"Si los mercados están por encima de la ciudadanía y los Gobiernos se pliegan a sus exigencias no hay democracia"
La crisis política de Europa
puede resumirse así: los gobernantes que elegimos no mandan y los que mandan no
los elegimos nosotros. Esta realidad, que no se quiere reconocer, se ha
expresado de modo indisimulable en Grecia. Por dos veces fue hurtada a los
ciudadanos la posibilidad de ejercer la soberanía: cuando Papandreu sugirió un
referéndum sobre la intervención del país y cuando este fue sustituido por la
autoridad exterior, económica, por supuesto. Ahora, por fin, han podido votar.
Han castigado a los dos partidos sistémicos: Nueva Democracia y Pasok (que han
bajado del 78% a poco más del 30%). No ha gustado a la autoridad competente.
Quieren que Grecia vuelva a votar. ¿Qué pasará si los griegos, con democrática
tozudez, deciden seguir sin dar satisfacción a quienes toman el nombre de
Europa en vano? ¿Volveremos a oír ruido de coroneles o simplemente se impondrá
el autoritarismo tecnocrático?
La democracia está en peligro y
nadie quiere reconocerlo. Los Gobiernos no trabajan para defender la
democracia, se buscan mecanismos para restringirla. La democracia y la
soberanía financiera son incompatibles. Si los mercados están por encima de la
ciudadanía y los Gobiernos se pliegan a sus exigencias no hay democracia.
Algunos recuerdan que Keynes había expresado sus dudas sobre la posibilidad de
que la democracia sobreviviera en tiempos de crisis aguda del sistema
capitalista.
Nosotros elegimos a unos
gobernantes, estos se someten a las exigencias de la soberanía financiera, con
lo cual cada vez la desconfianza con los que hemos elegido es más grande.
Tenían que defendernos a nosotros y resulta que obedecen a otros. Si no se les
vota, crecen las opciones más radicales. Y se manda repetir las elecciones.
¿Cómo se sale de esta espiral tan destructiva para la democracia?
Por fin, empieza a reconocerse
—lo decía Ana Palacio en estas mismas páginas— que “hoy en día la amenaza que
pesa sobre el capitalismo no emana de la presencia del Estado, sino de la
ausencia del mismo o de su mal funcionamiento”. Si empieza a cundir la idea de
que esta situación es mala incluso para el propio capitalismo, quizás cambien
las cosas. Un Estado que no respeta la soberanía ciudadana porque obedece a
fuerzas extrapolíticas es un Estado que funciona mal porque no ejerce su
responsabilidad principal. Al mismo tiempo, se dice que el Estado es impotente
ante el poder financiero. ¿Lo es o no quiere correr el riesgo de ejercer su
potencia? Es tan impotente que ha dejado que el sistema bancario español se
pudriera sin hacer nada para evitarlo y después acude raudo a su rescate. Hay
maneras de superar la impotencia. La primera es perder el miedo al dinero. Ello
solo se puede conseguir con la complicidad ciudadana. Pero ¿cómo se puede ser
cómplice de quienes nos han dejado colgados? La segunda es ganar tamaño: si la
soberanía financiera encuentra su fuerza en el hecho de estar globalizada, la
soberanía popular ganaría capacidad si alcanzara espacios supranacionales. La
respuesta, por tanto, es la articulación política de Europa sobre una base
federal. Pero las barreras nacionales son imbatibles. Y la Comisión Europea
carece de autoridad y de legitimidad por falta de representación democrática y
por haber asumido el papel de servicial empleado del más fuerte: Alemania. Dice
un amigo mío: yo quiero una Europa con Alemania, pero si hay que optar entre
una Europa alemana o una Europa sin Alemania, me quedó con esta segunda opción.
Con unos gobernantes con poco
mando, vivimos en la confusión y en la desmoralización. El Financial Times se
pregunta: “¿Por qué a los banqueros, reguladores y funcionarios del Gobierno
español les cuesta tanto aceptar y decir la verdad?”. No estoy convencido de
que sea una excepción española. El mismo periódico apunta sombras sobre los
bancos alemanes. Pero, en cualquier caso, esta es la misma pregunta que nos
hacemos los ciudadanos. Y que nos obliga a vivir en la desconfianza permanente.
Ahora sale a la superficie el desastre de Bankia. ¿Cuál será el próximo susto?
Así no hay sociedad con ánimo para remontar. La impotencia de la política
destruye la calidad de la democracia, porque lleva incorporada la escasa
transparencia, la nula deliberación, la tendencia a prometer cosas a sabiendas
de que no se pueden cumplir, el estilo vergonzante en la toma de decisiones y
el insoportable recurso al “no hay alternativa”, “no nos gusta lo que hacemos,
pero no podemos hacer otra cosa”. Es decir, a la quiebra económica sigue la
quiebra política y a esta la quiebra moral.
Josep Ramoneda*
El País
* Nota Attac M: En la edición impresa de El País consta como autor Josep Ramoneda, no así en la digital que aparece Santos Juliá
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