El debate sobre la reforma de la Constitución ha relegado a un
segundo plano de la actualidad la última vuelta de tuerca del Gobierno
al mercado laboral, en esa carrera sin fin por podar los derechos de
los trabajadores. “El Gobierno prefiere un trabajador temporal a un
parado”, ha intentado justificarse el ministro de Trabajo. Lo malo de
ir envejeciendo es que las cosas resultan monótonamente aburridas, aun
las más trágicas. Hace ya casi treinta años -en 1984- que el gobierno
de Felipe González, al grito de más vale un contrato precario que
ninguno, modificaba el Estatuto de los Trabajadores y generalizaba la temporalidad en las relaciones laborales.
De aquellos polvos han venido estos lodos porque, como era de
esperar, la temporalidad se hizo endémica en nuestro país. En cinco años
el porcentaje pasó del 15 al 40%. No es que de la nada se creasen contratos precarios,
sino que muchos de los contratos fijos, que en cualquier caso se
hubiesen firmado, se terminaron formalizando como temporales. A lo largo
de todos estos años, con altibajos y de acuerdo con el momento del
ciclo, el porcentaje de precariedad se ha situado en España alrededor
del 30%, cuando en Europa como media no sube del 14%. El resultado no
podía ser más que uno, que en los momentos de crisis las empresas
trasladasen de inmediato el coste a los trabajadores, disparándose en
consecuencia las tasas de desempleo.
Paradójicamente, esta enorme tasa de precariedad se ha utilizado de
excusa para abaratar el despido de los contratos indefinidos. Aduciendo
la dualidad existente en el mercado laboral se ha ido, reforma tras
reforma, reduciendo la indemnización que los empresarios tienen que
pagar, bien ampliando las condiciones necesarias para que el despido sea
objetivo, bien facilitando el improcedente y reduciendo sus cuantías.
El argumento ha sido el mismo en todos los casos. Con hipocresía, se
partía de la falta de equidad que suponían las diferencias entre
aquellos que tenían un contrato indefinido con respecto a otros que lo
tenían precario para proponer la homogenización progresiva; eso sí,
acercando los indefinidos a los temporales. Una vez más, se pretende
dividir a los trabajadores, y en el colmo del cinismo algunos han
llegado a afirmar que la culpa del paro la tienen los sindicatos y los
que cuentan con un contrato indefinido, que se resisten a abaratar el
despido.
Sobre este armazón dialéctico se ha forjado la última reforma laboral
(en realidad la penúltima), una de las más duras que se han aprobado,
dejando totalmente abiertas las causas objetivas en los expedientes de
regulación de empleo, reduciendo de manera drástica las indemnizaciones
y, por si eso fuera poco, subvencionando el despido. En un país con
cinco millones de parados no parece que sea precisamente el despido lo
que haya que subvencionar. Y todo ello bajo la bandera de que así los
empresarios formalizarían contratos indefinidos y se reduciría el paro.
Es evidente que las medidas tomadas no han servido para nada,
excepto para que las empresas puedan despedir con mayor facilidad y
menor coste. Pero es que, además, ha bastado que transcurriesen tan solo
unos meses para que el discurso cambie de manera radical. Ahora, los
que justificaban todo en aras de unificar la contratación laboral y,
según decían, para que se redujese la temporalidad, vuelven a
promocionarla al grito de que el Gobierno prefiere un trabajador
temporal a un parado y con esa consigna permiten que los contratos
temporales se encadenen indefinidamente, al tiempo que crean, además, un
nuevo contrato basura, el de formación, que puede aplicarse hasta los
treinta años. A este paso, el aprendizaje va a llegar hasta la edad de jubilación.
Contrato que, por cierto, de nuevo, subvenciona el Estado, mediante la
rebaja o la supresión de las cotizaciones sociales. Es curioso que
cuando se está situando la reducción del déficit público como principal
finalidad de la economía y en función de este objetivo se acometen los
recortes más radicales en el gasto, el Gobierno esté dispuesto a
subvencionar a las empresas tanto cuando despiden como cuando contratan.
La mayor parte de las llamadas políticas activas de empleo se reduce a
bonificaciones a los empresarios. Su impacto sobre el empleo es casi
nulo. Las empresas contratarán tan solo en función de la demanda
esperada. Eso sí, una vez decidido que van a contratar a un trabajador,
procurarán escoger el tipo de contrato que les resulte más económico.
La ayuda estatal no incrementará el empleo pero lo que sí es muy
posible es que acabe orientando la contratación hacia uno u otro tipo
de trabajadores. Y aquí es donde no está demasiado claro por qué es
preferible contratar a un joven que acaba de salir de la Universidad que
a un trabajador con cargas familiares y que lleva largo tiempo
desempleado. Tratándose de paro, todas las situaciones son dramáticas.
Juan Francisco Martín Seco. Attac
República de las Ideas
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