Me había propuesto comenzar el año buscando desesperadamente buenas
noticias con las que alimentar una cierta esperanza de mejora. No porque
esperase que 2012 fuese un año de bienes, que mi optimismo no da para
tanto, sino porque, sean cuales sean las circunstancias, el ánimo
optimista lo tenemos que poner nosotros.
Pero me lo ponen difícil. El ambiente de inicio de año es deprimente.
No solo porque las circunstancias lo sean, sino especialmente porque
los Gobiernos, en vez de comportarse como médicos que buscan recuperar
las constantes vitales de una economía enferma, actúan como sus
enterradores. Porque eso es lo que están haciendo, enfangando la
economía en la depresión.
La economía europea está de nuevo
estancada. Después de haber salido de la recesión de 2009, ha vuelto a
recaer en una nueva recesión que tiene una alta probabilidad de
convertirse en una larga y peligrosa depresión. De ser así, las
consecuencias traspasarán las fronteras de la economía para incidir en
la estabilidad social y política. Permítanme justificarlo.
La
economía capitalista es maniaco-depresiva. Tiene etapas de euforia,
seguidas de otras de recesión. Los economistas hablamos de tres tipos de
recesión cuyos perfiles adoptan la forma de tres letras del abecedario:
la V, la W y la L. La primera es la más habitual.
Su dinámica es la siguiente: en algún momento, por razones diversas, la
economía deja de crecer, se desploma, toca fondo y remonta el vuelo
hasta volver al punto de partida. Lo normal es que dure entre dos y seis
trimestres.
Es lo que ocurrió en 2009. A partir del pinchazo de
la burbuja de crédito en el otoño de 2008, la economía occidental cayó
en picado como consecuencia del desplome del consumo y la inversión
privada, que son el motor principal de la economía de mercado. Después
de tocar fondo, en 2010 comenzó a recuperarse como consecuencia de la
intervención masiva y coordinada de todos los bancos centrales y
Gobiernos del G-20, conjurados para evitar una depresión como la de los
años treinta del siglo XX. Esas políticas fiscales y monetarias actuaron
como motores auxiliares del motor principal, que estaba gripado.
Pero
he aquí que nuestros gobernantes, asustados por la factura del
combustible de esos motores (es decir, por el déficit público y la
expectativa de inflación), decidieron desactivarlos a finales de 2010,
antes de que el motor principal hubiese vuelto a funcionar. Como era
fácil pronosticar, la economía frenó su recuperación y volvió a caer,
entrando en la recesión en forma de W, en la que ahora estamos metidos.
¿Por qué actuaron de esa forma? Se dejaron llevar por la idea mágica de la austeridad expansiva: la
austeridad haría retornar la confianza de los inversores, haría
descender los tipos de interés y estimularía el crecimiento. Un cuento
de hadas.
Los economistas sabemos que la austeridad solo ha
funcionado allí donde las economías podían devaluar y aprovechar el
aumento de exportaciones para crecer. La devaluación es abrir una
ventana al crecimiento. Al estar en el euro no existe esa ventana.
La
austeridad puede no funcionar ni aun con devaluación. Esa es la
enseñanza del experimento del primer ministro británico, David Cameron.
Cuando llegó al Gobierno, hace dos años, puso en marcha un intenso
recorte de gastos y de salarios. Paralelamente, aprovechando que no está
en el euro, la libra se devaluó. Con esta política, que podríamos
llamar neomercantilista, esperaba sustituir demanda interna por
exportaciones. Pero no funcionó. La economía británica camina hacia la
recesión. La razón es que, como la austeridad es una política
generalizada en toda la UE, no hay a quien exportar. Y todos se ven
abocados a la recesión. Mi inicial confianza en la existencia de
inteligencia en los Gobiernos me hizo pensar que rectificarían. Es lo
que hizo Franklin D. Roosevelt corrigiendo el llamado Error de 1937, que consistió justo en eso, en desactivar los motores auxiliares cuando aún no funcionaba el principal.
Pero,
ahora, los Gobiernos de la eurozona persisten, con tozudez digna de
mejor causa, en la austeridad compulsiva. Por un lado, la canciller
Angela Merkel impuso un nuevo pacto que impide el uso de la política
fiscal. Por otro, el reglamento del Banco Central Europeo le impide
actuar de prestamista de última instancia de los Gobiernos, un
instrumento de política financiera esencial en momentos como este. Por
su parte, los Gobiernos de los países en dificultades, como España,
bajos los efectos de lo que podríamos llamar síndrome de Berlín, aplicándose
con fervor casi religioso al cultivo de la mística del sacrificio
estéril, de los recortes compulsivos. Como si la enseñanza del
experimento inglés no existiese.
Este empecinamiento en el error hace más probable que la recesión en forma de W en la que estamos metidos se transforme en una recesión en forma de L; es decir, en una prolongada recesión.
Las
enseñanzas de lo ocurrido en los años treinta del siglo pasado en
Europa nos dicen que los efectos de las recesiones prolongadas y del
paro traspasan las fronteras de la economía para incidir de forma
violenta en la cohesión social y la estabilidad de la democracia. La
inseguridad y el miedo al futuro llevan a la población a preferir la
seguridad que ficticiamente ofrecen los populismos. Así llegaron los
fascismos; y lo que vino después.
A la vista de este panorama, me pregunto si queda algún rastro de vida inteligente en la política europea. Y no estoy seguro.
Pero
de una cosa estoy convencido: o se abre de forma rápida una ventana al
crecimiento en la zona euro, o veremos el colapso de nuestras economías,
con todas las otras consecuencias.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
El País
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