“Cuanto peor, mejor” se ha convertido en la
máxima del nuevo gobierno. Parece que los ministros han leído
atentamente el libro de Naomi Klein La doctrina del shock.
Insistir en lo mal que están las cosas permite tomar medidas
extraordinarias. Esta maniobra es clara en el caso de la reforma
laboral. El PP ha venido repitiendo que el paro irá en aumento lo que
obliga a hacer una reforma de gran calado y acabar dando todo el poder a
las empresas. La nueva reforma coloca a las empresas como juez, siendo
parte interesada, de las condiciones laborales. Decidirán en cada
momento el salario, la duración de la jornada y las funciones de sus
trabajadores, pasando por encima de los convenios colectivos, aun sin
entrar en pérdidas.
Reducir el salario de los trabajadores sin duda aumentará los
beneficios empresariales, considerados como lo más importante para el
crecimiento, pero no se establecen los mecanismos para que dichos
beneficios se inviertan en generar empleo. ¿Quién asegura que los
beneficios no se repartirán entre pocos accionistas o acabarán en la
Bolsa? Mientras las apuestas bursátiles supongan más beneficios que la
inversión productiva, las empresas e inversores preferirán el mercado
financiero. No hay ninguna iniciativa seria por parte del gobierno ni de
la Comisión Europea para regular y gravar el mercado financiero, lo
cual es un factor esencial para desarrollar la economía productiva. Por
otro lado, una reforma que favorece la desprotección, la alta rotación
entre paro y empleo, y la pérdida de capacidad de negociación no tardará
en tener como resultado una caída de los salarios, que las empresas
celebrarán, pero que hará caer aún más la demanda, la actividad
económica y, de nuevo, el empleo.
El poder dado a las empresas obvia, además, la relación causal entre
su poca transparencia y la crisis. La adaptación de los salarios a los
beneficios de las empresas pasa por alto la llamada ingeniería contable:
si no hay un control sobre la desviación de fondos y un tope salarial
para dueños y altos directivos, es en extremo sencillo presentar unas
cuentas que demuestren reducción de beneficios. Basta con subirse el
sueldo o las dietas, crear divisiones empresariales internas o falsear
directamente las cuentas. El antiguo presidente de la patronal, ahora en proceso judicial, bien lo sabe. El yerno del rey también lo sabe. Y lo saben las grandes empresas, culpables de más del 71 % de la evasión fiscal que se comete en el país.
Si de verdad se tratara de reconciliar los intereses de las empresas y
los trabajadores también se podrían ligar los salarios a los beneficios
de las empresas cuando crezcan; pero esta fórmula, curiosamente, no se
les ha ocurrido.
La reforma se excusa en que el principal problema de las PYMEs, que
crean el 80 % del empleo, es la rigidez laboral. Sin embargo, lo que
afecta a las PYMEs es la reducción de demanda y la ausencia de crédito.
Respecto al crédito, los bancos están recibiendo dinero público a
espuertas que destinan a pagar sus propias deudas u obtener beneficios
en la compra de deuda pública; por lo tanto, lo que las pequeñas y
medianas empresas necesitarían es una red de cooperativas de crédito
éticas que aseguren liquidez. Respecto a la reducción de la demanda, a
las PYMEs les perjudican los salarios bajos y la contracción de gasto
público, porque reduce el consumo, y el hecho de que a partir de ahora
sea más barato despedir no soluciona el actual problema de que no hay
demanda: necesitan que la población acceda a renta. Enfrentar a pequeños
empresarios y trabajadores es una estrategia para dividir a los de
abajo, a los que están sufriendo la crisis, mientras el 1% se dedica a
recomponer sus balances contables.
En realidad la excusa de la supuesta rigidez laboral, que nadie ha
podido justificar ni empíricamente ni comparándola con otros regímenes
de protección europeos, es la ocasión perfecta para acabar con una de
las bestias negras de los empresarios españoles: el convenio sectorial.
En la misma línea del resto de los argumentos de la reforma, la
negociación de los convenios colectivos a escala de sector se
presentaba, precisamente, como un lastre para las pequeñas empresas.
Desde otro punto de vista, ésta era precisamente una de las pocas formas
que tenían los trabajadores de las pequeñas empresas para gozar de
mecanismos de protección fijados por los trabajadores de las empresas
más grandes, con mayor peso sindical y con mayor capacidad de
negociación. Dado el peso de las pequeñas empresas en la estructura de
empleo actual, los convenios a escalas más pequeñas, en una situación de
elevadas tasas de paro, que dificultan la recuperación de la fuerza de
negociación, equivale a sentar las bases de una desprotección laboral
generalizada en la próxima década.
Más allá del golpe contra la fuerza de negociación de los
trabajadores y al aumento de la precariedad, la reforma laboral es una
medida con un fuerte sentido político. Recordemos que el pequeño
empresario es, en la mayor parte de los casos, un trabajador subordinado
a las grandes empresas mediante la subcontratación, que además asume
sus propios costes de protección social y recibe directamente las
presiones mercantiles de la competencia a través del mercado de crédito.
Dicho de otra forma, puede que los autónomos y pequeños empresarios “no
tengan jefes” pero dependen de las decisiones de sus clientes y, sobre
todo, de los bancos. Por supuesto, la extensión de estas figuras
laborales tiene que ver con un manto ideológico en el que el emprendedor
aparece como una especie de héroe del capitalismo avanzado que
contrasta agudamente con su precaria posición ante los vaivenes de la
economía financiera. El movimiento de fulminación de los convenios
sectoriales consiste, desde este punto de vista, en intentar
contrarrestar la fuerte inseguridad que produce el emprendimiento
mediante la puesta a disposición de los pequeños empresarios de
trabajadores baratos y sin capacidad de negociación. El sentido político
es doble, de forma inmediata se intenta ganar el apoyo de los autónomos
y pequeños empresarios a las políticas del PP y, a nivel general, se
abre una brecha de diferenciación social entre los autónomos y pequeños
empresarios, que no son sino precarios con capacidad de contratar, y
sus, cada vez más indefensos trabajadores, por lo demás, también
precarios.
El otro gran argumento de peso para legitimar la reforma laboral es
que el abaratamiento del despido acabará con el mercado dual de trabajo.
Es cierto que vivimos en un mercado laboral bipolar: por un lado,
aquellos trabajadores con contrato indefinido y derechos adquiridos y,
por el otro, los trabajadores con contratos temporales, cuya
concatenación legal hace que los demás derechos se vean muy debilitados.
Para las empresas, los contratos temporales siempre serán mejores que
los indefinidos, sea cual sea el coste de despido, porque los temporales
no tienen coste de despido: se acaba la obra y servicio y el trabajador
se va a la calle. Disminuir el costo del despido del contrato
indefinido sólo reduce los derechos de los que lo consiguen, pero no
incentiva que las empresas aumenten ese tipo de contratación. Y menos
dando más competencias a las ETTs. Basta con “no renovar” para castigar
quejas, embarazos, rechazo a horas extras, seguimiento de huelgas, etc.
Si las líneas productivas tienen picos y valles en la necesidad de
trabajadores, habría que crear nuevos derechos para los intermitentes,
no intentar combatir la temporalidad con medidas ineficaces. La subida
del paro en 2009, que pasó del 12% al 20% en pocos meses se produjo a
partir de un descenso similar en la tasa de temporalidad, es decir, una
buena parte de los trabajadores temporales se fue de manera automática,
sin mediar despido, al paro.
Las estrategias de reabsorción del desempleo apuestan claramente por
la multiplicación de las formas degradadas de trabajo. Los contratos de
formación se alargan hasta los treinta años, los part-time
pueden hacer horas extraordinarias y se imponen trabajos “comunitarios”
para los desempleados. Esta política se orienta en la dirección de una
sociedad de plena actividad, sin que se pueda hablar de pleno empleo. La
mentira de que sólo es posible una integración social por medio de un
salario (cada vez más difícil de conseguir) sólo retrasa lo obvio: una
nueva vinculación entre ciudadanía, derechos y renta, que permita la
movilidad y la producción. ¿Acaso no realizamos ya labores sin
retribución salarial que son indispensables? ¿Serían posibles los
beneficios empresariales sin una gran cantidad de trabajo no pagado?
Estas preguntas remiten a la cuestión de cómo se genera la riqueza en el momento actual.
El problema estructural de la economía española no es su mercado
laboral, sino su especialización, animada por la Unión Europea, en la
construcción y el turismo. El problema estructural de la economía
mundial es la hegemonía de las finanzas, su lucro especulativo y su
amnistía fiscal. El poder adquisitivo de los salarios lleva años en
descenso, pero el crédito asociado a la burbuja inmobiliaria escondió
los problemas. Mientras no se enfrenten estos problemas sino que se
intente aumentar la competitividad a través de la devaluación de
salarios, del empobrecimiento de la población, sólo nos queda igualarnos
“por abajo” a los países de bajos costes laborales y competir por las
migajas de una riqueza concentrada en pocas manos. Recordemos que en
España unas 1.400 personas controlan los recursos equivalentes al 80,5% del PIB.
Que la gente pueda acceder a renta para estimular la demanda depende
de mejores salarios y de una fiscalidad que asegure el reparto de la
abundante riqueza. Que el crédito circule depende de una banca pública y
ética que sea capaz de dar seguridad a las pequeñas empresas y
autónomos. Pero si no queremos que las burbujas se repitan, si queremos
construir un modelo económico justo y sostenible, ambas cuestiones
deberán ir acompañadas de un debate para qué y cómo se debe producir.
Madrilonia.org
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