I
No podía esperarse otra cosa de este gobierno y en este contexto. El
presupuesto de 2012 constituye un plan de ajuste en toda regla: reduce
drásticamente el gasto público y contiene un claro sesgo reaccionario en
la composición del mismo. El efecto final será más grave por cuanto al
recorte del presupuesto estatal hay que sumar el que aplicarán las
Comunidades Autónomas y las corporaciones locales. Dado que éstas
concentran una parte importante de los gastos sociales —sanidad,
educación, servicios sociales—, cabe esperar que el impacto social final
sea mucho más radical.
A la hora de juzgar esta política conviene diferenciar dos planos: el
macroeconómico —su impacto sobre el conjunto de la actividad económica—
y el de su composición —sus efectos particulares sobre grupos sociales,
actividades, etc.—.
En el primer plano, el macro, el diagnóstico parece sencillo. A corto
plazo, los recortes presupuestarios van a deprimir aún más la vida
económica y el empleo. De hecho, puede ya constatarse que en los últimos
trimestres los recortes de las actividades públicas han afectado al
empleo en sectores relacionados con el sector público y que su efecto
multiplicador se extiende al conjunto de la economía. Es incluso dudoso
que el presupuesto pueda conseguir lo que se presenta como su única
justificación —la reducción del déficit público—, puesto que la caída de
la actividad genera dudas sobre la capacidad recaudatoria real en los
próximos meses. Además, puede agravar los problemas de endeudamiento
privado.
Esto lo saben los promotores de la política actual, pero su
dogmatismo y su confianza ciega les lleva a pensar que la disminución de
los salarios, la reducción de la actividad pública y la orientación pro
empresarial del gobierno generarán por sí solas tal dinamismo privado
que “a largo plazo” la economía retomará su irrefrenable tendencia a la
expansión. Basta que seamos dóciles, obedientes y austeros, y el capital
nos recompensará con un futuro brillante de creación de empleo y
prosperidad. Más o menos una versión sofisticada del cuento de la
lechera que elude explicar cómo soportaremos el tránsito, cómo podremos
aguantar con cifras insoportables de paro, con ausencia de verdaderas
políticas de reorientación productiva, de apoyo de rentas básicas. Los
presupuestos los elaboran contables que siguen las órdenes de generales
que hace tiempo que han perdido la hoja de ruta, y a quienes no les
tiembla el pulso a la hora de exigir sacrificios a los demás porque
ellos no los padecen (por ejemplo, los directivos de las empresas que
cotizan en el Ibex, que, pese a ver reducidas ostensiblemente sus
ganancias, del orden del 30%, han visto recompensados sus esfuerzos con
un modesto aumento del 1,5% de sus ingresos), sin poder explicar las
características, la duración y los efectos de dichos sacrificios. De
tanto decirnos que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades,
están trabajando para que estemos mucho peor de lo que nos merecemos.
II
Si el impacto global es más que discutible, el análisis pormenorizado
induce al terror. Los únicos ministerios que afrontan recortes
moderados son los que tienen que ver con la actividad represiva del
Estado —Interior, Justicia y Defensa—, prefigurando quizá que una
sociedad con más desigualdades e injusticias sólo se sostiene con
medidas autoritarias.
Los recortes muestran una clara orientación antisocial: desaparecen
por completo las partidas de dependencia y el fondo de integración de
inmigrantes, y experimentan recortes significativos las ayudas al acceso
a la vivienda (lo cual contrasta con la reintroducción de la
desgravación por compra en el IRPF), los gastos en cultura, los de
cooperación al desarrollo, las subvenciones a la televisión pública... Y
es difícil encontrar políticas orientadas a promover un cambio de
modelo económico, puesto que también padecen recortes más que
significativos las políticas activas de empleo, la promoción de la
investigación, Renfe (quizás el preludio de otra privatización), etc.
Lo que parece tener claro la derecha es su enfoque social. No es
extraño que, al calor de los recortes, las políticas sociales se hinchen
a promover el papel del voluntariado y de la familia como alternativas.
Es la vuelta al rancio modelo de la caridad cristiana y del “sálvese
quien pueda”. En cambio, no hay ningún atisbo de idea acerca de cómo va a
reorganizarse la economía de este país, de qué sectores hay que
promover, de qué cambios en las pautas de consumo hay que incentivar, de
cómo reorientar las habilidades laborales de la gente, de cómo impulsar
un desarrollo inclusivo. Es un simple retroceso a las políticas de toda
la vida, las que descargan sobre las familias las tareas de
reproducción social, las que confían en la porra para mantener el orden
público, las que sueñan con que el mercado (un ente tan insustancial
como “Dios” o la “historia”) resolverá los problemas que no es posible
resolver de forma colectiva.
III
Completa el paquete el ajuste fiscal, pues al ya anunciado aumento
del IRPF se suma ahora, como medida principal, la revisión del Impuesto
de Sociedades. Una necesidad ineludible en un impuesto que teóricamente
grava el 30% de los beneficios empresariales y que, en la práctica, sólo
recaudaba poco más del 10%. Y que el año pasado registró un descenso de
la recaudación que duplicó la disminución de beneficios declarada por
las empresas. La situación era tan escandalosa, y las probabilidades de
obtener buenos resultados tan claras, que no han tenido más remedio que
introducir cambios, aunque por su complejidad es posible que la reforma
incluya más de una trampa en términos de equidad.
Sin embargo, este componente aparentemente progresista de los
ingresos viene acompañado de otros anuncios claramente escandalosos. Por
una parte, el nuevo esquema de tasas judiciales. En España la justicia
nunca ha sido gratuita ni igualitaria. Los pobres saben que ir a los
juzgados es cosa de ricos. Ahora la barrera es más alta y está diseñada
para evitar que aquel que se sienta maltratado en primera instancia se
atreva a recurrir. Puede argumentarse que ello desalienta las prácticas
obstruccionistas de empresarios y poderosos, pero, en vista de la
cuantía y el diseño de las tasas, la barrera afecta especialmente a los
litigantes de bajos recursos. Especialmente significativa es la
introducción de tasas en los juzgados sociales, quizá porque la reforma
laboral prefigura una mayor judicialización de las relaciones laborales y
lo que se pretende es desalentar a la gente a que use esta posibilidad
de último recurso. Y es que ya lo explicó Dickens hace más de 150 años
en Casa desolada: el sistema judicial no es recomendable para la gente común.
Y, como colofón, la nueva amnistía fiscal a los poderosos poseedores
de dinero negro. Una medida que siempre se presenta como una operación
de limpieza a fondo y que, en la práctica, suele ser una mera actuación
cosmética que deja intactas las raíces del fraude fiscal. Máxime en un
país que acaba de desmantelar la cúpula de la inspección tributaria, que
ha puesto en su dirección a una persona, Pilar Valiente, que resultó
más que quemada en el affaire Gescartera, y donde tampoco se
plantea una mejora sustancial de la inspección fiscal. No deja de ser
sospechoso que la reforma se plantee justo en el momento en que la
inspección tributaria había puesto de manifiesto las irregularidades
fiscales de poderosas familias como los Botín, los Carulla o los
Cuatrecasas. Ninguna amnistía fiscal anterior ha servido para rebajar
significativamente el fraude fiscal, pero sí que ha permitido a algunos
poderosos lavar responsabilidades hasta nuevo aviso.
IV
Si este cuento acaba mal —y hay bastantes probabilidades de que así
sea—, Rajoy y su “troupe” no van a ser los únicos en quedar en
evidencia. Al fin y al cabo, ellos podrán esgrimir que han sido fieles
seguidores de las consignas que les han dado los zares europeos, los
políticos y tecnócratas que rigen con mano de hierro y con falta de
sentido común y sensibilidad social los destinos de Europa. Aunque
seguramente, si las cosas se complican, estos líderes imperiales se
laven las manos. La complejidad del mundo real siempre permite salidas
en falso, como culpar de los problemas a una mala aplicación de la
política, a la resistencia de las víctimas locales o a cualquier
perturbación externa imprevista. La preocupación por la situación
española que empieza a manifestar alguno de estos prohombres europeos no
es más que una expresión de cinismo con la que tratan de ocultar su
propia responsabilidad.
Hay algo más preocupante aún, y es que, además de no cejar en su
empeño por aplicar políticas que nos acercan al precipicio y que dejan
intactas las causas básicas de los problemas actuales (la excesiva y
criminal financiarización, los desequilibrios productivos, territoriales
y sociales generados por la globalización, las políticas neoliberales,
los problemas que va generando la crisis ecológica, etc.), exigen cada
vez más aplicar medidas de emergencia para llevarlas a cabo, eliminar
las trabas democráticas para imponerse a corto plazo. Y ello aunque
después tengan la desfachatez de reconocer que reformas estructurales
como la laboral sólo generan resultados a largo plazo (y, por tanto, que
su implementación podría haber esperado a un sosegado debate social,
pues sus posibles efectos no servían para cubrir ninguna emergencia). Se
trata de medidas de emergencia que significan recortes en la
participación democrática, como la de imponer gobiernos tecnocráticos, o
la de aprobar reformas de la Constitución sin debate, o la de llevar a
cabo grandes reformas por la vía del decreto ley. O, como es previsible,
aplicar nuevos recortes a las libertades para impedir y coartar la
protesta social. También en esto, un análisis de lo que el nuevo
presupuesto recorta y no recorta resulta premonitorio de que nos
enfrentamos a algo más que una simple apretadura de cinturón. Nos
jugamos los derechos fundamentales.
Autopista de servidumbre
En 1944 Friedrich Hayek publicaba Camino de servidumbre, un
libro fundamental para el pensamiento antisocialista. Su argumento
básico era que la planificación y la propiedad pública eliminaban las
bases de la libertad humana y tendían a convertir a las personas en
meros siervos de algún tipo de Estado totalitario. Éste ha sido desde
siempre uno de los iconos intelectuales del pensamiento neoconsevador y
neoliberal. En gran parte, la contrarrevolución neoliberal tuvo bastante
éxito en explotar una idea reduccionista de libertad humana como base
para obtener legitimidad y hegemonía cultural.
No voy a entrar aquí a discutir todo el razonamiento de Hayek, pero
la reflexión sobre la actual reforma laboral, y el conocimiento de lo
que también está ocurriendo en muchos países con políticas neoliberales,
me han llevado a repensar el tema. Un análisis de las formas de
dominación humana en las economías precapitalistas permite reconocer una
elevada gama de situaciones en las que un grupo de individuos ha
coaccionado al resto, les ha impuesto sus intereses, los ha obligado a
una actividad laboral excesiva, les ha coartado sus acciones, les ha
vulnerado su dignidad. Alguna de estas formas de dominación han tomado
la forma de una relación entre individuos y Estado, como el trabajo
forzado en los imperios orientales o en las colonias del siglo XIX. En
otros, sin embargo, esta relación se ha basado fundamentalmente en una
relación personal, aunque claramente predeterminada por un marco
institucional externo, como es el caso de la esclavitud (una relación
amo-criado), la servidumbre feudal (una especie de “contrato” entre un
señor y un vasallo) o gran parte de las relaciones patriarcales, siempre
mediadas por relaciones familiares (en algunos casos incluso camufladas
por algo que tiene tan buena prensa como el amor). Los liberales
antisocialistas tienden a confundir la servidumbre sólo con las
variantes del primer tipo, pero suelen ser insensibles a las que existen
en las relaciones privadas. Posiblemente porque ello les conduciría a
reconocer que también en las relaciones laborales capitalistas se da una
nueva forma de servidumbre, camuflada bajo un contrato de trabajo
estrictamente privado.
El grado de servidumbre en las economías capitalistas reales ha
variado con el tiempo en función de la lucha de clases, de las
regulaciones públicas, de las oportunidades de escapar a una relación
indeseable (el pleno empleo es siempre una oportunidad para relajar la
dependencia). Por ello las peores condiciones laborales, las
dependencias más personales, se producen en aquellos contextos locales
en los que un patrono controla todos los resortes del poder local (basta
leer a un novelista conservador como Torrente Ballester para
aprenderlo).
En los últimos años, las contrarreformas laborales aprobadas en
muchos países —especialmente en los anglosajones pero también en otros—
bajo el camuflaje de la flexibilidad, la globalización y la
competitividad, han tendido a reforzar la dependencia personal de muchas
personas (en el argot económico, algunos autores hablan de la aparición
de mercados “monopsónicos” u “oligopsónicos”), con sindicatos
debilitados o inexistentes, con leyes que dan mucha manga ancha a las
decisiones empresariales, con empleados sometidos a un temor permanente
al despido, con el uso de técnicas de chantaje emocional.
Vista desde esta perspectiva, la contrarreforma laboral en marcha
constituye una clara autopista a la servidumbre, pues, más allá de
medidas concretas, lo que realiza es una donación masiva de poder a los
empresarios. Un poder que reduce los derechos individuales, fracciona la
acción colectiva, acalla mecanismos de voz e impide la actuación de
árbitros externos. Al final, reduce la relación laboral a una
dependencia personal en la que únicamente prima la voluntad del
empresario, su mayor o menor condescendencia y buena fe (siempre ha
habido amos mejores y peores). Y ya sabemos por experiencia que son las
personas sometidas a relaciones más personalizadas las que tienen peores
condiciones de trabajo y son más reacias a defender sus derechos. La
nueva ley laboral es una auténtica autopista de servidumbre. Y, como
tal, la debemos reconocer. Porque están en juego varios de los elementos
básicos del viejo programa emancipador: la igualdad, la libertad y la
fraternidad.
El plan de emprendedores
La Generalitat de Catalunya nos regala todos los meses una buena
muestra de imaginación. Si el mes pasado era el descubrimiento de que el
futuro de la economía catalana pasaba por atraer el modelo de Las
Vegas, este mes nos han obsequiado con un plan de emprendedores que,
entre otras cosas, prevé incluir su promoción en los programas docentes
de la educación obligatoria.
Como no tienen ideas claras sobre cómo salir de la crisis, ya sólo
les queda la baza de esperar a que, por generación espontánea, surjan
unos líderes económicos que creen empleo y actividad de no se sabe
dónde. El tema de la “emprendeduría” y el liderazgo forma parte desde
hace treinta años del discurso ideológico neoliberal, pensado para
reforzar la hegemonía de la clase empresarial y minusvalorar la
aportación del resto de la sociedad al bienestar general. Y ahora, con
la excusa de la crisis, se ha vuelto a poner en circulación. Y hasta ha
servido como coartada para diseñar una de las modalidades más execrables
de contratación laboral, combinando subvenciones impúdicas con
derogación de derechos (el período de prueba de un año no es otra cosa).
Los que nos venden la idea de que toda la solución pasa por los
emprendedores, olvidan que han sido ellos los que nos han llevado a
donde estamos. ¿O es que no eran emprendedores los cientos de
especuladores inmobiliarios que asolaron el territorio y alimentaron la
burbuja inmobiliaria? ¿O es que no lo son los miles de personas que
todos los años abren negocios de escasa viabilidad? Ignoran también que
en el mercado real los nuevos proyectos casi nunca salen por generación
espontánea. Personas ambiciosas las hay en todas las sociedades, pero la
maduración de proyectos requiere a menudo de fundamentos más sólidos.
Como la existencia de políticas públicas que generen oportunidades de
actividad (está bien estudiado que el impulso básico a la revolución
informática, incluida internet, provino del impulso de las políticas
militares estadounidenses). O que muchos innovadores han salido de
empresas maduras y se han limitado a desarrollar nuevas aplicaciones o
soluciones a viejos problemas conocidos. Ahora parece que lo que cuenta
es que descienda el Espíritu Santo e ilumine a una nueva generación de
individuos que desarrollarán alguna actividad ignota.
Hace pocos días tuve la oportunidad de asistir a una conferencia de
uno de estos “gurús” del nuevo liderazgo (un conocido profesor de la
prestigiosa escuela de negocios Esade, aunque algo “tocada” por las
andanzas de su real alumno). Su argumento era que el nuevo liderazgo ya
no pasa por tener una visión sobre qué hacer, sino por promover la
reflexión entre los seguidores del líder. O sea que, traducido al mundo
económico, uno se pregunta cómo van a desarrollarse nuevas actividades
si el que las dirige no tiene una mínima idea de cuáles son. Visto así,
parece claro que promover emprendedores es sólo un subterfugio para
seguir subrayando la importancia social de los empresarios, para seguir
diciéndole al resto de la sociedad que debe plegarse a sus intereses y
sus caprichos, que ceda su confianza personal a cambio de nada.
Es indudable que para salir de la situación actual faltan
iniciativas. Y que éstas siempre son sostenidas por personas. Y que
cualquier sociedad alternativa debe seguir promoviendo la creatividad,
la reflexión, la dinamización social. Pero es seguro que el modelo de
individuo autista, egotista y socialmente miope que caracteriza a la
figura del empresario capitalista-tipo no sirve para resolver los
problemas de un mundo que requiere sensibilidad ecológica, igualitarismo
social, trabajar con la complejidad de los procesos y cooperación
colectiva. Y que estos individuos difícilmente se desarrollarán sujetos a
unas reglas del juego que potencian la competitividad individual y el
narcisismo de los triunfadores, ni van a aparecer con la mera aplicación
de conjuros como es el de “desarrollar el espíritu emprendedor”.
Los individuos son ciertamente importantes. Pero el reto está en
generar un marco social donde todo el mundo tenga la capacidad de
desarrollar sus capacidades, donde todo el mundo sea respetado y
reconocido por sus aportaciones, donde la cooperación, el diálogo
igualitario y la participación permitan encontrar soluciones que vayan
más allá de los proyectos que permiten enriquecer a unos pocos. Es
tiempo para que los movimientos sociales y las experiencias de economía
social permitan desarrollar otro modelo de iniciativas y participación,
un modelo más pleno de libertad y desarrollo colectivo.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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