bajar, el interés de los bonos españoles se ha disparado hasta
rebasar todos los niveles de alarma (7%), y lo que es más grave y perentorio,
ha comenzado a acelerarse una fuga masiva de capitales y depósitos bancarios,
cuyo ritmo anual se estima ahora mismo en un ¡50% de nuestro PIB! Un pánico bancario desatado, peligrosísimo para
España y para el conjunto de la UE, al que no son ajenas las sucesivas torpezas
del gobierno Rajoy en el manejo de la crisis de solvencia de la banca española.
Y a todo eso, la unión bancaria y la garantía europea de depósitos –única
medida eficaz para contener la hemorragia—, siguen ahora tan lejos, si no más,
que antes de la famosa cumbre del pasado 28/29 de junio. Han pasado sólo dos
semanas, y parecen meses. Tiempo suficiente, en cualquier caso, para que varios
sedicentes “europeístas” demostraran una vez más su incapacidad para comprender
la naturaleza de
la crisis política europea y se cubrieran con el más bobalicón de los
ridículos.
Como
previsto por todo el mundo, de desmentir la retórica electoral se encargó el
propio gobierno no bien entró en ejercicio. Pero lo verdaderamente interesante
es la suerte que ha corrido en sólo 6 meses el desarrollo de la agenda oculta
del PP. Porque la puesta por obra del “programa oculto” se fundaba también en
la necia idea de la restauración de la “confianza” (y en el pésimo diagnóstico
–compartido con el núcleo dirigente del PSOE— de la naturaleza de la presente
crisis europea que subyace a esa idea). La realización del programa oculto de
Mariano Rajoy pasaba decisivamente por evitar la intervención de España por la
Troika; intervenido el Reino, todo cambia. No importa el grosero jaleo
forofesco de los diputados del PP a cada anuncio de recorte declarado por el
jefe, ni siquiera el obsceno “que se jodan” los parados de una pijilla descerebrada
que calienta escaño en las Cortes. Harto más significativo se antoja el rostro
desalterado del Presidente del gobierno. Porque, si bien se entiende, de lo que
verdaderamente se despedía era de su agenda oculta.
Y
despedirse de la agenda oculta no era sólo despedirse del verdadero programa
partidista con que accedió al gobierno. Es mucho más. Es despedirse de toda una
época política y económica que ese programa trataba de salvar, y a su modo,
perpetuar, rectificándola por la vía de escorar irrreversiblemente, hasta donde
se pudiera, su centro de gravitación hacia la derecha. Es muy significativo que
el Consejo de Ministros del pasado viernes comenzara no en Moncloa, sino en la
Zarzuela, con el monarca en persona presidiendo la sesión del reconocimiento
oficial de todos los fracasos. Como agarrándose a un clavo ardiendo,
precisamente al amparo de un Rey de todo punto desacreditado ante la opinión
pública y convertido en los últimos meses en la cara visible del fracaso
nacional y del fin de época. En el símbolo mismo de la agónica fatiga política,
social y moral del régimen de la Segunda Restauración borbónica que fue la
Transición democrática.
Res
ipsa loquitur: ministros que filtran secretos
de su cartera (el escándalo de la ministra Báñez y el ERE del PSOE); una red
gigantesca de espionaje a empresas y ciudadanos y compra y venta de datos
privados protegidos por la ley con la connivencia de las instituciones privadas
y públicas –incluidos los servicios secretos— encargadas de protegerlos;
socialización de la corrupción de lo público a lo privado con las preferentes,
como se ha visto con la apertura de la causa contra los gerentes de Bankia, la
CAM y CaixaNovaGalicia; el bloqueo de un poder judicial incapaz de
autogobernarse, carente de la legitimidad democrática que solo pueden otorgarle
los ciudadanos, y no el escalafón de la judicatura y los acuerdos bajo mano
entre el PP y el PSOE; unos incendios pavorosos que no se pueden extinguir por
los recortes del gasto público; amnistía a los depredadores urbanísticos de la
propiedad común de las costas; amnistía a los defraudadores fiscales… ¿Qué más?
La espiral de la muerte
Con
las medidas de
recortes y austeridad fiscal que ha impuesto la Troika al gobierno, España
entra en la espiral de la muerte. Es decir, se aventura por la senda que ha
llevado al suicidio económico, social y político a las naciones hasta ahora
intervenidas (Grecia, Portugal, Irlanda). La dinámica es harto conocida: las
drásticas medidas procíclicas de austeridad fiscal encaminadas a reducir la
deuda y el déficit públicos generan destrucción de empresas y de empleo,
desplome de los salarios, caída de la demanda agregada, descenso de los
ingresos fiscales del Estado y, para cerrar el círculo vicioso, ulterior
crecimiento del endeudamiento público, acrecida desconfianza de los acreedores
internacionales y nuevas y más desapoderadas exigencias de austeridad y
consolidación fiscales y consiguiente degradación del Estado social, de la
enseñanza, de la sanidad, de la cobertura del desempleo.
En
esa perspectiva, perdida la soberanía monetaria y sin autoridad fiscal común en
la UE, el círculo vicioso sólo podría romperse con una enérgica mejora de la
exportación. Los últimos
datos al respecto no son nada halagüeños. Y no cabía esperar otra cosa.
Primero, porque a diferencia de Portugal, por ejemplo, en donde el sector
exportador representa cerca del 50% de su economía, la exportación española
significa apenas un tercio, es decir que al menos dos tercios de la demanda de
los productos de las empresas españolas vienen de un mercado interior deprimido
por el paro creciente, por el tremendo estado de endeudamiento de las familias
y de las empresas españolas, por los recortes salariales públicos y privados,
por el terrible aumento del IVA, por las nuevas tasas universitarias, por el
copago sanitario, por presentes y venideros peajes de usuario en el acceso a
los bienes públicos o comunes; en una palabra, por las extremistas políticas de
austeridad fiscal. Y segundo: porque las políticas de austeridad
incompetentemente impuestas a escala europea han deprimido la demanda
continental, y el grueso de nuestras exportaciones –como las de los alemanes,
dicho sea de pasada— van a parar a una eurozona devastada por esas suicidas
políticas procíclicas de consolidación fiscal.
Es
evidente que el núcleo dirigente del PP es a estas alturas perfectamente
consciente de todo eso. El fracaso estrepitoso de Montoro es el fracaso de la
agenda oculta de una derecha política española que era todavía orgánica en
intereses oligárquicos más o menos nacionalmente arraigados, y que tenía
intereses electorales propios. Es aventurado –y acaso necio— decir que estamos
asistiendo al triunfo del “independiente” y “cosmopolita” De Guindos, ese
fracasado gestor europeo de los intereses del quebrado banco norteamericano
Lehman Brothers.
Pero
de lo que no cabe la menor duda es de que decidir –o allanarse a— meter a
España en la espiral de la muerte trae consecuencias devastadoras para la
identidad de quien lo propone (el PP). Para la identidad de quien lo aplaude,
jactándose incluso de haberlo propuesto antes (Duran i Lleida). Para la
identidad de quien lo tolera “responsablemente” y aun lo acompaña como
“inevitable” y “necesario” con dos que tres salvedades y matices y tres que
cuatro lagrimitas impostadas (Rubalcaba). Y desde luego para la identidad
política de quienes, aplaudiéndolo en el fondo, sólo pretenden aprovecharse del
río revuelto para promover aquí o allá su propia agenda superficialmente
populista (el desmantelamiento del Estado de las Autonomías, à la Rosa
Díez; el fantasma del pacto fiscal catalán sin contenido social para
justificar, à la Mas, su cruel ofensiva en toda regla contra los
derechos de las clases populares).
Como las elites políticas coloniales tradicionales
Las
medidas de choque decididas –“sin libertad”— por Rajoy la semana pasada van
contra los intereses mediatos e inmediatos de la inmensa mayoría de la
población española, incluidas esas clases medias madrileñas abrumadoramente
votantes del PP que habrán perdido todos sus ahorros con la estafa de Bankia y
Caja Madrid. La espiral de la muerte al estilo griego no sólo tiene
consecuencias económicas y sociales devastadoras; tiene también consecuencias
para las propias elites políticas que se allanan de mayor o menor grado al
suicidio de la nación. Porque pierden su identidad política como representantes
fiduciarios más o menos legítimos de distintos intereses sociales más o menos
encontrados, para convertirse paulatinamente en castas políticas de tipo
colonial, sin arraigo social en la población. Franz Fanon describió hace
ya muchos años a ese tipo de elites coloniales en Los condenados de la
Tierra, una obra maestra de la literatura anticolonialista de los años 60.
Este
era el tenor literal de su descripción: las elites coloniales, cualquiera que
sea el matiz de su color político:
-
niegan a los pueblos la seguridad en los puestos de trabajo;
-
reducen los ingresos del grueso de la población al nivel de subsistencia;
-
llevan a los pobres a la desesperación;
-
buscan con denuedo desmantelar a los movimientos y a las organizaciones
sociales, señaladamente a los sindicatos obreros;
-
se empeñan en degradar el sistema educativo, de modo que solo las elites puedan
tener acceso a la educación superior;
-
hacen leyes a la medida de las empresas transnacionales saqueadoras;
-
criminalizan el disenso, la crítica y a la oposición política no acomodaticia.
El
corolario de esa clásica descripción del hacer de las elites coloniales era el
comportamiento que buscaban inducir en la población: el miedo y la sensación de
inestabilidad generados por esas políticas garantizaban la pasividad de la
población, forzada a derivar hacia la propia supervivencia personal todas las
energías disponibles.
Lo
mejor del buen discurso parlamentario de Cayo Lara –convertido de facto
en el jefe de toda la oposición en las Cortes, incluidos, verosímilmente, los
parlamentarios socialistas desolados por las frívolas payasadas de Rubalcaba—
es que entendió perfectamente este punto. No sólo ha traicionado Rajoy a su
propio electorado al violar groseramente las promesas de su programa, no sólo,
esto es, ha fracasado como político democrático, sino que ha fracasado también
en la promoción de su agenda oculta “soberana”, es decir, ha fracasado como
político tecnocrático. Doble fracaso. Se impone la consulta popular.
Hasta
un periodista tan cargantemente circuelocuente como Pedro J. Ramírez se ha
visto en la necesidad de reconocer sin reservas lo obvio, aunque sea para salir
cínicamente al paso:
“En
otras circunstancias el reconocimiento de esta súbita pérdida de autonomía
democrática debería llevar aparejada la dimisión del gobierno de turno, la
disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones. Pero nadie
está pidiendo que Rajoy haga eso porque su rotundo triunfo electoral ha sido
muy reciente y, como indican todos los sondeos, no se percibe ninguna
alternativa fiable. Más bien existe el consenso de que al líder del PP le toca
cargar con la cruz de lo que será una creciente impopularidad, gestionar con la
mayor solvencia posible la ejecución del diktat de Bruselas y tratar de
que la desagradable travesía del desierto concluya cuanto antes.”
[“Protectorado de ’soberanía suspendida’”, El Mundo, 15 julio 2012.]
Quien
comprenda mínimamente la naturaleza de la crisis política europea, o quien al
menos sepa algo de macroeconomía elemental, o quien, si más no, se haya molestado
en informarse un poco de la experiencia de Grecia, Irlanda y Portugal desde su
intervención, sabe ya que lo que viene no es “una desagradable travesía del
desierto” destinada a “concluir cuanto antes”. Sino la entrada en una verdadera
espiral de la muerte.
Que
la población sea, o no, presa del pánico, que se entregue, o no, a una inerme
pasividad política cruzado el portalón de esa espiral, dependerá de la decisión
con que el conjunto de la izquierda social y política de este país –sindicatos
obreros, 15 M, colectivos de parados y trabajadores precarizados, representantes
institucionales (locales, autonómicos y estatales) de las izquierdas
federalistas y soberanistas, asociaciones ciudadanas, colectivos culturales,
investigadores y académicos comprometidos, grupos de apoyo a los desahuciados,
afectados por las estafas bancarias, pequeños comerciantes arruinados por el
IVA, autónomos acorralados por la inopinada subida de su IRPF, etc.— sepan
aunar voluntades y plantear como una necesidad perentoria la convocatoria de un
referéndum democrático que, manifiesta y clamorosamente fracasadas las elites
rectoras dominantes, permita a los pueblos de España elegir libremente su
destino en uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia, que, como
bien dijo hace muchos años el poeta, es la más triste de todas las historias.
Antoni Domènech es el Editor general de SinPermiso. Gustavo
Búster y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso.http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5151
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