Como antes de la crisis, con más vigor
si cabe, el centro de buena parte del debate académico y político se
sitúa en las cuentas públicas (además del mercado de trabajo), o, para
ser más precisos, en los desequilibrios financieros públicos, como si su
existencia estuviera en el origen, fuera la causa principal de la
actual crisis económica y la restricción más importante para salir de
ella.
Y es en ese contexto donde se proponen y
se imponen las “políticas de austeridad” sobre las finanzas públicas.
¿Quién alzaría la voz en contra del uso racional (razonable) de los
recursos? Ser austeros, evitar el despilfarro debería formar parte de
nuestro código moral más íntimo, permanente e inexpugnable; más aún en
los tiempos de zozobra y angustia que nos ha tocado vivir. Quizá por esa
razón sea imposible encontrar un vocablo más usado (y también más
desgastado) que el de “austeridad”. De modo que aplicar políticas con
ese formato sería equivalente a actuar con racionalidad económica.
Antes de entrar en las consecuencias de
estas políticas, las inmediatas y las de mayor recorrido, conviene
detenerse un momento en reflexionar sobre lo que muy bien cabría
denominar como paradojas y contradicciones de la referidas políticas de
austeridad. Resulta evidente que el problema de la austeridad desborda
ampliamente el territorio de las finanzas públicas y cobra todo su
sentido cuando se refiere -como la propia crisis y las políticas
llevadas a cabo en estos últimos años han puesto de manifiesto-, al
despilfarro presente en el sector privado, muy especialmente en la
esfera financiera con un perfil más especulativo.
¿El vertiginoso crecimiento del
endeudamiento y de la especulación financiera no aconsejaba la
aplicación de políticas prudentes, austeras? ¿por qué razón no se
llevaron a cabo? Para responder a este interrogante, cuestión clave para
orientar adecuadamente el análisis, hay que poner rostro a los
mercados, a los grupos que, por su capacidad para influir en su
configuración y hacer valer sus intereses, se han enriquecido en mayor
medida con los procesos de financiarización. Pero parece obvio que en
aquellos años la austeridad no estaba en la agenda; las ganancias que se
podían obtener del despilfarro eran demasiado importantes y los grupos
ganadores, lejos de sentirse inclinados a practicar la austeridad,
demandaban e imponían políticas permisivas, con un marcado signo
despilfarrador.
El aumento del endeudamiento y el
surgimiento de las burbujas han constituido un formidable negocio, sobre
todo para bancos, grandes empresas y fortunas y operadores financieros.
La generalización de la deuda ha sido asimismo una piedra angular de
las políticas de contención salarial practicadas a lo largo de las
últimas décadas, al tiempo que ha permitido expandir el consumo y
aumentar los beneficios empresariales.
La preocupación por la austeridad
también ha brillado por su ausencia en lo relativo a los cuantiosos
recursos proporcionados por las administraciones públicas para salvar a
los bancos o para suministrarles liquidez en condiciones ventajosas.
Tampoco se aprecia esa preocupación a la hora de controlar o supervisar
las remuneraciones de los altos directivos de las empresas y los pagos a
los grandes accionistas, o las fortunas millonarias que alimentan los
mercados especulativos, fuente principal de despilfarro y de destrucción
de riqueza, donde se obtienen enormes beneficios.
Por no hablar de otras vertientes de la
austeridad, como la ecológica, decisiva para la sostenibilidad de los
procesos económicos. Esta perspectiva ha estado simplemente fuera de la
agenda, más allá de las protocolarias y descorazonadoras “cumbres
climáticas”; en este ámbito impera y se promueve el mayor de los
despilfarros, de nuevo asociado a la malla de intereses que se
benefician de esta deriva.
¿Qué cabe decir sobre las consecuencias
de los recortes llevados a cabo por los gobiernos? No queremos
referirnos sólo a las medidas adoptadas recientemente por el del Partido
Popular (en clamorosa contradicción con lo predicado en la campaña
electoral), sino avanzar una reflexión más general pues responsables
políticos de diferente perfil ideológico parecen compartir buena parte
de la matriz básica de estas políticas.
Una primera cuestión a destacar, quizá
la más importante a corto plazo, es que en lugar de abrir un escenario
de salida, pueden agravar la crisis económica, precipitando a las
economías europeas en una duradera recesión. En un contexto dominado por
la existencia de severas restricciones de crédito, por el aún excesivo
apalancamiento de familias y empresas, por un consumo privado débil y
unas sombrías expectativas al respecto de la evolución futura de la
demanda privada, la reducción del gasto público tiene un efecto
contractivo sobre el conjunto de la actividad económica.
Además, la implementación sincronizada
de estas políticas, exigidas desde Alemania y las instituciones
comunitarias refuerza un factor añadido de vulnerabilidad, pues hace
depender en mayor medida a las economías de su sector exportador en el
que las ganancias de unos, los excedentes comerciales, son
necesariamente las pérdidas de otros, los déficits. Precisamente, esas
asimetrías comerciales, reflejo de las notables disparidades productivas
y tecnológicas que han caracterizado el proceso de integración
comunitario, han estado en el origen mismo de la crisis y ayudan a
explicar la desigual capacidad de respuesta de unos y otros países. Así
pues, el mantenimiento o la intensificación de esas asimetrías supone
reproducir –en una situación ciertamente crítica- los vicios
estructurales de las economías.
En ese escenario –pesimista y, al mismo
tiempo, realista-, se agravarán problemas que ya revisten una gran
importancia, como el desempleo, el trabajo precario, la desigualdad y la
pobreza. Ésta es una de las razones para defender la necesidad de
ampliar e intensificar las políticas de estímulos; y también para apelar
a una decidida intervención estratégica del sector público en los
ámbitos social y productivo. Perseverar en las políticas de recorte
genera un círculo perverso que, lejos de ayudar a la recuperación de la
economía, agrava el ciclo recesivo, lo que incide de manera negativa
sobre las finanzas públicas, que quedan aún más expuestas a los avatares
de los mercados financieros. Convertir la corrección de los
desequilibrios presupuestarios en un objetivo “per se” y acometer
políticas de reducción del gasto productivo y social público, lejos de
reforzar la capacidad de crecimiento potencial de las economías, la
deteriora.
Siendo todo ello muy importante, sobre
todo para los grupos de población peor posicionados en la pirámide
social, cabe una reflexión más amplia, que va mucho más allá de la
actual coyuntura. Tras las políticas de ajuste fiscal y la erosión del
sector público social –denominadas con el eufemismo de políticas de
austeridad- se vislumbra una estrategia de muy largo alcance consistente
en someter la amplia y creciente esfera social pública a los
imperativos del mercado, ignorando, o quizás a sabiendas de que éste no
los provee ni en cantidad ni en calidad suficiente, ni tampoco los
asigna con los criterios de equidad precisos.
Las políticas públicas que están siendo
objeto de mayores recortes son piezas básicas del bienestar de la
población. La cohesión social alude a un proceso multidimensional, cuyos
perímetros se sitúan más allá de la frontera del mercado, que se
extiende, entre otras cuestiones, a la igualdad de género, el acceso a
la salud y la educación, la inclusión de las minorías y los procesos
participativos. No olvidemos, tampoco los economistas, que en torno a
los espacios sociales públicos se generan derechos y capacidades cuyo
despliegue hace que la vida de las personas sea digna y creativa. El
debilitamiento del sector público amplía una fractura social que no es
nueva en Europa –de hecho, esa fractura se ha ido materializando a lo
largo de las últimas décadas-, pero alcanzaría unas proporciones
desconocidas y difícilmente reversibles.
Al postular la supuesta ineficiencia de
lo público, se pretende en realidad reducir al mínimo la intervención
del Estado, la cantidad de recursos que movilizan y redistribuyen, y
aplicar criterios de mercado en las decisiones públicas. Pero proceder
de esta manera es incompatible con mantener y mucho menos fortalecer la
función redistributiva que las administraciones públicas realizan a
través de los impuestos y los programas de gasto.
En resumen, la crisis y la manera en
como se está gestionando la misma están favoreciendo una profunda
reorganización de las relaciones de poder; reorganización de la que
forma parte el debilitamiento y deslegitimación de lo público. La toma
al asalto de los estados de bienestar, las privatizaciones masivas, la
apropiación de una parte creciente del ingreso y la riqueza por parte de
los grupos mejor posicionados en la estructura social, el
debilitamiento o la marginación de las instituciones, el creciente
protagonismo de los lobbies empresariales y financieros forman parte del panorama estructural que está emergiendo.
No queremos dar por concluida esta
declaración sin realizar tres últimas consideraciones sobre la “amenaza”
del déficit público. La primera es que su viabilidad y gestión no se
puede plantear al margen de las reformas institucionales necesarias en
la Unión Europea encaminadas a la creación de un verdadero tesoro
europeo con capacidad y con voluntad política para respaldar las deudas
soberanas. La existencia de ese mecanismo institucional, al que
sistemáticamente se oponen las autoridades alemanas, no sólo reduciría
de manera sustancial las presiones especulativas sobre las deudas
soberanas, sino que al mismo tiempo proporcionaría el margen de maniobra
necesario para la realización de un amplio y profundo paquete de
reformas estructurales en los modelos productivos, energéticos, urbanos e
institucionales encaminados a un proceso de creación de riqueza
equitativo y sostenible.
Precisemos con la segunda de las
consideraciones que en los prolegómenos de la crisis las cuentas
públicas se encontraban relativamente saneadas. El aumento de las
posiciones deficitarias ha sido sobre todo el resultado de la propia
crisis, más que su desencadenante. La caída del crecimiento ha mermado
la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas; en paralelo,
éstas han canalizado cantidades enormes de recursos a las instituciones
financieras con el propósito de evitar un crack generalizado,
con el argumento de los grandes bancos son demasiado importantes para
dejarles quebrar, y restablecer los circuitos de crédito, severamente
dañados por la crisis. Pues bien, apenas se han aplicado controles o se
han exigido contrapartidas para impedir que estos recursos se utilicen
en beneficio de directivos, consejeros y accionistas, o, más lacerante
aún, se utilicen para especular contra las deudas soberanas.
En tercer y último lugar, existen
capacidades financieras que podrían utilizarse para aliviar el déficit
público y, más relevante aún, para movilizar recursos al servicio de una
nueva estrategia productiva, social y medioambiental sin merma en los
derechos ciudadanos. Dichas capacidades se encuentran en una mayor
progresividad fiscal, en la persecución de las bolsas de fraude y en el
gravamen de las transacciones especulativas.
EconoNuestra
No hay comentarios:
Publicar un comentario