Lo que ocurre con los economistas no deja de ser sorprendente. En
cualquier profesión los errores se pagan con el desprestigio. Un
ingeniero que se equivoca a la hora de construir un puente o una presa,
un arquitecto al que se le hunden varios edificios, un cirujano al que
por su ignorancia se le mueren los pacientes en la mesa de operaciones,
un abogado que pierde todos los pleitos por fáciles que sean, hasta un
fontanero si realiza chapuzas y torpezas, todos, todos, suelen pagar un
elevado coste por sus equivocaciones. En los casos más graves, es
probable que tengan que terminar por abandonar la profesión llenos de
vergüenza. Nada de esto ocurre con los economistas ni con los políticos
que aplican las recetas erróneas de los sabios. Todos ellos mantienen su
fama de gurúes por más picias que hagan, o por más que hayan arrastrado
la economía a un hondo abismo.
En junio de 1989, coincidiendo con la presidencia española de la
Unión Europea, el presidente y los responsables económicos del Gobierno
decidieron, quizá influidos por los ilustrados del Banco de España, que
la peseta entrase en el Sistema Monetario Europeo (SME) y, además, con
un tipo de cambio a todas luces sobrevalorado. El razonamiento
subyacente a esta decisión se basaba en la creencia de que desde el
exterior nos ayudarían a disciplinar nuestra economía, ya que según
parecía éramos incapaces de conseguirlo por nuestros propios medios. El
resultado, como era de prever, fue muy distinto. Las tasas de inflación y
de interés continuaron siendo más altas que las de otros países
europeos y, al mantener fijo el tipo de cambio, la competitividad se
resintió generando la correspondiente brecha en la balanza de pagos y
ello fue la causa de que la economía se adentrase en la recesión, de la
que solo salimos después de que el SME quedase sin efectividad y, sobre
todo, tras las cuatro devaluaciones, impuestas por los mercados y a las
que las autoridades económicas se oponían con todas sus fuerzas.
La economía, es cierto, terminó remontando, pero el daño estaba ya
hecho en forma de destrucción de tejido productivo y de desempleo. Aun
cuando la realidad había mostrado sobradamente lo desafortunado de la
medida, nadie pagó por ella, ni quienes la adoptaron ni quienes la
preconizaron con ardor. Es más, sus autores continuaron pontificando y
defendiendo la entrada en la unión monetaria, aun cuando el fracaso del
SME era presagio claro de las dificultades que se iban a generar con el
euro. Acuñaron la argumentación de que con la moneda única no sería
posible la divergencia ni en las tasas de inflación ni en el tipo de
interés, ni podrían producirse las turbulencias financieras que habían
dado al traste con el SME.
De nuevo, la realidad ha dejado en evidencia lo equivocado del
pronóstico. Según fueron transcurriendo los años, en la Eurozona se
comprobó que, a pesar de contar con la misma política monetaria, el
incremento de precios no era homogéneo en los distintos países, con lo
que unos, especialmente Alemania, ganaban competitividad y otros, entre
los que se encontraba España, la perdían. Los primeros fueron
acrecentando progresivamente el superávit de su balanza de pagos y los
segundos, el déficit. Tales desequilibrios se cerraron con fuertes
flujos de fondos de los países superavitarios que, confiados en la
moneda única, se trasladaban a los deficitarios. El proceso sin embargo
no podía continuar hasta el infinito. Acabó surgiendo la desconfianza y
la huida sin que los países deudores tengan ninguna defensa al no poder
devaluar el tipo de cambio ni contar con un banco central que los
respalde.
Al tener todos los países la misma moneda, las turbulencias
financieras ciertamente no podían darse en los mercados de divisas, pero
a todos esos genios de la economía no se les ocurrió pensar que se
trasladarían, y ¡cómo!, a los mercados de deuda pública, ocasionando una
enorme divergencia en los tipos de interés y haciendo insostenible la
situación a medio plazo. En realidad, se han vuelto a repetir los mismos
resultados negativos que se dieron con el SME, con la diferencia de que
ahora no hay vuelta atrás o esta es infinitamente más difícil y tendría
un coste ingente, y de que los efectos perniciosos revisten una mayor
gravedad que se incrementa con el tiempo. Han introducido a la economía
española en una gran trampa, y generado un daño social enorme. No
obstante, nadie parece asumir la responsabilidad de la equivocación.
Continúan dando lecciones y hablando en tono magistral. No han perdido
un ápice de su credibilidad. Se les sigue considerando doctos.
Los que defendieron el Tratado de Maastricht, los que dieron su
aquiescencia a un Banco Central Europeo antidemocrático y cercenado en
sus funciones, los que propugnaron la incorporación a la Unión
Monetaria, los que se vanagloriaban de los años de expansión
fundamentada en una enorme burbuja y en un crecimiento a crédito, los
que han acumulado en los balances de sus bancos o cajas activos tóxicos,
los que han dejado al sistema financiero campar a sus anchas hacia el
precipicio, los que, en definitiva, han conducido a la economía española
y a los españoles a la triste situación en la que nos encontramos,
todos ellos continúan considerándose expertos, técnicos, grandes
políticos, sabios; todos, casi todos, siguen ocupando poltronas y
sillones y siendo acreedores a elevadas retribuciones. Aún se arrogan el
derecho a dictaminar lo que el Estado y la sociedad deben hacer. En
Economía todo cabe. Nadie consulta las hemerotecas. Nadie exige
responsabilidades.
Juan Fco Martín Seco
República.com
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