Al acabar la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles de 1919
hizo responsable a Alemania de "todos los daños y pérdidas" causados
como consecuencia del conflicto y en su virtud le obligó a hacer frente a
"reparaciones" millonarias que, después de diversos aplazamientos y
anulaciones, terminó de pagar en octubre de 2010.
Muchos
economistas y políticos de la época, y entre ellos el más famoso de
entonces, John Maynard Keynes, mostraron que era imposible que Alemania
pudiera pagar esas reparaciones sin empobrecerse trágicamente y sin que
así se ocasionasen problemas peores que los que se trataba de resolver. E
hicieron ver que incluso sería mucho más útil para los propios aliados
promover el desarrollo de la industria y el comercio en Alemania que
obligarle a hacer frente a unas cantidades que estaban completamente
fuera de su mermada capacidad de pago. Con dramática lucidez, el
economista inglés advirtió en su libro Las consecuencias económicas de la paz,
que "si nosotros aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la
Europa central, la venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”. Así
fue.
Años más tarde, las cosas han cambiado mucho. La puesta en
marcha del euro a pesar de que se sabía que la unión monetaria estaba
mal diseñada, que no contaba con suficientes mecanismos e instituciones
de compensación y reequilibrio y que las perturbaciones y los shocks
asimétricos iban a ser constantes, inició una especie de guerra
económica que esta vez ha ganado Alemania pero, al final, a costa de
sufrir también las consecuencias negativas de todo tipo que siempre
están asociados a los conflictos que provocan las estrategias de
ocupación.
Desde que se creó, Alemania ha impuesto su norma
como potencia de economía abierta al resto de los países y especialmente
a los del sur europeo. A cambio de ayudas generosas que se venden a su
población como si no tuviese contrapartidas, Alemania ha venido
colonizando las economías periféricas, bien por la vía directa de la
adquisición de activos, convirtiéndolas en importadoras masivas de sus
productos, o mediante la financiación del endeudamiento continuado que
los déficits en los que necesariamente incurrían lógicamente provocaban.
Antes de la creación del euro, los países menos competitivos,
como España, se defendían periódicamente de la agresión comercial de los
más fuertes, o de su propia debilidad estructural, devaluando sus
monedas y tomándose así un respiro que les permitía mantener mal que
bien su tejido productivo y el equilibro exterior. Con la moneda única, y
al carecer de esta estrategia defensiva, la potencia exportadora
alemana ya no ha tenido barreras (al contrario que le ha ocurrido a los
productos de la periferia en centroeuropa) lo que debilitó poco a poco
la industria y, en general, la producción nacional en la periferia. Así
se iba gestando un gran superávit en Alemania paralelo al déficit de los
países periféricos.
De 2002 a 2010 este proceso generó un
excedente de 1,62 billones de euros en Alemania, de los cuales solo
554.000 se aplicaron en su propio mercado interno para mejorar su
dotación de capital o las condiciones de vida de su población. El resto,
1,07 billones se colocó fuera de Alemania, y de esta parte 356.000 en
forma de préstamos y créditos para financiar un modelo productivo en la
periferia que, lógicamente, no fuera el que pudiera competir con el
alemán. La teoría y la historia económicas nos han enseñado que no podía
ser de otra manera: la existencia de una potencia exportadora como la
alemana de estos años solo es posible si al mismo tiempo que exporta
financia. Tiene que ser así porque, en el marco ya cerrado de una
economía como la europea (o del planeta si nos referimos al conjunto de
la economía mundial) para que unos tengan superávit otros han de tener
déficits y éstos han de financiarlos, evidentemente, quienes disponen de
excedentes a su costa.
Este estado de cosas, esta "guerra", ha
ido siendo claramente exitosa para las grandes corporaciones
centroeuropeas que se han hecho con los mercados que antes les estaban
vedados, para los exportadores alemanes, y para los bancos que han
obtenido grandes beneficios financiando la deuda creciente de una
periferia con cada vez menos capacidad de generar recursos endógenos,
puesto que la potencia exportadora en realidad ha de fagocitarlos para
poder seguir manteniendo su privilegio exportador.
A pesar de
que este estado de cosas era muy claramente perjudicial para los
intereses nacionales de países como España, Italia, Irlanda, Grecia... o
incluso me atrevería a decir que de Francia, las élites respectivas lo
aceptaron como punto de partida y lo han apoyado puesto que los grandes
beneficios de las multinacionales que los estaban colonizando y de los
bancos que nadaban en dinero gracias a la deuda gigantesca que se
generaba producía un efecto "derrame" suficientemente cuantioso como
para financiar generosamente a los partidos y a las oligarquías
económicas locales y que gracias a ello se han ido así armando con un
poder político cada vez más decisivo.
El problema que conlleva
un equilibrio de esta naturaleza, tan asimétrico, es que antes o después
termina cayendo porque se acaba la capacidad de endeudarse, porque el
empobrecimiento efectivo y continuado es insostenible o porque se
produzcan impactos externos que agudicen las asimetrías sin que haya,
como ocurre en la Unión Europea, suficientes resortes de reequilibrio.
Así, lo que ahora tenemos sobre la mesa en Europa es un problema
irresoluble sin cirugía mayor. Alemania ha financiado, en lugar de su
propio desarrollo interno y el bienestar de sus ciudadanos o una
integración más solidaria entre las economía europeas, un modelo
productivo entre su "clientela" que no permite a ésta serlo
indefinidamente. Cuando se ha producido un impacto externo como la
crisis financiera, se ha reducido la demanda en la periferia, ha debido
aumentar el déficit público a costa del privado, que en mayor parte ha
de destinarse a financiarlo, reduciéndose entonces los déficit que
engordan el superávit alemán y disminuyendo la capacidad de pago de la
deuda contraída.
Alemania teme ahora haber financiado a unos
clientes que al final puede resultar que no hagan frente a sus deudas y
ese miedo le empuja a seguir por un camino terrible y claramente
equivocado que es el que recuerda las reparaciones a las que ella misma
tuvo que hacer frente durante tanto tiempo.
La derecha política
alemana y sus grupos de poder económico se empecinan en hacer creer, y
en creerse ellos mismos, que la causa de ese peligro es el mal
comportamiento de sus socios a cuyos gobiernos tilda de manirrotos (a
pesar de que, como en España, hayan incurrido en menos incumplimientos
fiscales que la propia Alemania) y a cuyos ciudadanos acusa de haber
vivido por encima de sus posibilidades. Y esa creencia le lleva a
imponer las nuevas "reparaciones" en forma de programas de austeridad
(mal llamados de austeridad, como ya he escrito en varias ocasiones
porque solo se centran en recortar los gastos vinculados al bienestar
social para abrir la puerta a la provisión privada) que, como ocurrió
hace poco menos de un siglo, provocaron un efecto perverso del que quizá
todavía estamos pagando sus consecuencias. No podrá ser de otro modo
porque imponer el empobrecimiento y la recesión a los demás pueblos no
podrá evitar, como dijo Keynes entonces, que antes o después se produzca
la venganza. En el mejor de los casos, en forma de desintegración
europea que igualmente pagará la propia Alemania. Y en el peor, más vale
ni siquiera pensarlo.
Juan Torres López (www.juantorreslopez.com), catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla.
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