El Gobierno acaba de aprobar por decreto ley (lo de gobernar por
decreto ley se ha convertido en una costumbre desde hace bastantes años
en España) la cuarta reforma financiera. La ha aprobado el Gobierno,
pero al igual que con la nacionalización de Bankia,
no es fácil saber quién o quiénes han sido sus artífices. ¿En Europa o
en España? Y si en España, ¿el Gobierno o más bien los titulares de los
tres grandes bancos?
La última reforma consiste, entre otras medidas, en la creación de
múltiples bancos malos con la denominación de “sociedades para la
gestión de activos”. El quid de la cuestión radica sin duda en el precio
al que las entidades financieras van a transferir los activos tóxicos a
dichas sociedades. El decreto ley establece el valor razonable (que es
tanto como no decir nada), pero en su ausencia o ante la imposibilidad
de determinarlo, que es lo que ocurrirá a menudo, por el valor en
libros, lo que en último término remite a la corrección o no de las
provisiones realizadas. Al final, importa poco dónde se sitúe el
agujero, lo relevante es fijar su cuantía y, sobre todo, quién es el que
tiene que poner el dinero, y ahí me temo que todas las respuestas
apuntan al sector público, es decir, a los contribuyentes, bien sea
directamente prestando a los bancos para que cubran las provisiones,
bien sea participando en las sociedades de gestión de activos.
El que la transferencia de los recursos se instrumente mediante
créditos no cambia sustancialmente el tema, ya que, como hemos visto en
el caso de Bankia, los préstamos terminan siendo aportaciones cuando no
se pueden devolver. Estamos una vez más en un proceso de socialización
de pérdidas, lo que viene siendo frecuente en el sector financiero. Con
el argumento de que no se puede dejar quebrar a los bancos porque se
pondría en peligro toda la economía nacional, ese Tesoro Público, tan
exhausto, que malpaga a sus empleados y que acomete continuos recortes
en pensiones, sanidad o educación, se ve en la necesidad de destinar
cada cierto tiempo una cantidad ingente de dinero a las entidades
financieras.
La pregunta surge de forma espontánea. Si el riesgo en la actividad
bancaria recae siempre sobre los contribuyentes y no sobre los
banqueros, ¿están justificados los cuantiosos beneficios y las
retribuciones escandalosas de los ejecutivos bancarios? ¿No deberían
limitarse? ¿Se puede afirmar que se trata de un asunto privado? El
interrogante no se dirige exclusivamente a las entidades que van a
necesitar ayuda pública, sino también al resto, que de todas formas
actúan y obtienen beneficios libres de todo riesgo porque saben que, en
última instancia, el Estado responde. Es más, antes de socializar las
pérdidas entre todos los españoles ¿no deberían socializarse entre el
sector bancario, haciendo que fuese el Fondo de garantía de depósitos el
que asumiese el quebranto y, en caso de insuficiencia de este, obligar a
las entidades financieras con beneficios a dotarlo en la cuantía
precisa? En cualquier caso, lo que sería inaceptable es que después de
haber socializado las pérdidas se privatizasen las ganancias, esto es,
que los bancos o cajas nacionalizadas retornasen una vez saneados al
sector privado.
Desde el momento en que la buena o mala marcha de la economía depende
del sistema financiero y desde que el sector público debe socorrerlos
en tiempos de crisis, no se puede hablar de asunto privado. El Estado no
puede permanecer al margen; en primer lugar, para controlar su
actividad y, en segundo lugar, mediante una banca pública que sirva de
contrapeso. CiU y el PNV
se han quejado de la nacionalización de Bankia, preguntándose qué
habría ocurrido en el caso de que hubiera estado La Caixa en la misma
situación. Tienen razón. Para que nadie tenga celos se deberían
nacionalizar todas las cajas.
Juan Fco Martín Seco
República.com
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