No pasa una semana sin que surja un escándalo relacionado con los bancos. El último fue el del banco británico Standard Chartered, acusado por el departamento de finanzas del estado de Nueva York del lavado de 250.000 millones de dólares para potencial apoyo a actividades terroristas.
Hasta ahora, el Standard Chartered
era considerado uno de los bancos más limpios, pero el 14 de agosto accedió a
pagar una gigantesca multa de 340 millones de dólares para frenar la acción
judicial.
Estamos ahora entrando en otro
nivel de la serie incesante de escándalos bancarios, ya que comienza a afectar
directamente a algunos de los más poderosos financieros del mundo, no solamente
a sus propios bancos.
Al exministro de Economía de
España y ex director gerente del Fondo Monetario Internacional, Rodrigo Rato,
se lo responsabiliza por la desestabilización del sistema bancario español, ha
sido cuestionado en una audiencia parlamentaria, y se suceden públicos
llamamientos para su enjuiciamiento.
Y, algo impensable hasta hace
poco, la oficina del defensor del Pueblo Europeo (ombudsman) ha anunciado que
iniciará una investigación acerca de la afiliación del presidente del Banco
Central Europeo (BCE), Mario Draghi, al llamado Grupo de los 30, por ser
“incompatible con la independencia, reputación e integridad del BCE”.
Draghi fue vicepresidente de
Goldman Sachs, el mayor banco de inversiones del mundo, y se acusa al Grupo de
los 30 (organización privada de altos funcionarios, financieros, ejecutivos de
corporaciones y académicos), de reunir a personalidades influyentes para
orientar decisiones en las áreas de economía, finanzas y política
internacionales.
Acusaciones semejantes han sido
formuladas durante años contra la Comisión Trilateral,
el Grupo Bilderberg y el Foro Económico Mundial. La diferencia es que el Grupo
de los 30 se ocupa específicamente de finanzas.
Por su parte, la organización no
gubernamental Corporate Europe Observatory, señala el caso de otro exejecutivo
de Goldman Sachs: Mario Monti, primer ministro de Italia, consejero
internacional de ese banco de inversiones entre 2005 y 2011.
Que todo esto tenga algún
resultado, es muy dudoso. Los lazos entre las finanzas, las corporaciones y la
política son tan estrechos que solo una verdadera revolución podría
desanudarlos.
El ejemplo más patente del camino
que se está siguiendo lo vemos en Estados Unidos, donde el costo de la campaña
presidencial probablemente superará la asombrosa suma de 2.000 millones de
dólares. Esto se debe en gran parte al fallo de 2010 de la conservadora Corte
Suprema, que extendió el derecho a la libertad de expresión de las personas a
las corporaciones.
Por lo tanto, las corporaciones
ya no están sujetas a limitaciones en sus donaciones a las campañas
electorales.
El dinero proveniente de
donaciones secretas aumentó de uno por ciento en 2006 a 44 por ciento en
2010. Este año, 26 multimillonarios donaron 61 millones de dólares a los
Comités de Acción Política. El valor del patrimonio de esos 26 magnates es
igual al valor conjunto de los ingresos promedio de 50 millones de
estadounidenses.
Es democrática la proporción
entre la libertad de palabra de 26 multimillonarios y de 50 millones de
ciudadanos “normales”?
Está clarísimo que el candidato
republicano Mitt Romney, que junto con su compañero de fórmula Paul Ryan ocupa
la derecha del escenario político estadounidense, dispone de más fondos para su
campaña electoral que su rival, el presidente Barack Obama, gracias a los
aportes de las corporaciones y en especial de los bancos.
Al parecer, algunas personas
están empezando a darse cuenta de la gravedad de la situación y de su
insostenibilidad.
Causó una gran sorpresa que
Sanford Weill (un banquero, financiero y filántropo estadounidense) declarara
públicamente que “lo que probablemente deberíamos hacer es separar los bancos
de inversión de los bancos de depósito. Los bancos no deben hacer operaciones
que puedan poner en riesgo el dinero de los contribuyentes, ni debe haber
bancos que sean demasiado grandes como para quebrar”.
Weill, expresidente del Citigroup,
exhibi durante años una placa en su despacho que decía El destructor de
Glass-Steagall”. La ley Glass-Steagall, aprobada por el parlamento
estadounidense en 1933 tras la Gran Depresión de 1929, estableció una separación
estricta entre los bancos de depósito (o comerciales) y los bancos de
inversiones.
De este modo se protegió el
dinero de los clientes de los bancos comerciales, ya que la ley dispuso que no
podía volver a ser utilizado para actividades especulativas, que quedaron
reservadas para los bancos de inversiones, por su cuenta y riesgo.
La ley Glass-Steagall fue
derogada por el gobierno de Bill Clinton en 1999 para agradar a Wall Street.
Desde entonces, John S. Reed, el
cofundador de Citigroup, ha pedido perdón por haber creado este gigante
devastador que, para impedir su quiebra, tuvo que ser socorrido por miles de
millones de dólares de préstamos gubernamentales, es decir dinero de los
contribuyentes.
Otros dos ex directores
ejecutivos de bancos de inversión, Philip Purcell, de Morgan Stanley, y David
Romansky, de Merrill Lynch, quienes jugaron papeles destacados en la revocación
de la ley Glass-Steagall, han expresado semejantes remordimientos.
Es una pena que Weill y sus
amigos ya no estén en el poder.
Hasta una módica medida, como un
impuesto simbólico a las transacciones financieras, la llamada Tasa Tobin, es
rechazada por el mundo de las finanzas, pese a que la respaldan personalidades
tan respetables como la canciller alemana Angela Merkel, el expresidente
francés Nicolas Sarkozy y su sucesor, François Hollande.
Roberto Savio
Periodista, fundador y
presidente emérito de la agencia de noticias IPS (Inter Press Service) y editor
de Other News. Italia
IPS noticias
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