Vivimos en un modelo económico dirigido por el mandato de acumular
incesantemente capital. El beneficio es el motor del sistema económico
y, desde ahí, del ritmo de la producción y la reproducción social.
Podemos discutir si, en la actual fase histórica, el que ese beneficio
se obtenga cada vez más a partir de la captación de la riqueza ya
producida en vez de a través de la producción de riqueza nueva convierte
a este sistema en algo cualitativamente distinto de lo que hemos venido
conociendo como “capitalismo”. Quizá sea algo pronto para iniciar esta
discusión que, por otra parte, nos devolvería a las viejas discusiones
sobre el comienzo del capitalismo: ¿comenzó en el siglo XVI con el auge
del capital comercial o en el XIX con el despegue del capital
industrial? Pero lo que no podemos discutir es que el beneficio sigue
mandando e imponiendo sus imperativos al cuerpo social. Pues bien, esta
obviedad, esta tontería, se pasa por alto en un 90% de los análisis
sobre la crisis actual. Evidentemente, lo pasan por alto casi todos los
análisis mainstream basados en la economía ortodoxa, ese arte
de camuflar el beneficio, pero también no pocos análisis críticos. La
crisis del euro es, sobre todo, un modelo de acumulación,
autodestructivo y nihilista, que opera en un entorno económico similar a
un juego de suma cero en el que la única manera de cumplir con el
mandato de beneficio acrecentado es imponer una violencia cada vez mayor
a la población.
La forma más habitual de no ver los imperativos del proceso de
acumulación, de no ver el mandato de acumular, es describir la crisis
actual como una “crisis de confianza”, con sus variantes “nerviosismo de
los mercados”, etc. etc. De alguna manera, hablando así se acepta que
el dinero, la inversión, se retrae y sufre un fuerte estrés por no poder
cumplir su “vocación social”, que es dirigirse hacia el sistema
productivo generando riqueza y empleo. Los problemas son externos a las
finanzas, se sitúan en algún otro punto del sistema social: familias,
empresas y, ahora mismo, el Estado. Desde este punto de vista, la crisis
es un impasse económico en el que el dinero se retrae a la
espera de que las instancias sociales culpables corrijan su
comportamiento para que los mercados financieros puedan cumplir con su
función social sin destruir riqueza. Por supuesto, el factor que se
escamotea es que los agentes financieros no cumplen función social
alguna si esta no les revierte los niveles de beneficio que ellos
demandan. De hecho, cuando Keynes ponía la “confianza” en el centro de
su teoría macroeconómica, no se refería al inasible y pringoso estado
psicológico de “los inversores” con que se nos martillea diariamente,
sino a, precisamente, la previsión de beneficios que podía ofrecer una
inversión.
Por lo demás, es evidente que en los mercados de bonos soberanos, o
en los cortos pero lucrativos ciclos ascendentes de la bolsa, el dinero,
lejos de estar embalsamado o atesorado, se mueve al ritmo de la
maximización de la rentabilidad. Eso sí, con ciertos riesgos, lógicos si
se entiende que la realización completa de esos beneficios depende de
que la mayoría de la población sea incapaz de pelear por recursos que
hasta hace bien poco le pertenecían. En todo caso, los estados
nacionales dirigidos por la UE intentan minimizar al máximo esos riesgos
generando entornos políticos y económicos en los que, efectivamente, la
población tenga la menor capacidad posible de pelear por esos recursos.
Resumiendo, los agentes capitalistas saben perfectamente que fuera de
esos nichos de beneficio financiero que son los mercados de deuda, en lo
que de manera algo ingenua llamamos la economía real, no hay ningún
proceso económico que pueda generar los niveles de beneficio que
necesitan para no incurrir en una guerra abierta entre ellos. De hecho,
lo llevan sabiendo desde hace décadas y, por eso, han ido
meticulosamente captando la riqueza que producimos entre todos y
convirtiéndola en activos financieros controlados por los mercados, que
solo han vuelto hacia nosotros convertidos en deuda/beneficio.
En este discurso de la “crisis de confianza”, hegemónico en los medios mainstream,
se utilizan la racionalizaciones y el lenguaje que utilizan los propios
agentes financieros, y sus delegados políticos, para describirse a sí
mismos. Es una situación de la que la etnología sabe bastante, una
confusión entre el enfoque emic –el discurso que el nativo tiene acerca de sí mismo y de las relaciones sociales de la tribu– con el enfoque etic
–la visión que el observador externo tiene acerca de la conducta del
nativo y de las relaciones sociales en la tribu–. Aceptar el enfoque emic,
la jerga de la “crisis de confianza” y, más grave, utilizarla en el
discurso, genera una percepción tan políticamente distorsionada como si
los nacidos en Madrid y Barcelona declaráramos ser nuer o mohicanos
altamente agobiados por un inminente ritual de circuncisión. Por
supuesto, esto no quita para que muchos agentes financieros prefirieran
formar beneficios en un entorno económico menos agónico, en el que la
oposición entre sus intereses y los de la gran mayoría de la sociedad
estuviera mediada por un modelo productivo con apariencia de fuerza
progresiva en lugar de opuestos los unos frente a los otros de una
manera tan desnuda y brutal como lo están ahora mismo. Pero tienen poco
que hacer, es la situación en la que les pone su modelo de obtener
beneficios y, de paso, en la que, como objetos de depredación, se nos ha
puesto a nosotros. Y sin lugar a dudas, por ahora nosotros, un nosotros
muy amplio, nos llevamos la peor parte. También en el discurso, o ellos
o nosotros.
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