I
La crisis de Bankia, como a su escala lo fue la de Lehman Brothers,
representa un importante salto cuantitativo en nuestra particular crisis
local. El plan de salvación diseñado por el Gobierno aumenta en un
17,5% la ayuda pública al sector financiero (avales, compra de activos y
ayudas directas) y supone más de la mitad de todas las ayudas directas
realizadas hasta ahora al sector bancario. Representa nada menos que la
quiebra encubierta de la tercera entidad financiera del país. Y, al
poner al descubierto el entramado contable con el que se había sostenido
la ficción de la solidez de la banca española, obliga a ponerse en
alerta sobre el conjunto del sistema. Al fin y al cabo, las auditoras
que habían certificado su salud y la inspección del Banco de España y de
la Comisión Nacional del Mercado de Valores que las había dado por
buenas, son las mismas entidades que han supervisado todo el sistema. No
hay ninguna seguridad en cuanto a que también hayan fallado en otros
casos. Más que un fracaso local, el crac de Bankia constituye un fracaso
sistémico del modelo de regulación financiera.
II
El caso de Bankia es ejemplar no sólo por su magnitud, sino también
por el proceso al que se ha llegado. El conglomerado Bankia-Banco de
Finanzas y Ahorro se constituyó como parte del saneamiento del sistema
financiero español (y también, en parte, con la voluntad de crear un
gran grupo financiero directamente controlado por el Partido Popular).
Se sabía desde el principio que las cajas más importantes que se
plantearon la fusión (Cajamadrid y Bancaja, y su filial Banco de
Valencia) estaban entre las más endeudadas del país. Cosa por otra parte
esperable al tratarse de dos de las entidades que más habían financiado
la burbuja inmobiliaria (aunque no estaban solas; otras entidades
igualmente en apuros como Catalunya Caixa, la CAM o las cajas gallegas
habían seguido una trayectoria parecida). Cualquier regulador sensato
habría reforzado los controles y realizado una evaluación de máximo
rigor antes de favorecer una fusión que convertía al nuevo grupo en una
bomba de relojería potencial para el conjunto de la economía, y antes de
autorizarle su salida a bolsa. No parece que nada de ello se hiciera en
su momento, y ahora se descubre de repente que el agujero es cinco
veces superior al inicial (y algunos analistas piensan que se puede
duplicar); una buena muestra de la capacidad creativa de la contabilidad
en tiempos neoliberales para enmarañar la evaluación de riesgos y
situaciones empresariales. El proceso de fusión y la posterior salida a
bolsa eran dos buenos momentos para chequear en serio su salud. O hubo
una dejación de control, o simplemente se prefirió crear una entidad
suficientemente grande para no dejarla caer.
III
La historia reciente de Bankia (y de sus cajas creadoras) deja ya
muchas victimas. En primer lugar, todos aquellos que han resultado
afectados por una burbuja inmobiliaria en la que los bancos jugaron un
papel central. No sólo como financiadores de dicha burbuja sino como
creadores de la misma, al dar por buenas unas tasaciones totalmente
disparatadas sobre las que se montaba todo el sistema de crédito (en el
caso de Cajamadrid contaba directamente con su propia tasadora,
Tasamadrid, vendida a principios de este año). Unas víctimas que, cuando
no han podido pagar, han padecido el doble sufrimiento del desahucio y
la retasación a la baja de la vivienda, dejándoles una deuda impagable.
En segundo lugar, todos aquellos pequeños ahorradores que fueron
finalmente estafados con la colocación de títulos preferentes y
acciones, y que ahora ven sus inversiones convertidas en papel mojado.
Y, en tercer lugar, el conjunto de la población, que ahora deberá
soportar el impacto de la nacionalización de la deuda, nada menos que un
2% del PIB (que puede ser un 4% si al final se materializan las peores
expectativas), algo que por sí solo añade casi un 33% al plan de ajuste
de cuatro años anunciado por el Gobierno, y que se puede complicar aún
más en temas como la prima de riesgo, las nuevas exigencias de los
socios comunitarios, etc. En toda esta historia hay víctimas
individuales y colectivas.
IV
Bankia y todos los que han favorecido el proyecto son responsables de
un daño privado y de un daño colectivo. Deberían ser objeto de un
procesamiento judicial y una condena, aunque no parece que las leyes
actuales vayan a facilitarlo. Ya se sabe que los grandes delitos
económicos están mal definidos jurídicamente, son difíciles de probar y
tienden a enmarañarse en el complejo sistema procesal. De lo que no se
les debe eximir es de su responsabilidad política. Tanto a los gestores
de las cajas y los bancos quebrados como a los responsables de las
instituciones reguladoras. ¿Cómo puede explicarse que el gobernador del
Banco de España, siempre tan preocupado por denunciar los privilegios de
los trabajadores corrientes, no hiciera nada para cortar de raíz los
elevados emolumentos, los contratos blindados y las generosas dotaciones
a planes de pensiones que se autoconcedieron Rodrigo Rato y sus
muchachos? No hace más de un mes que el propio Banco de España autorizó,
con algún recorte, un nuevo plan de “bonus” para setenta altos
directivos. ¿Es que en ese momento aún estaba en la inopia?
Las víctimas, privadas y públicas, tenemos todo el derecho a abrir
todos los procesos judiciales posibles contra estos responsables. Y a
encararnos con los que tratan de encubrirlos. La nómina de responsables
es larga. En primer lugar, los consejeros y directivos de las cajas y
del nuevo grupo Bankia, y también muchas personas ligadas a los
partidos, mayoritariamente del PP, dado el poder que el mismo tenía en
varias de las regiones de las cajas de origen (Madrid, País Valencià,
Castilla-León, la Rioja, Canarias), pero no exclusivamente, como alguna
lista incompleta de consejeros que circula por la red parece indicar. En
Bankia también tenía representación el PSOE, de la mano de Virgilio
Zapatero, e Izquierda Unida, con la presencia de Antonio Moral Santín,
catedrático de Economía, y con una larga trayectoria como representante
“de izquierdas” en Cajamadrid (y durante un tiempo también en
Telemadrid). Son evidentes las relaciones de la gente del PP, y hasta
del PSOE, con los poderes financieros (varios de ellos incluyen en su
currículum haber trabajado en “prestigiosos” grupos financieros como
Goldman Sachs, Merrill Lynch, etc., incluida la presidencia de Rato en
el FMI). Pero desde la izquierda tenemos también el deber de exigir
responsabilidades de alguien que sólo podía justificar que estaba allí
para evitar los desmanes de las finanzas. Y por esto considero que Moral
Santín y el sector de Izquierda Unida que lo avaló deben asumir sus
responsabilidades. En segundo lugar, las empresas auditoras que dieron
por buenas cuentas falseadas, una situación que se repite en cada gran
crisis empresarial, al menos desde la quiebra de Enron. Y en tercer
lugar, pero de forma relevante, los responsables del Banco de España, de
la CNMV y de los gobiernos que han permitido una actuación dolosa o
insensata que al final ha generado un enorme coste social.
Todos ellos deberían pagar judicial, económica y políticamente, aunque seguramente va a ser difícil llevarlo a cabo.
V
Juzgar a los responsables es justo pero no impide el mal. Es hora de
plantear propuestas en dos sentidos: minimizar daños y exigir reformas. A
la hora de evaluar los daños hay que ser realistas —algunos son ya
inevitables—, así que de lo que se trata es de minimizar sus efectos y
hacer que sean justos. En este sentido, considero que no deben tener el
mismo nivel de protección los impositores de ahorros que los accionistas
del banco. Vale la pena subrayarlo porque ya ha ocurrido en el Banco de
Valencia: hay que impedir que con la coartada de preservar a los
accionistas se tolere una nueva variante de contabilidad creativa que
reproduzca la situación. De la misma forma que el saneamiento de las
inversiones inmobiliarias debe permitir la creación de un verdadero
parque público de vivienda que permita empezar a resolver otro de los
grandes estropicios de la gestión neoliberal.
En el campo de las reformas, es evidente que hay que plantearse una
regulación a fondo del sistema financiero. Una posibilidad es la de
construir una banca pública a partir de los restos del naufragio
(Bankia, Catalunya Caixa, etc.), pero en esto no podemos ser cautos.
Este país tiene una larguísima tradición de endilgar “muertos”
económicos al sector público que tienden a “resucitar” y ser
privatizados una vez saneados. Lo público puede ser una condición
necesaria pero no suficiente (de hecho, las cajas fallidas eran de
titularidad pública); tan importante como establecer la propiedad es
fijar los criterios y pautas de actuación de una entidad financiera
pública. Y seguramente ello requiere también un cambio profundo en toda
la regulación del sistema financiero, en el papel de la regulación
público-privada que ha constituido una parte sustancial de todo el
desastre.
La economía de la autorregulación financiera y las instituciones
dirigidas por expertos nos han llevado hasta aquí, y para darles el
patadón hacen falta ideas y fuerza. Una campaña para exigir
responsabilidades debe servir para desarrollar ambas cosas, incluso para
tipificar comportamientos delictivos mucho más peligrosos para la
colectividad que los pequeños hurtos, que tanta alarma social generan.
No te preocupes del corralito, preocúpate de tus derechos
I
Anda el personal preocupado por la amenaza del “corralito”. Hace al
menos un año que circula por doquier la amenaza inminente de un cierre
de cajas. El escándalo de las preferentes y el batacazo de Bankia no han
hecho sino reforzar la propagación del rumor. Muchas personas cercanas,
la mayoría gente de izquierdas, activa, me han expresado abiertamente
sus temores. Que un ministro del actual Gobierno haya negado tal
posibilidad no ha hecho sino hinchar las velas del rumor, puesto que
entre las características básicas de este Gobierno está el llevar a la
práctica aquello que dice que nunca hará. Pero en este caso estimo que
las posibilidades del corralito son, a corto plazo, bajas.
Los cierres de oficinas bancarias tienen lugar para evitar que una
salida masiva de dinero provoque la quiebra bancaria. Para evitar que
estos pánicos colectivos conduzcan a la aplicación reiterada de esta
medida se crearon los bancos centrales, que actúan como financiadores en
última instancia de los bancos y que habitualmente les conceden una
liquidez casi ilimitada para evitar problemas de caja a corto plazo.
Cuando el problema se ha concentrado en el banco, la respuesta es
conocida: se ha cerrado por un corto periodo, se ha intervenido el
banco, se han garantizado los depósitos de la mayoría de la gente y, al
poco tiempo (uno o dos días), el banco ha vuelto a operar. Ésta es la
pauta que ha tenido lugar en nuestro país desde la crisis de los años
ochenta, desde el caso Banesto hasta las crisis bancarias actuales
(Cajasur, Banco de Valencia, CAM…). Un cierre generalizado de oficinas
bancarias sólo ocurre en caso de un colapso general. Un colapso que está
asociado a la inminencia de un cambio económico radical.
En la mayoría de los casos, este colapso está asociado a la salida de
los ahorros hacia otros mercados financieros más seguros. Éste fue el
caso de Argentina bajo el régimen de la paridad peso-dólar. Cuando mucha
gente se convenció de que esta paridad no era sostenible, de que el
peso acabaría por devaluarse frente al dólar, la respuesta fue una
salida masiva de pesos para convertirlos automáticamente en dólares y
colocarlos fuera del país. Como el proceso afectaba a todos los bancos,
no hubo otra posibilidad de frenar la sangría que cortar el flujo. En
España esta situación podría darse en el supuesto de una salida
inminente del euro (en parte es lo que ocurre en Grecia), y la evidente
devaluación de la nueva moneda seguramente generaría una salida masiva
de ahorros que provocaría el colapso del sistema. Quizá si Grecia sale
del euro se produciría un fenómeno parecido que podría asolar gran parte
del sistema financiero europeo. Por esto me parece que, en las altas
esferas europeas, nadie está demasiado convencido de que lo mejor sea
expulsar a Grecia del euro. Más bien tengo la sensación de que se está
jugando una partida de póquer con Grecia para que acepte un ajuste más o
menos duro. Una partida en la que la mejor baza griega es posiblemente
la del probable efecto devastador que tendría para el resto su salida
(es la baza que parece haber entendido Syriza cuando, en lugar de la
salida —que sin duda tendría un elevado coste para la población griega—,
propone la renegociación de los acuerdos y el cambio de las políticas).
Bueno, existe otra posibilidad de que finalmente el sistema se
derrumbe: simplemente, que el rumor del corralito alcance tanta fuerza
que provoque una salida tan masiva de depósitos que las inyecciones de
liquidez del Banco Central Europeo resulten insuficientes. En favor de
esta estampida han colaborado los propios bancos y cajas con el tema de
las preferentes o el fiasco de las salidas a bolsa. Pero vale la pena
señalar que dicha estampida puede acabar en un desastre colectivo. Los
comportamientos individuales dominados por el cálculo egoísta o por el
miedo suelen provocar más efectos negativos indeseados o impredecibles
que otra cosa (el viejo tema de la “falacia de la composición”), y
corremos el riesgo de que, una vez más, los rumores y los miedos
adelanten la generación de un desastre incierto.
II
Este miedo respecto del futuro de nuestros ahorros es comprensible.
Una buena parte de las decisiones de ahorro tienen que ver con motivos
de seguridad (de hecho, hay alguna evidencia empírica de que la avaricia
y el egoísmo predominan en personas con poca seguridad personal). Y se
entiende por tanto que, si peligran, se diluya nuestra esfera de
seguridad. Pero para la mayoría de las personas los ahorros significan
una red de seguridad muy liviana. Basta con hacer el cálculo de en
cuántos meses agotaríamos nuestros ahorros si sólo contáramos con ellos
como ingresos. O, en el caso de personas de edad avanzada, cuánto tiempo
pueden comprar servicios de cuidados con sus ahorros.
Sin negar su carácter de seguro, resulta evidente que nuestro
verdadero colchón vital no son los ahorros, sino las fuentes de renta
permanente (salarios y pensiones) y las provisiones públicas que nos
permiten acceder a servicios básicos (sanidad, educación, dependencia,
cultura, etc.). Son estas fuentes de seguridad básica las que están mas
cuestionadas por las reformas y las políticas actuales. Las que deberían
concitar nuestra atención, puesto que si estos derechos sociales acaban
por caer, nuestros ahorros van a resultar, en la mayoría de los casos,
totalmente insuficientes para garantizarnos condiciones de vida
realmente dignas. Evitar la demolición de derechos sociales, la
reducción sustancial de los salarios y las pensiones, constituye el
elemento básico de defensa de nuestra seguridad económica. Defenderlos,
potenciar reformas que los refuercen es la mejor vía para evitar,
también, el colapso financiero. La prueba es que la aplicación de
políticas de austeridad, teóricamente diseñadas para restablecer la
confianza y la fiabilidad del sistema financiero, simplemente ha
contribuido a agravar una situación económica dramática.
Cuando hay un grave peligro se aconseja mantener la cabeza fría. El
corralito acabará siendo inevitable si actuamos en manada en respuesta
al miedo y a los rumores. Lo que necesitamos es un cambio de rumbo
económico, de políticas. Y ello sólo será posible si exigimos una
verdadera seguridad económica, basada en buenas instituciones que
garanticen derechos y rentas, que posibiliten una economía sostenible a
largo plazo, en el plano económico, ambiental y social. Mientras nos
obsesione el corralito no vamos a ser capaces de pensar y actuar a favor
de otro tipo de salidas. Nuestro miedo es el mejor aliado del desastre y
de sus beneficiarios.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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