La eclosión de la crisis económica, su carácter estructural,
parecía que abría una oportunidad a la crítica en profundidad de las
estrategias de crecimiento adoptadas, crítica que podría alcanzar a los
fundamentos mismos del sistema capitalista. Ha pasado el tiempo, en algunos
aspectos, la crisis se ha agravado y los escenarios que se perfilan para el
futuro inmediato no pueden ser más pesimistas. Sin embargo, paradójicamente,
las teorías y las políticas más ortodoxas y convencionales han recuperado el
pulso (si es que alguna vez lo habían perdido). Una prueba de ello es que , como
antes de la crisis, como si nada hubiera acontecido, con más vigor si cabe, el
centro de buena parte del debate académico y político se sitúa en las cuentas
públicas (además del mercado de trabajo), o, para ser más precisos, en los
desequilibrios financieros públicos, como si su existencia estuviera en el
origen, fuera la causa principal de la actual crisis económica y la restricción
más importante para salir de ella.
Y es en ese contexto donde se proponen y se imponen
las políticas de austeridad sobre las finanzas públicas. Aplicar recortes se ha
convertido en la quintaesencia de las políticas económicas, las cuales se
plantean como un imperativo, no sólo de los mercados sino también de la razón. Buena
parte de la trama argumental se sostiene en diferentes axiomas, evidentes para
quienes los formulan, aunque no siempre se hacen explícitos, que se quieren
hacer pasar por irrefutables, y que, sin embargo, deben ser discutidos. Nos
centraremos en dos de los más relevantes.
Enunciado número 1: “Hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades; por ello ahora toca hacer un
esfuerzo colectivo, mancomunado, de austeridad”. Este mensaje, tan simple, tan
cómodo, tan reiterado, tan lleno de lógica intuitiva… tan tramposo y equívoco
se ha convertido en el abc, en el pan nuestro de cada día de los responsables
políticos y económicos. Para nosotros, sin embargo, está cargado de imprecisión
al eliminar de un plumazo las diferencias sociales, como si el conjunto de la
ciudadanía hubiera tenido la misma capacidad de acudir al endeudamiento o de
capturar las rentas generadas por las diferentes burbujas. Reconociendo que han
sido muchas las familias trabajadoras que han sustentado en parte sus niveles
de consumo en el acceso al crédito en condiciones aparentemente ventajosas, no cabe
omitir que el aumento del endeudamiento y el surgimiento de las burbujas han
constituido un formidable negocio, sobre todo para bancos, grandes empresas y fortunas
y operadores financieros. La generalización de la deuda ha sido asimismo una
piedra angular de las políticas de contención salarial practicadas a lo largo
de las últimas décadas, al tiempo que ha permitido expandir el consumo y
aumentar los beneficios empresariales.
En la afirmación “hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades” se desliza, además, de manera
interesada que “todos” somos corresponsables de la crisis, quedando así
sepultada una explicación más profunda, menos complaciente, de sus causas;
precisamente aquellas que, situadas en las antípodas del “todos”, enfatizan las
diferencias, las jerarquías y las desigualdades como elementos centrales de una
interpretación estructural y sistémica de la crisis.
El segundo de los supuestos
consiste en asociar austeridad y rigor fiscal, afirmación que supone un paso
más en la ceremonia de la confusión reinante. Resulta evidente que la problemática
de la austeridad desborda ampliamente el territorio de las finanzas públicas
(sin entrar ahora en la cuestión de la pertinencia de las estrategias de ahorro
presupuestario) y cobra todo su sentido cuando se refiere -como la propia
crisis y las políticas llevadas a cabo en estos últimos años han puesto de
manifiesto-, al despilfarro presente en el sector privado, muy especialmente en
la esfera financiera con un perfil más especulativo.
¿El vertiginoso crecimiento
del endeudamiento y de la especulación financiera no aconsejaba la aplicación
de políticas prudentes, austeras? ¿por qué razón no se llevaron a cabo? Para
responder a este interrogante, cuestión clave para orientar adecuadamente el
análisis, hay que poner rostro a los mercados, a los grupos que, por su
capacidad para influir en su configuración y hacer valer sus intereses, se han
enriquecido en mayor medida con los procesos de financiarización. Pero parece
obvio que en aquellos años la austeridad no estaba en la agenda; las ganancias
que se podían obtener del despilfarro eran demasiado importantes y los grupos
ganadores, lejos de sentirse inclinados a practicar la austeridad, demandaban e
imponían políticas permisivas, con un marcado signo despilfarrador.
La preocupación por la
austeridad también ha brillado por su ausencia en lo relativo a los cuantiosos
recursos proporcionados por las administraciones públicas para salvar a los
bancos o para suministrarles de liquidez en condiciones ventajosas. Tampoco se
aprecia esa preocupación a la hora de controlar o supervisar las remuneraciones
de los altos directivos de las empresas y los pagos a los grandes accionistas,
o las fortunas millonarias que alimentan los mercados especulativos, fuente
principal de despilfarro y de destrucción de riqueza, donde se obtienen enormes
beneficios.
Por no hablar de otras
vertientes de la austeridad, como la ecológica, decisiva para la sostenibilidad
de los procesos económicos. Esta perspectiva ha estado simplemente fuera de la
agenda, más allá de las protocolarias y descorazonadoras “cumbres climáticas”;
en este ámbito impera y se promueve el mayor de los despilfarros, de nuevo
asociado a la malla de intereses que se benefician de esta deriva.
Frente a estos “otros
despilfarros”, en los prolegómenos de la crisis las cuentas públicas se
encontraban relativamente saneadas, no en vano desde comienzos de los años
ochenta del pasado siglo, cuando se firmó el Tratado de Maastricht, y después,
con la introducción del euro, los gobiernos europeos han centrado sus esfuerzos
en la corrección de los desequilibrios macroeconómicos. En España incluso se
había alcanzado –se había forzado, en realidad- el superávit.
Conviene aclarar, en fin que
el aumento de las posiciones deficitarias ha sido sobre todo el resultado de la
propia crisis, más que su desencadenante. La caída del crecimiento ha mermado
la capacidad recaudatoria de las administraciones públicas; en paralelo, éstas
han canalizado cantidades enormes de recursos a las instituciones financieras
con el propósito de evitar un crack
generalizado, con el argumento de los grandes bancos son demasiado importantes
para dejarles quebrar, y restablecer los circuitos de crédito, severamente
dañados por la crisis. Pues bien, apenas se han aplicado controles o se han
exigido contrapartidas para impedir que estos recursos se utilicen en beneficio
de directivos, consejeros y accionistas, o, más lacerante aún, se utilicen para
especular contra las deudas soberanas.
De todo lo anterior se
deduce que en el corazón de las políticas de austeridad se oculta (o no se
formula de manera explícita) un planteamiento sesgado y apriorístico que no
debe pasarse por alto, que no está tan determinado por las urgencias derivadas
de una situación de emergencia como por un conjunto de postulados y axiomas que
se presentan como incuestionables y que, lejos de ello, deben colocarse en el
centro del debate
Fernando Luengo es profesor
de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, Investigador del
Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro de econoNuestra.
Sin Permiso
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