El gobierno de Mariano Rajoy ha puesto de manifiesto una 
contradicción maquillada en las últimas décadas. Hablamos del conflicto 
existente entre la democracia y la lógica de los mercados. El 
capitalismo combatió a la democracia durante todo el siglo XIX. 
Entonces, solo la aceptó a cambio de una sustitución de su contenido por
 el del liberalismo, en origen tan opuesto a la democracia como el 
propio capitalismo. En 1945 este liberalismo integró a la 
socialdemocracia en el sistema a cambio de protección social para los 
trabajadores. Tras el desafío de 1968, la economía se reestructuró y los
 mercados comenzaron a recuperar terrenos perdidos y a ganar otros 
desconocidos. En los años ochenta y noventa la idea de una alternativa 
desapareció. Y el oxímoron estadounidense “democracia de mercado” se 
hizo universal, creyendo que la libertad de elección en unos grandes 
almacenes equivalía a la libertad de una comunidad de iguales para 
decidir su destino.
El significado original de democracia, gobierno del pueblo bajo por 
sí mismo, parece incompatible con el imperio de los mercados. La primera
 implica el cuidado público de lo común; el segundo la existencia de una
 red global privada que se apropia de los recursos colectivos. Desde los
 orígenes del liberalismo hasta la campaña reciente contra Syriza, se ha
 venido usando el argumento aristotélico de la demagogia irresponsable 
para desacreditar la idea democrática. El éxito de la “democracia de 
mercado”, el más reciente término para desactivar a la democracia, solo 
se explica por la aparente falta de alternativa al neoliberalismo.
La crítica liberal al socialismo en los años cincuenta, que 
identificaba a la utopía con el espectro estalinista, fue releída por 
las revueltas de 1968 para desplegar su revolución del Deseo contra la 
Autoridad. En los años ochenta, una vez desactivado este desafío, se 
empleó la misma imagen como ariete del ataque neoliberal contra el 
estado keynesiano. El neoliberalismo halló en la “artificialidad” gris 
de la planificación soviética el motivo que permitió presentar al 
capitalismo como algo “natural” y receptivo a las demandas populares. La
 utopía se ligó al fantasma soviético del acero y del hormigón, 
desacreditando todas las alternativas posibles a la democracia de 
mercado. Se hizo creer que este oxímoron era un hecho natural y no un 
producto de la historia. De este modo, la alternativa se describió sin 
problemas como una Otredad represiva y grotescamente contrahecha. Uno 
prefería morir apuñalado en Nueva York que de aburrimiento en Moscú, al 
decir de Felipe González.
Pero la victoria de este discurso, sellada por el Consenso de 
Washington de los años noventa, se halla en retroceso. El enfrentamiento
 entre las demandas de la democracia y las exigencias de los mercados 
está dejando al descubierto las costuras del sistema creado treinta años
 atrás. La crisis de legitimidad en la que se ha instalado viene 
provocada por la incapacidad del bipartidismo para responder a la 
desposesión causada por la deuda. Ésta es la espina dorsal del 
capitalismo tardío surgido de los años setenta. La globalización, el 
desempleo estructural y el predominio de las finanzas desreguladas son 
sus características principales. En él, la deuda constituye el símbolo 
en el que se expresa la acumulación y desposesión a una escala global.
El gobierno de Mariano Rajoy habla el mismo lenguaje que los 
mercados. La libra de carne que el presidente les entrega es otro trozo 
de nuestros derechos sociales. El terreno que abandone el estado será 
ocupado -o no- por la iniciativa privada, con la consiguiente quiebra 
del sentido de comunidad y la exclusión –más grande si cabe- de diversos
 sectores de la sociedad. Los recortes de su gabinete suponen la 
renuncia explícita a la soberanía y a los compromisos sociales del 
estado de bienestar. Mariano Rajoy ha dejado claro de quién es el 
mandato por el que gobierna y al que obedece.
Pero la legitimidad, al igual que la soberanía, no puede ser 
compartida. Si el gobierno se pone del lado de los mercados es dudoso 
que continúe teniendo cobertura moral. Antes bien, es probable que, en 
caso de crisis parlamentaria, ceda el testigo a una tecnocracia apoyada 
por los dos partidos mayoritarios. Pero esto sería cualquier cosa menos 
una solución neutral. Si la diferencia ideológica entre izquierda y 
derecha se mide por el grado de resistencia a la desposesión 
capitalista, podemos decir que la tecnocracia es el gobierno más 
ideologizado y derechista de los presentes. Porque los famosos “deberes”
 suponen adoptar la visión de lo real que los mercados promueven. Éstos 
desean un gobierno capaz de hacer “atractiva” la inversión y pagar los 
intereses de la deuda, pero al hacerlo socavan con ello la capacidad de 
los estados para gobernarse a sí mismos y legitimarse ante su 
electorado. No por casualidad la tecnocracia es la opción predilecta del
 neoliberalismo. Le basta con la ley. La legitimidad electoral es 
prescindible.
La crisis de la deuda solo puede ser la del estado de bienestar 
siempre y cuando consideremos que ambas son un síntoma de algo más 
elemental y sistémico. Pues del mismo modo que no hay crisis de 
financiación del estado sin la existencia de paraísos fiscales, tampoco 
hay crisis de la deuda sin la presencia de la globalización desregulada 
de las finanzas. Esta crisis no se puede atribuir a que hayamos vivido 
por encima de nuestras posibilidades o a un fallo moral colectivo. En 
absoluto. La razón última se encuentra en la posición que se ocupa en la
 estructura desigual y globalizada de la deuda mundial.
Allí donde hay desposesión, hay resistencia. Y con ésta surge la 
posibilidad y el imperativo de pensar la Diferencia. Esta crisis nos ha 
mostrado la totalidad del sistema. La conservación de los derechos 
sociales frente a la deuda nos enfrenta con la “democracia de mercado”. 
La deuda es un fenómeno mundial en el que no estamos solos. Es por ello 
que la defensa de lo común es el primer paso para construir una 
alternativa. Si la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la 
igualdad, escribía Rousseau, es preciso que la legislación deba tratar 
de mantenerla. Habida cuenta de la violencia y miseria que acompañan a 
estos recortes, no podemos sino perseverar en ese empeño. Quizá el búho 
de Minerva esté sobrevolando el atardecer del neoliberalismo. A partir 
de aquí habrá de ir más lejos.
Investigador de la Universidad de Zaragoza
Público.es
http://blogs.publico.es/dominiopublico/5513/democracia-de-mercado-un-oximoron-envenenado/
 

 
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