Es que no para. La ha vuelto a decir.
Otra vez la ha vuelto a decir. Una vez más ha dicho la misma estupidez
y, como es habitual en él, cada vez que la dice la justifica o arropa
aludiendo a su sensatez, a que es lo que dicta el "sentido común".
¿Cuántas veces le hemos oído decir que de lo que se trata a la hora de
gestionar los asuntos económicos del Estado es comportarse igual que lo
hace con las finanzas de su hogar una ama de casa sensata (y ¡mira que
le gusta este calificativo!) como las que pueblan las aldeas de su
Galicia natal. ¿Pero es que nadie le callará nunca la boca al señor
Rajoy cuando se lanza a repetir una y otra vez "la gran estupidez"?.
Pero, ¿de qué estupidez se trata? Pues
de de ésa que dice que no podemos gastar los que no tenemos. Es tan
estúpida, es tan tonta que sólo un tonto radical puede enunciarla. Y no
afirmo nada que nadie haya que no sepa pues desde que hay créditos y
deudas, la inmensa mayoría de los ciudadanos y empresas en algún momento
de sus vidas gastan lo que no tienen. Es de lo más normal y hasta
natural. Lo hacen los estudiantes cuando piden un crédito para pagar sus
estudios, lo hacen las parejas recién casadas que se meten en una
hipoteca, lo hacen quienes acuden a una financiera para comprase un
coche, lo hacen todos esos millones de personas que exprimen sus
tarjetas de crédito, lo hacen día tras día las empresas a la hora de
gestionar su liquidez. La inmensa mayoría de los agentes en cualquier
economía, de vez en cuando y obviamente no todos a la vez, gastan los
que no tienen. Y esto sí que es de sentido común, al igual que lo es el
que - como cualquiera que sepa algo de Economía elemental sabe- a nivel
agregado, en una economía tomada en su conjunto, y (por usar una
formulación prestada del gran economista Michal Kalecki) sus ciudadanos,
colectivamente, ganan o tienen lo que gastan,
Los gastos de unos son los ingresos de otros. Esa es la lógica esencial
de las economías de mercado, es la lógica basada en el juego de la
deuda y el crédito que la que posibilita el crecimiento económico, es la
lógica subyacente al flujo circular de la renta. Sí podemos gastar lo
que aún no tenemos si nos lo prestan. Y, claro está, nos lo prestarán si
demostramos que somos capaces de pagar las deudas en que incurrimos, es
decir, si en vez de hacer todo lo posible para que nuestra economía se
contraiga, hacemos todo lo posible para expandirla. Es de sentido común,
¿no?
Y, entonces, si Rajoy repite una y otra
vez la gran estupidez, ésa que está amargando tanto la vida de sus
conciudadanos, es que o bien es un estúpido sin paliativos, o bien es
que alguien a quien respete debe haberle convencido de que no es una
estupidez. Aunque no tengo mucha esperanza en que la primera de las
opciones no sea la real, aquí por delicadeza (que ya se sabe que es
aquello que lleva a equivocarse sistemáticamente en la vida) sostendré
la segunda, si bien puede suceder como es lo más probable que ambas se
den simultáneamente, o sea que la estupidez de Rajoy haya encontrado el
más adecuado consejero. Pues es el caso que cada vez estoy más
convencido que una de las causas de la sucesión de crisis que esta
asolando EE.UU. y a Europa desde hace cuatro años no habría que ponerla
en unos supuestos activos tóxicos, sino en un conjunto de economistas
-ellos sí- auténticamente tóxicos, que influyen en las decisiones de los
políticos con un peso como ningún consejero de ningún decisor político
habría tenido en la Historia.
Me explicaré. A la hora de buscar la
causa de algún fenómeno tendemos a olvidar las lecciones de Aristóteles y
pretendemos encontrar LA CAUSA. La única, simple y explicativa causa
que, como motor primario, desencadenaría una más o menos enmarañada red
de conexiones secundarias que explicarían la complejidad de las crisis
reales. Al proceder así nos equivocamos de medio a medio. Por decirlo de
modo sencillo, para Aristóteles no había una causa única y simple a la
hora de explicar un fenómeno de la realidad, como por ejemplo la
existencia de una casa, de un inmueble. Aristóteles distinguía entre su
causa material (el cemento y los ladrillos de que está hecha), su causa
eficiente (el proceso de construirla), su causa formal(el diseño del
arquitecto) y su causa final (la creación de un lugar donde vivir).
Conocemos bien las causas material y eficiente de la presente depresión
económica, sabemos bien el proceso que ha llevado a que una burbuja
inmobiliaria en EE.UU. y en otros países se convirtiera en una crisis
financiera y cómo ésta, en Europa, se ha transmutado en una crisis de la
deuda soberana en los países del sur, crisis que se ha llevado por
delante un montón de puestos de trabajo y un buen pedazo de los niveles
de vida de las gentes del común en esos países. Debatímos sin cesar
acerca de la causa final de todo este lío, y se habla y no para de los
excesos de ahorro a nivel mundial, la desigualdad en la distribución de
la renta, la propensión psicológica al despilfarro de los latinos y
demás...y no voy a meterme aquí en ello. Pero hay una tendencia a
olvidarnos de la causa formal de la presente crisis.
En efecto, si usamos de la analogía del
cuerpo económico con el cuerpo físico, lo que quiero decir es que la
crisis actual puede verse como una enfermedad del cuerpo económico de la
sociedad. Sabemos de sus síntomas y de su evolución, especulamos acerca
de su etiología, la cuestión de a qué se debe ese mal que afecta al
paciente, pero nos olvidamos del papel de los médicos. O sea, del papel
de los economistas que, cercanos a los centros de decisión, han
aconsejado las políticas, es decir, los tratamientos a seguir por los
aquejados pacientes. Poca duda puede haber que la causa formal de
nuestra presente crisis, esta que día a día nos aflige, radica en los
tratamientos que los sedicentes mejores y más expertos economistas han
aconsejado instrumentar a los políticos. Que les han hecho caso
ciegamente por la sencilla y curiosa razón de que, al haberse envuelto
en el ropaje externo del lenguaje científico, esos economistas han
logrado engañar a todo el mundo haciéndoles creer que la Economía es una
ciencia como las demás, que hay una Ciencia Económica que es la que se
imparte en la Academia de modo mayoritario y que, puesto que domina allí
salvo por algunos heterodoxos partidarios de Economías Alternativas,
es la única a la que recurrir en casos como el actual, aunque
curiosamente esa misma Economía Dominante sea incapaz de explicar la
causa final de la crisis en la medida que siempre supone que el sistema
de mercado si se le deja solo se ajusta rápida e inexorablemente ante
cualquier perturbación.
No, el hábito no hace al monje, como
bien dice el refrán. La Economía no es una ciencia como la Física, la
Química o la Medicina. Ahora que, si los economistas cercanos a los
políticos pretenden que sí lo es para así aumentar su influencia, poder y
remuneraciones, pues bien, no estaría mal que así sea. Pero en justa
contrapartida habría que exigirles algo. Y es que si si a los médicos,
arquitectos y otros profesionales que hacen pifias se les persigue
judicialmente por sus negligencias, lo cual encontraría justificación en
el hecho de que sus errores se deberían a su mala praxis en la medida
que sus conocimientos son científicos, sería ya hora que los
economistas que tanto se envanecen de serlo sean asimismo responsables
de sus consejos, decisiones y prescripciones de política económica. ¿Es o
no un poco vergonzoso que los economistas académicos que van de
científicos despreciando cuanto ignoran tengan la patente para decir e
influir en las decisiones sin arrostrar las consecuencias de las
mismas?. Creo que su majestad la reina del Reino Unido, doña Isabel II,
pensaba algo semejante cuando en una visita en noviembre de 2008 a la
prestigiosísima London School of Economics preguntó don Luis Garicano,
economista de FEDEA y a la sazón profesor allí, el que porqué nadie de
entre reputadísimo elenco de los mejores académicos del mundo entero
había previsto lo que estaba sucediendo, o sea, los primeros pasos de la
crisis financiera. Creo que un sistema de castigos por los malos
consejos económicos de los economistas disminuirían en mucho el riesgo
moral que les hace tan proclives a enarbolar en nombre de la ciencia las
banderas de la estupidez.
Es frecuente hablar de los activos
"tóxicos" inmobiliarios al hablar de las causas eficientes y materiales
de la crisis, pues su desvalorización ha puesto en jaque al sistema
financiero lo que ha arrastrado al sector público y al resto del sector
privado a las dificultades de financiación y al inevitable ajuste
recesivo. Pero al usar de esa curiosa forma de calificar a los activos
que los hace semejante a las infecciones nos olvidamos que esa
"toxicidad" no es absoluta sino relativa, no es una característica en sí
u objetiva de los inmuebles salvo en el caso de algunos ejemplos
espectaculares y anecdóticos. El valor de los activos inmobiliarios hoy
depende de sus rendimientos en el tiempo actualizados, o sea que depende
de los tipos de interés futuros y del valor de mercado en el futuro del
uso o rendimiento de esos activos, el cual depende de su demanda, que a
su vez depende de la evolución demográfica y de las tasas de
crecimiento económico y de las tendencias en la distribución personal de
la renta. En consecuencia se tiene que la toxicidad actual de esos
activos depende muy mucho de la política económica que se siga. Una
política de austeridad fiscal que defiende también la redistribución de
la renta en contra de los perceptores de salarios y que sostiene la
imperiosa necesidad de un ajuste con evidentes repercusiones
demográficas negativas para lograr recuperar los "equilibrios"
fundamentales es, obviamente, una política que aumenta la toxicidad
presente de los activos inmobiliarios. Dicho de otra manera, son los
economistas que defienden ese tipo de políticas los que intoxican esos
activos. Son, por decirlo en términos aristotélicos, la causa formal de
la crisis. Y economistas tóxicos los hay a montones. Dominan los medios
de comunicación y los medios académicos. Son los más respetados como
"médicos" de la economía, si bien sus diagnósticos suelen ser tardíos e
incorrectos y sus prescripciones terapéuticas adolecen de una curiosa
inefectividad. Corren por Internet listados de "grandes" economistas
españoles que no se percataron en lo más mínimo de la famosa burbuja
inmobiliaria mientras estaba cebándose, y no es difícil hallar en las
hemerotecas apasionadas y "científicas" defensas de la entrada en el
euro de la economía española como solución de todos los problemas
históricos de la economía española. Suelen estos economistas "tóxicos",
una vez detectan una "enfermedad" económica, sea cual sea, acudir
siempre a la misma receta y tratamiento: ajuste del sector público y
reforma laboral. Uno no puede aquí sino recordar al esperpéntico coro de
médicos, cirujanos y boticarios médico de El enfermo imaginario de Moliere que, fuera cual fuere la enfermedad que aquejaba a un paciente, recomendaba siempre el mismo tratamiento: Clysterium donare, postea seignere, ensuita purgare
(primero un enema, luego sangrar y en seguida purgar)…y así hasta matar
al paciente. El mismo mismito tratamiento que los más afamados
médico-economistas recomiendan hoy a las pachuchas economías europeas,
como la nuestra, sólo que en vez de sangrías, enemas y purgaciones, el
tratamiento recibe el pomposo título de "consolidación fiscal
expansiva". El coro de médicos-economistas promete a sus pacientes la
misma recuperación que el coro de fantoches matasanos de Moliere. Y, de
nuevo, los creyentes les creen aunque históricamente ninguna
consolidación fiscal ha sido expansiva por sí sola y si la economía
sobre la que se le aplicaba estaba ya en recesión.
Citaré un nombre propio para acabar. No
por nada, sino porque guardo constatación de una de sus intervenciones
públicas que no tiene el más mínimo desperdicio pues expresa en pocas
palabras y con claridad meridiana el tratamiento terapéutico defendido
mayoritariamente por los economistas para hacer frente a la crisis. Se
trata de don David Taguas que fuera director de la privilegiada oficina
de asesores económicos de Zapatero en la misma Moncloa, y siéndolo no
parece que detectara o le preocupara lo que estaba sucediendo en el
sector inmobiliario español. El mismo que tras abandonar su cargo acabó
recalando (¡qué curioso! en la presidencia de Seopán, la asociación de
empresas de la construcción). Pues bien, el señor Taguas en un artículo
publicado en el diario El País (Economía) el día 16 de mayo de 2010 con
el título "Ajuste fiscal, competitividad y desempleo", tras hacer una
narrativa de las causas material y eficiente de la crisis ya entonces
desatada en toda su crudeza, se planteaba la gran pregunta y con
científica seguridad ofrecía la respuesta:
"¿Cómo abordar simultáneamente la
solución de los problemas de desempleo, déficit público y competitividad
sin dañar la recuperación económica recién iniciada? El plan de ajuste
fiscal presentado recientemente por el Gobierno constituye el marco
adecuado. Y ello por varias razones fundamentales. En primer lugar, el
ajuste consiste mayoritariamente en una reducción del gasto no
productivo, lo que eleva muy significativamente la probabilidad de éxito
del mismo, como muestran la literatura y la evidencia sobre
consolidaciones fiscales. Segundo, en contra de lo que alguna corriente
de opinión sostiene, el ajuste fiscal impulsa la inversión, el empleo y
la actividad por varios mecanismos: 1) la reducción de la incertidumbre
respecto a la situación presupuestaria del Gobierno en el medio plazo,
que disminuye el deseo de ahorro por precaución e impulsa, por ello, la
demanda privada; 2) reduce la prima de riesgo de la economía y, por
tanto, la impulsa la inversión privada; 3) por los denominados efectos
no keynesianos de las consolidaciones fiscales que se generan por un
cambio en las expectativas sobre los impuestos futuros que impulsan el
consumo y la inversión presente; y 4) por el efecto demostración sobre
los salarios privados, que debería presionar estos a la baja y reducir
significativamente los incrementos salariales acordados y, con ello,
impulsar el empleo y la actividad. Y tercero, porque el ajuste fiscal,
cuyo componente principal es la reducción de los salarios públicos,
junto con la subida del IVA, configuran una devaluación selectiva que
permitirá recuperar competitividad a las empresas españolas"
Leído lo anterior quizás habría que
dejar así las cosas sin dejarse llevar por esa tendencia excesiva a
opinar que nos domina. Pero no puedo evitar hacer dos comentarios.
Primero, la consistencia temporal del tratamiento prescrito para la
economía española, pues resulta evidente que desde mayo de 2010 en que
los economistas-videntes ya veían los famosos "brotes verdes" ("la
recuperación recién iniciada" dice uno de ellos, el señor Taguas) que
hoy se han transmutado en "rayos de esperanza" (¡la virgen! ¡qué extraño
que los economistas se conviertan en (malos) poetas!), las sucesivas
políticas que se han instrumentado sucesivamente y se prevé van a
instrumentarse han sido calcos exactos de esa primera, lo que apunta a
que "el equipo habitual" de médicos-economistas se mantiene al margen de
cambios de gobierno. Segundo, qué menos que recalcar otra vez la más
que absoluta contraproductividad de esa “terapia”. Me pregunto, como
cualquiera lo haría, qué pensará el señor Taguas a la vista de la
evolución de la actividad productiva, el empleo, la prima de riesgo y la
inversión en estos últimos dos años. ¿Habrá cambiado algo su opinión
acerca de esa "alguna corriente de opinión" que se enfrentaba a la
suya? Me imagino que no. Que seguramente, como el resto de economistas
que dominan la Academia seguirá sosteniendo lo mismo. Quizá la prueba
del algodón de los economistas tóxicos sea la idea de que nunca se debe
dejar que la realidad afee la armoniosa belleza del modelo
macroeconómico neoclásico, de modo que si la realidad no sigue las
predicciones del modelo, pues peor para la realidad. El modelo es
perfecto, la realidad la imperfecta. Basta -para ellos- con unos
pequeños arreglos de cirugía estética econométrica para construir una
"pseudorealidad" que sea consistente con el modelo. Con eso consiguen lo
que se quiere, o sea, que los "denominados efectos no keynesianos" de
los ajustes fiscales que la realidad real no muestra, aparezcan como
reales aunque sólo sea en el sueño (aunque algunos llaman a esa
ensoñación "predicción") que la econometría ofrece hoy de la "realidad
futura".
Y, finalmente, ¿qué conexión hay entre
"la literatura y la evidencia sobre las consolidaciones fiscales" que
defiende la llamada austeridad expansiva y que elaboran los más afamados
economistas académicos y la estupidez del señor Rajoy? Pues que son la
misma y sola cosa. Son, una vez más, formas de la vieja Ley de Say que
Keynes y Kalecki tiraron por tierra hace más de setenta años. No sé si
será verdad que los hombres en general tropiezan siempre en la misma
piedra, pero lo que sí parece claro que los economistas sí lo hacen.
Fernando Esteve Mora
EconoNuestra
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