Quién nos iba a decir que nuestra economía y nuestras vidas estarían
dependerían de lo que dijesen los hombres del maletín, los cuervos del
Fondo Monetario Internacional (FMI). Cualquiera que haya pasado por el
700 de la 19 th Street de Washington sabe de la mediocridad técnica y de
la mucha soberbia que los caracteriza. Desde 1971, año en el que
desapareció el Sistema Monetario Internacional creado en Bretton Woods y
en el que, por tanto, el FMI dejó
de tener sentido, este se convirtió tan solo en un instrumento del
capital y de los acreedores internacionales en su intento de que los
deudores, en su mayoría países subdesarrollados, hiciesen frente a sus
créditos aun cuando fuese a costa de sumir a las poblaciones en el
sufrimiento y en la miseria.
A lo largo de todos estos años, el FMI ha funcionado como fuente de
financiación de aquellos países en vías de desarrollo que tuvieran
necesidad de divisas por dificultades en sus balanzas de pagos; ahora
bien, esta ayuda no se percibía de manera gratuita, sino condicionada al
precio de amoldar las políticas económicas nacionales a lo que se
denominó el consenso de Washington. Las consecuencias resultaron a
menudo desastrosas. Cortaban la posibilidad de desarrollo a medio plazo y
disminuían el nivel de vida de la mayoría de la población, excepto el
de los ricos, quienes veían incrementarse considerablemente las
posibilidades de evadir capitales gracias a la liberalización de los
controles cambiarios que el propio Fondo imponía. Se creaba así una
especie de círculo vicioso, de modo que el dinero evadido volvía en
forma de préstamo, y los intereses de los créditos y las nuevas
evasiones que permitían las medidas liberalizadoras hacían necesaria la
concesión de nuevos préstamos.
Los países en vías de desarrollo han ido tomando poco a poco
conciencia de que las ayudas del FMI, lejos de solucionar sus problemas,
los hundían más y más en el abismo y que sus préstamos únicamente
servían para pagar a las entidades financieras internacionales. Al mismo
tiempo, se generaban revueltas y protestas en las poblaciones, al
someterlas a durísimos ajustes imposibles de soportar. Por otra parte,
se fueron percatando de la verdad que se encierra en ese chascarrillo
popular de que si uno debe un millón a un banco tiene un problema, pero
si le debe 1.000 millones, el problema lo tiene el banco. Se dieron
cuenta, en consecuencia, de que su problema era también el problema de
los acreedores internacionales; de manera que decidieron negociar
directamente con estos y despedir al FMI.
El FMI, por segunda vez, se encontró sin cometido. En este caso, sin
clientes. Llegó un momento en que su único deudor era Turquía, así que
se vio en la obligación de realizar un ajuste de plantilla. La
institución que tantas regulaciones laborales había aconsejado, no tuvo
más remedio que aplicarse su propia receta. Eso sí, de forma generosa, a
base de bajas incentivadas y de manera voluntaria.
Lo irónico es que, poco después, estalla la crisis económica internacional y, contra todo pronóstico, el G-20
recurre al FMI, lo resucita y decide darle un papel protagonista en la
lucha contra la crisis. La decisión era a todas luces ilógica ya que
significaba poner al lobo a cuidar el rebaño. Las políticas que venía
recomendando el Fondo eran en buena medida las causantes de la crisis y
resultaba imposible que esta institución pueda diseñar políticas
totalmente antitéticas que son las que realmente se precisan. Lo cierto
es que, como el Ave Fénix, el FMI resurgió de sus cenizas.
Las dificultades en que se debate la Eurozona han venido a potenciar
aún más el papel del FMI. Arrastrados por Alemania, los países europeos,
en una actitud suicida, han asumido el dogmatismo antidéficit más
cerril. Merkel presiona y consigue imponer ajustes durísimos a aquellos
países que, a causa de la Unión Monetaria (UM), habíamos acumulado un
fuerte endeudamiento exterior: Grecia, Portugal, España e Irlanda. El
Gobierno alemán exigió, además, la entrada como cancerbero del FMI para
asegurar que todos los países cumplieran las reglas de la ortodoxia. Se
produce así una curiosa paradoja, mientras que los países del Tercer
Mundo se libran de la tiranía del FMI, los países europeos se han puesto
bajo su manto para secundar sus consignas depredadoras.
Y aquí tenemos a los hombres del maletín -enfundados en trajes caros,
como afirma Krugman-, dispuestos a decirnos lo que tenemos y lo que no
tenemos que hacer. Por supuesto, siempre en la misma línea de
austeridad, austeridad, eso sí, dirigida a las capas más desfavorecidas
de la población. Por ello proponen subir los impuestos indirectos (IVA,
Impuestos Especiales), pero ni una alusión a la imposición directa, a la
tributación de las sociedades, al gravamen sobre el capital o al fraude
fiscal. Recomiendan bajar el sueldo de los empleados públicos,
retribuciones bastante míseras y muy alejadas de las que cobran los
hombres del maletín, que en realidad no poseen otro mérito aparte del de
haber sido recomendados por las oligarquías políticas y económicas de
sus propios países.
Las misiones del FMI se han realizado siempre con bastante
desconocimiento de los países visitados. En la práctica, sus informes se
basan en un catecismo neoliberal y en las noticias tendenciosas que les
proporcionan los grupos de poder a los que consultan. La mayoría de las
veces se realizan al dictado de los intereses económicos locales y sus
recomendaciones recogen las pretensiones de las fuerzas políticas y
económicas. No deja de resultar curioso que las exigencias del Fondo en
estos momentos coincidan con las peticiones que venían realizando dentro
y fuera de España algunos medios y estamentos interesados. Ahora en
Europa como antes en América Latina, sus informes constituyen coartadas
para introducir en la sociedad aquellas medidas que los ciudadanos nunca
aceptarían de otra manera. Esto es lo que nos ha traído la UM, la
renuncia a la democracia y la dictadura de los hombres del maletín.
Juan Fco Martín Seco
Republica.com
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