A la hora de justificar sus decisiones, los políticos y los técnicos
de alto nivel apelan siempre a los aspectos colectivos. Las políticas se
hacen en beneficio del país, de la Unión Europea, de la economía
mundial. Como si las colectividades fueran homogéneas, cohesionadas y
participativas, y estuviera claro que los intereses del conjunto son
también los de cada cual.
Esto es especialmente relevante cuando se trata de aplicar
“sacrificios” en forma de recortes de rentas, cambios en la jornada
laboral, aumentos de impuestos o cualquier otra medida que afecta a las
condiciones de vida cotidiana de la gente. Pero sabemos que en ningún
nivel de colectividad (desde la familia a la comunidad mundial) existe
igualdad entre sus miembros. Y también podemos observar que pocas veces
las medidas afectan por igual a todos.
Es posible que, en determinados momentos, las colectividades deban
realizar esfuerzos de austeridad, bien porque su comportamiento anterior
ha sido equivocado, bien porque deben hacer frente a una fuerza externa
que las obliga a ello. Si consideramos el impacto ecológico del modelo
de vida occidental, es evidente que estamos abocados, en un plazo de
tiempo más o menos corto, a realizar cambios importantes en nuestra
forma de vida que podemos asociar a la idea de austeridad. Si
consideramos la actual estructura de poder económico mundial, parece
difícil que muchos países puedan evitar recortes en su nivel de vida,
aunque en bastantes casos se trate de una imposición injusta.
Cualquier política seria de austeridad debe cumplir una serie de
requisitos para observar su compromiso de “emergencia colectiva”. En
primer lugar, la de preocuparse por la situación de las personas que
están en peor situación. En segundo lugar, la de ser equitativa en los
efectos individuales. En tercer lugar, la de centrar el peso de la carga
en aquellos comportamientos que tienen más responsabilidad a la hora de
generar el problema. En cuarto lugar, la de sentar las bases para
desarrollar un modelo de vida viable en el futuro. En quinto lugar, la
de ser eficiente en las respuestas. Y en sexto lugar, la de minimizar
los daños.
Parece claro que, aplicando estos criterios, los actuales planes de
ajuste resultan manifiestamente inicuos y estériles. Las reformas
adoptadas en materia laboral, sanitaria, educativa y de rentas están
aumentando las desigualdades sociales (en un país que ya en 2009 era el
segundo con mayores desigualdades de la Unión Europea, con un nivel de
desigualdad un 40% superior al de la media, ya de por sí obscena).
Algunos de los recortes, como los del copago sanitario o los
experimentados en las rentas de inserción, atentan directamente contra
las condiciones de vida de los más desfavorecidos, y son completamente
contradictorios con el propio discurso oficial, que cifra en la
educación y la investigación las posibilidades de salida de la situación
actual, mientras ambas partidas experimentan recortes sustanciales.
Asimismo, es evidente que eximir de impuestos a los defraudadores,
seguir permitiendo que los directivos de bancos quebrados se
autoconcedan generosos “bonus” o abogar por la creación de un nuevo
sistema de “castas” universitarias bajo el pretexto de que hay que
premiar el talento, nada tiene que ver con un sacrificio colectivo. Es
el viejo trágala de imponer a la mayoría sacrificios para mantener los
privilegios de las elites.
Un mundo más austero sólo es tolerable si es más igualitario; si la
actividad humana se centra en alcanzar las condiciones esenciales de
bienestar y elude el despilfarro; si el menor consumo tiene una
contrapartida en una forma de vida y trabajo más rica en participación
social. Una participación que permite, además, debatir racionalmente
sobre prioridades, límites y opciones. Los planes de ajuste actuales no
sólo no incluyen estos aspectos, sino que introducen reformas que los
hacen imposibles.
Frente a la desigualdad y el padecimiento que generan los nuevos
planes, es el momento de empezar a elaborar propuestas que apuesten por
otro modelo de austeridad, el de una sociedad ecológicamente
responsable, socialmente justa y participativa. Debemos ser capaces de
construir una propuesta de austeridad alternativa basada en propugnar
una jerarquía de necesidades que satisfacer, la penalización fiscal de
las actividades de lujo o lesivas (por ejemplo, impuestos diferenciados a
consumos inadecuados, fiscalidad ecológica, etc.), esquemas
retributivos más igualitarios (incluyendo garantías básicas de renta),
formas de organización laboral más equilibradas y un reparto equitativo
de los costes del ajuste (no se pueden salvar bancos cuando no se salva a
las personas endeudadas injustamente). Debemos convertir la consigna de
la austeridad en un boomerang contra los verdaderos promotores del despilfarro.
Dos preguntas sobre la tasa de paro en España
Participar en charlas y debates sirve para que a uno le planteen
preguntas insidiosas a las que es difícil responder a bote pronto de
modo taxativo. Esta pequeña nota tiene por finalidad intentar matizar lo
que les dije en su momento a mis interlocutores y, de paso, tratar de
participar en una discusión más amplia.
I
La primera de estas preguntas me la lanzó mi amigo Agustí Colom
durante un seminario sobre la crisis que celebramos en la Facultad de
Económicas de la Universidad de Barcelona. En él yo trataba de explicar
que las causas del elevado desempleo español en la crisis actual se
encuentran en la particular estructura económica del país (fruto de su
particular forma de inserción en la economía mundial), más que en la
regulación del mercado laboral. Su pregunta directa fue cómo se explica,
en todo caso, que incluso durante los mejores momentos del auge
económico el paro no bajara de 2 millones de personas. De hecho, la
cifra era algo menor (1,74 millones de personas en el segundo trimestre
del 2007), pero igualmente considerable. La figura se volvía más
moderada cuando de las cifras absolutas pasábamos a la tasa de paro, que
se situó algo por debajo del 8%, en cualquier caso superior a la de
muchos otros países.
A un nivel de desempleo se llega por muchas vías. Pero creo que hay
una serie de cuestiones que deben considerarse a la hora de explicar
este mayor desempleo español incluso comparándolo con otros países
mediterráneos. En primer lugar, hay factores que tienen que ver con el
modelo productivo y su variabilidad estacional. La economía española no
sólo se caracteriza por la importancia de actividades claramente
estacionales (especialmente el turismo) o actividades que generan
entradas y salidas cortas del empleo (como la construcción en el momento
del auge), sino por que en las fórmulas de organización adoptadas por
muchas empresas en años recientes existen sistemas de ajuste temporal de
la producción (just in time) que también provocan una elevada
variabilidad del empleo. Ello nos lleva a tener que considerar un
segundo elemento: posiblemente, la economía española ha experimentado en
las últimas décadas un proceso más intenso de “modernización” que otras
economías próximas, y ello, paradójicamente, ha minado la importancia
de actividades que tradicionalmente han constituido “reservas de empleo o
subempleo”. No me refiero sólo a la agricultura, un sector
relativamente residual en lo tocante a la creación de empleo, sino
especialmente a la intensa modificación de las redes comerciales,
hoteleras, etc., así como a la intensa “racionalización” de lo que queda
de actividad industrial; una modernización que combina una
intensificación laboral y un mayor recurso a los sistemas de ajuste
temporal ya mencionados. Y, en tercer lugar, en el hecho de que la fase
de crecimiento viniera acompañada de un intenso proceso inmigratorio —la
movilización de un colosal ejército de reserva transnacional—, que
contribuyó a la creación de un mayor excedente de fuerza de trabajo. De
hecho, en el momento de mayor auge, la tasa de desempleo de los
“nativos” había experimentado una caída notable y la de los recién
llegados se situaba 4,5 puntos por encima (un 7,2% para los de
nacionalidad española frente a un 11,7% para los extranjeros, según
cálculos a partir de la EPA del segundo trimestre de 2007). La
combinación de estos tres elementos —paro friccional ligado a la
estacionalidad y a la variación de la actividad productiva,
modernización acelerada y crecimiento del ejército de reserva vía
inmigración— explica, a mi entender, parte de nuestro diferencial de
desempleo. Básicamente, son los problemas de un país que podríamos
considerar que ha experimentado una modernización “truncada” porque no
ha desarrollado nuevos sectores de actividad con la misma intensidad que
las naciones centrales. Y hay que considerar, además, el insuficiente
desarrollo del sector público (fruto también de este mismo truncamiento,
en gran medida debido a la insuficiente fiscalidad y al hecho de que el
Estado del bienestar se empezó a consolidar justo cuando imperaban
políticas neoliberales), que ha frenado la creación de empleo.
Es posible que a todo ello se sumen problemas de funcionamiento del
mercado laboral: que, en la época de auge, una parte de la población
combinara activamente empleos poco deseables con la percepción del
desempleo (aunque vale la pena recordar que para percibir el seguro de
desempleo hace falta haber cotizado al menos doce meses), o que el uso
excesivo de la contratación temporal por parte de las empresas haya
generado un mayor desempleo. Aun así, creo que su papel en la historia
es menor. Que el ineficiente sistema de formación profesional y la
insuficiencia de los sistemas de orientación laboral son parte del
problema. Y que, en todo caso, forma parte de un mismo modelo productivo
inadecuado y que ha tenido poca preocupación por generar condiciones
aceptables de empleo. Cuando menos, considero que estas cuestiones deben
ser tenidas en cuenta a la hora de discutir sobre las razones de
nuestras abultadas y persistentes cifras de paro.
La explicación de la situación actual es más simple: el hundimiento
de la construcción explica una parte sustancial (el 50% de manera
directa y el 75% si contabilizamos sus efectos en otros sectores) de la
destrucción de empleo. La incapacidad para encontrar vías alternativas,
el conocido efecto multiplicador (la destrucción de unos empleos genera
un efecto en cadena al caer el consumo y la inversión) y la aplicación
de ajustes en el gasto público, visibles en 2011, han hecho el resto.
II
La segunda cuestión me la planteó Rosa M.ª Artal en la presentación del libro colectivo Actúa
(disculpad la autopublicidad). La pregunta era simple y directa: ¿a qué
cifra de paro llegaremos? Más allá de la osadía de ofrecer una
evaluación “experta” —que casi siempre resulta fallida—, lo que conviene
entender es que la cifra estadística puede ser mayor o menor no sólo en
función de la profundidad de la crisis del empleo, sino también de la
forma que tome el mismo.
La cifra de desempleo es el resultado estadístico de aplicar unos
criterios de clasificación a las respuestas que ofrecen las personas
sobre su situación personal. En concreto, se contabiliza como
desempleada cualquier persona que declare estar buscando empleo y no
tenerlo. El criterio de tener empleo es simple: se considera ocupada a
cualquier persona que la semana en que se efectúe la encuesta diga haber
dedicado al menos una hora semanal a una actividad remunerada. El
criterio de estar buscando empleo no sólo exige que la persona diga que
lo está haciendo, sino que especifique que ha realizado alguna acción
concreta en este sentido (entrevista de trabajo, sesión de orientación,
curso formativo, etc.).
El primer criterio, el de la ocupación, está sujeto a múltiples
distorsiones, especialmente por la existencia de diversas situaciones de
subempleo, como trabajos de pocas horas, actividades informales para
sacar unos cuartos, etc. Cualquier actividad de este tipo que el
encuestado declare hace bajar el desempleo y aumentar la ocupación.
Sabemos que mucho de ello ocurre en países en desarrollo donde el empleo
informal está normalizado y en muchos países desarrollados donde el
empleo a tiempo parcial es habitual para muchas mujeres. La misma
Alemania ha conseguido maquillar sus estadísticas con la proliferación
de microempleos a los que ha sido condenada una parte de su población.
De hecho, si alguna de las personas que encontramos recogiendo cartones
del contenedor declara al ser preguntado que ha estado trabajando como
reciclador informal y obtenido por ello algunos ingresos, puede ser
perfectamente considerada como “ocupada”. Cuando el desempleo se
enquista, es habitual que prolifere este tipo de informalidad marginal y
que finalmente ello sirva, entre otras cosas, para maquillar la
ocupación. Sólo hay que ver las cifras de desempleo que lucen algunos
países donde la informalidad impera por doquier.
Los resultados del segundo criterio dependen de la forma en que
respondan los parados. Al fin y al cabo, la búsqueda de empleo (como la
de setas) depende de las expectativas de encontrarlo. Cuando el sujeto
que “busca” ve defraudadas sus esperanzas de hallarlo, la intensidad de
su búsqueda decrece (al igual que cuando vamos a buscar setas al bosque y
constatamos que no se dan las condiciones climatológicas adecuadas, o
cuando consideramos que la cola para acceder a un espectáculo es
excesiva y no confiamos en que “nos toque”). Cuando el paro es muy
elevado y las posibilidades de encontrar empleo son pequeñas, una parte
de la gente deja de buscar (los “desanimados”), y en lugar de ser
contabilizados como parados se los considera inactivos. La evolución
reciente del paro español ilustra este fenómeno. Entre principios de
2008 y el segundo semestre de 2011, se incorporaron unas 700.000 mujeres
adultas a la búsqueda de empleo, empujadas por la situación económica
familiar y alentadas por la expectativa de que podrían encontrar empleo
(de hecho, en esta fase preliminar de la crisis se crearon unos 275.000
empleos ocupados por mujeres). Esta entrada de mujeres contribuyó a
elevar las cifras absolutas de desempleo. A partir del segundo semestre
de 2011 las cosas cambiaron, se dejaron de crear empleos y algunas
mujeres están desalentadas por una búsqueda infructuosa. El resultado es
que la EPA refleja una reducción de la tasa de actividad femenina, en
la misma línea que antes lo hicieron las de los menores de veinte años y
las de los hombres de edad elevada. Si la situación se mantiene, es
bastante probable que prosiga esta tendencia al abandono de la búsqueda.
El resultado es que la inactividad camuflaría las cifras del desempleo.
Y el mismo efecto tienen la salida de inmigrantes o la emigración
española al exterior.
El resultado de esta historia es que la cifra de paro no sólo depende
de cuánto empleo se crea o se destruye, sino también de lo que se
considere un empleo o de la intensidad de la búsqueda. Por todo ello,
creo que en el futuro inmediato el desempleo seguirá creciendo, pero
puede que las cifras se moderen si la persistencia de la crisis provoca
la proliferación de subempleos diversos o desalienta los procesos de
búsqueda. Sin embargo, más que en una cifra concreta, en lo que nos
tenemos que centrar es en la variedad de víctimas que genera la
situación, ya sean parados “pata negra”, inactivos forzosos o
supervivientes informales; una realidad plural bien definida por el
concepto “ejército de reserva”.
Albert Recio Andreu
Mientra Tanto
No hay comentarios:
Publicar un comentario