Dos mentiras sobre la reforma laboral
I. Los partidarios de
las reformas estructurales están exultantes. Por fin una reforma del
nivel que pedían desde hace tiempo. El gobierno de Rajoy sí que está a
la altura de lo que piden los neoliberales; no le tiembla el pulso a la
hora de aplicar medidas impopulares ni de poner firmes a los
asalariados. Salvando las distancias, estamos en una situación que
rememora viejos tiempos, los del Bienio Negro de la Segunda República,
con una derecha dispuesta a demoler todas las reformas progresistas y,
en especial, a poner de rodillas a las clases trabajadoras. Más o menos
lo que hicieron tres décadas atrás Ronald Reagan y Margaret Thatcher,
que al fin y al cabo son el modelo en el que se ha orientado la derecha
española.
La reforma laboral es uno de los ladrillos importantes
de este proyecto reaccionario. No es tampoco sorprendente el apoyo de
los líderes internacionales al proyecto, puesto que estos participan
mayoritariamente de la misma visión del mundo y de los mismos intereses
que el gobierno actual (y buena parte del anterior). No se podía esperar
otra cosa de gente convencida de que los mercados solo funcionan
adecuadamente allí donde los asalariados no tienen capacidad de acción
colectiva y los derechos de los empleados se reducen a poco más que
recibir un salario en compensación por las horas que son contratados. De
gente que ha hecho un esfuerzo político, cultural y propagandístico
para expulsar del debate público (y del académico) cualquier referencia a
las desigualdades estructurales características de las sociedades
capitalistas y para reducir el debate económico al tramposo tema de la
competitividad. Han conseguido sacar de plano la lucha de clases y han
trasmutado la rivalidad capitalista en una especie de inocua competición
deportiva. Por esto ahora se atreven a presentar las reformas
estructurales como meras soluciones técnicas y los planes de ajuste como
sacrificios inevitables. Sin replantear el contexto, la reforma laboral
era una cuestión cantada.
No voy a entrar a analizar los
detalles de la reforma laboral. En parte por falta de espacio y, en
parte, porque este cometido ya lo realizan en esta entrega otros
artículos. Resulta evidente que, más allá de los aspectos específicos de
la reforma, su contenido esencial se reduce a un reforzamiento de los
derechos y el poder de los empresarios que se traducirá muy posiblemente
en un descenso de los costes laborales, una mayor variabilidad de
condiciones laborales y un debilitamiento de la presencia sindical en la
empresa. Me voy a limitar a discutir dos de las justificaciones con las
que se ha venido demandando la reforma laboral: la de su necesidad para
generar empleo y la de reducir la segmentación de las condiciones de
trabajo de los asalariados.
II. El argumento de que la reforma
laboral va a permitir la recuperación del empleo es realmente
sorprendente. Sobre todo en un país que, en el pasado reciente, si por
algo se ha caracterizado ha sido por la sucesión de períodos de fuerte
ajuste del empleo con otros de enorme crecimiento. Un país donde parte
del elevado desempleo actual ha sido provocado por el enorme ejército
industrial de reserva que se movilizó en la anterior fase de auge de los
negocios, en forma de inmigración masiva, y que, ahora que se ha
derrumbado la actividad, queda como una masa de población excedente. Si
algo ha caracterizado al empleo en España ha sido su elevada elasticidad
al ciclo, algo que se explica mucho menos por las regulaciones del
mercado laboral y mucho más por el papel crucial que en nuestra historia
reciente han desempeñado una serie de actividades, en especial la
construcción, en la configuración de nuestros particulares ciclos
económicos. Tanto en las fases de crecimiento del empleo como en las de
hundimiento del mismo, el peso de la construcción ha sido crucial, y en
la última recesión explica, por sí sola, más de la mitad de la
destrucción de empleo, sin contar el efecto arrastre que tiene en otras
muchas actividades. Si se quiere plantear en serio el tema del empleo en
España hay que abordar la cuestión de nuestra estructura productiva, la
composición sectorial de la producción. Pero este es un tema tabú que
aparece solo de refilón en los debates económicos, sobre todo porque
nadie sabe cómo resolverlo. Y porque su análisis conduce a cuestiones
que no les interesa debatir: el papel de la internacionalización, el de
las élites económicas locales y foráneas, el del sistema financiero
frente a las estructuras productivas. Siempre es más fácil culpar de los
problemas del empleo a las regulaciones del mercado laboral, en
especial a los mecanismos de protección de los derechos laborales, que
analizar las responsabilidades que atañen al capital. Siempre es más
sencillo proponer formulas simples encaminadas a demoler los derechos de
los que tienen pocos, que remover enquistadas estructuras de poder.
El argumento de que facilitando el despido se promueve el empleo es
falaz. En una fase de recesión, abaratar el despido puede traer consigo
más destrucción de empleo, puesto que su facilidad la convierte en la
primera línea de respuesta. Y es asimismo improbable que las empresas
vayan a crear más empleo en el futuro por el simple hecho de que sea
fácil y barato despedir. La creación de empleo es el resultado de un
proceso complejo en el que cuentan más las expectativas de negocio
futuras y la demanda que otras consideraciones. De hecho, se sabe
incluso que las suculentas subvenciones al empleo, como las introducidas
en los nuevos contratos de emprendedores, son casi siempre una
transferencia de rentas sin contrapartidas, puesto que las empresas no
crean empleo porque haya subvenciones sino a la inversa: si estas
existen las piden cuando se plantean contratar a alguien. (De la misma
forma que uno no se cambia de coche porque exista un plan “Renove”, pero
si hay uno no va a ser tan tonto como para perdérselo cuando se compre
un vehículo nuevo.) Es lo que en el argot técnico se llama “peso
muerto”, simple transferencia de rentas al capital alegando la creación
de empleo.
Y es también incierto que la disminución de los
salarios que van a provocar el desmantelamiento de la negociación
colectiva y la flexibilidad impuesta unilateralmente por las empresas
vayan a ser una gran fuente de competitividad. En un mundo con tantos
bienes heterogéneos y mercados tan complejos, las posibilidades de las
empresas dependen menos de los costes salariales que de su capacidad
para situarse en un “nicho” de mercado en función de su especialización,
calidad, innovación, sistema de comercialización, etc. La industria de
muy bajos salarios hace ya tiempo que ha emigrado y, dada la cantidad de
países que ofrecen salarios muy bajos, es improbable que vayan a volver
a corto plazo (otra cosa es que el alza del precio del petróleo
modifique las pautas de especialización territorial). La búsqueda de la
especialización requiere menos autoritarismo y más cooperación, menos
rebajas salariales y más innovación. Es incluso falso que Alemania haya
conseguido mantener mercados con rebajas salariales, por cuanto el
sector manufacturero exportador no ha experimentado rebajas salariales,
sino que estas se han producido sobre todo en los sectores de servicios
ajenos a la competencia internacional. Provocar una caída sostenida de
los salarios constituye una forma de devaluación competitiva que, a la
larga, lo único que genera es más depresión y paro. Y es que los
economistas que solo ven los salarios como un coste a reducir ignoran
que estos garantizan dos tercios de la demanda de bienes y productos y
que los recortes salariales acaban por traducirse en una caída de la
actividad.
III. La otra gran coartada de la reforma laboral ha
sido la de recortar la enorme segmentación del mercado laboral español;
esto es, las enormes desigualdades de condiciones laborales entre grupos
diferentes de trabajadores. La idea de que tenemos un mercado laboral
dual, con un núcleo de trabajadores altamente protegidos gracias a las
costosas indemnizaciones por despido, y una periferia de temporales,
siempre sobreviviendo entre el empleo y el paro, surgió a principios de
los años noventa, cuando la evidencia de la elevada tasa de temporalidad
hacía insostenible mantener que el mercado laboral español era
particularmente rígido. Los partidarios del dualismo sostenían que se
mantenía la rigidez en el caso de los trabajadores fijos, difíciles de
despedir. Y esta rigidez se traducía en una brutal diferenciación de
condiciones de trabajo entre fijos y temporales. Cualquiera que lea las
páginas económicas de El País habrá podido leer este argumento muchas
veces en los últimos meses.
Es cierto que el mercado laboral
español se caracteriza por un elevado grado de desigualdades en muchos
campos: salarios, estabilidad, condiciones de trabajo, etc. Pero es más
que discutible que ello se explique solo por esta dualidad entre tipos
de contratos. Cuando se analiza con detalle el mercado laboral, se
percibe que hay otros muchos mecanismos de diferenciación, especialmente
el tipo de convenio colectivo que se aplica en cada empresa, el grado y
tipo de presencia sindical, el reconocimiento formal de las
cualificaciones, el género de las personas, su situación legal en
función de las leyes de extranjería, la diferenciación entre empleo a
tiempo completo y a tiempo parcial... Y que el núcleo de estas
desigualdades no está en un pretendido enfrentamiento entre sectores de
trabajadores, sino en las políticas empresariales de diferenciación,
división y elusión de riesgos. Y que las desigualdades se han ampliado
significativamente a través de las estrategias empresariales de
externalización de tareas, recurriendo a subcontratas que habitualmente
operan con convenios que establecen peores condiciones de trabajo.
También puede observarse que el apego empresarial a los contratos
temporales no es solo una cuestión del coste del despido, sino también
un medio de control y presión sobre el trabajador individual, al que se
le amenaza con la no renovación del contrato si no cumple los estándares
que se le exigen.
La nueva reforma laboral lo que va a provocar
es un crecimiento insoportable de los mecanismos por los que las
empresas podrán diferenciar y degradar las condiciones de trabajo. En
primer lugar, por la primacía de los contratos de empresa que abren la
vía tanto a la destrucción de condiciones marco (comunes a todos los
trabajadores de un sector) como a la profusión de convenios con escaso
contenido en derechos. En un mundo empresarial tan fragmentado, se abre a
las pequeñas empresas la posibilidad de negociar convenios con
trabajadores de confianza, sin tutela sindical, que degraden claramente
las condiciones de trabajo. Lo cual, además, abre la vía a profundizar
en las dinámicas de externalización: las grandes empresas podrán reducir
costes encargando nuevas tareas a pequeñas subcontratas que operen con
convenio propio. En segundo lugar, por todas las prerrogativas
concedidas a los empresarios a la hora de introducir cambios en las
condiciones de trabajo de los empleados individuales. Una cesión de
poder que va a hacer mucho más difícil la acción colectiva y que
favorecerá la discriminación de condiciones de trabajo entre personas de
la misma empresa. Y, en tercer lugar, la cesión completa de la
intermediación del mercado laboral a las empresas de trabajo temporal,
algo que abre claramente la puerta a que estas empresas practiquen una
gestión autoritaria de la intermediación, diferencien entre trabajadores
“buenos” y “malos”, condicionen el reconocimiento de derechos, etc. La
cesión de mucho más poder a los empresarios siempre se ha traducido en
fragmentación y división de la clase obrera. Y la nueva ley contiene
todo un arsenal de medidas para que ello sea posible.
IV. La
reforma radical que ha impuesto Mariano Rajoy significa, además, una
impugnación completa de la política de pactos por medio de los cuales
los sindicatos trataron de capear la situación. De hecho, no es una
novedad completa: las principales reformas laborales se han aprobado en
España con la oposición sindical, pero ahora la apuesta es mucho más
fuerte que nunca, aprovechando la crisis y confiando en que una
población aterrorizada será incapaz de ofrecer una respuesta social
contundente. La reforma puede ser el principio de un desmantelamiento
completo del marco laboral, pues aún quedan piezas por tocar, algunas ya
apuntadas por los voceros del Partido Popular: una ley antihuelga, la
reforma de la ley orgánica de libertad sindical, una nueva reforma del
sistema de protección al desempleo y una nueva reforma del sistema de
pensiones públicas. Esta última puede estar ya prefigurada en el
generoso sistema de bonificaciones de cuotas a las empresas que se
incluye en las medidas de “promoción del empleo”, y que pueden ayudar a
desestabilizar el marco presupuestario del sistema de pensiones.
El marco que prefigura esta reforma es el de la devastación de los
derechos laborales y sociales. Y se ha aplicado en un momento en que la
capacidad de resistencia social parece limitada. Se requerirá mucho
esfuerzo de explicación, de educación colectiva, de organización social,
de iniciativas reivindicativas y políticas para cambiar la dirección de
los cambios. Los sindicatos tienen ante sí una enorme amenaza y una
enorme responsabilidad. Pero también la mayoría de la población que
experimenta un saqueo de sus derechos. Por todo ello, lo realmente
necesario es encontrar vías de acción que realmente generen una fuerza
social capaz de impugnar el modelo social que los reaccionarios tratan
de imponernos.
La economía compasiva contra el Estado de bienestar
En tiempos de recortes y alzas de impuestos y tasas públicas, renace la
economía compasiva. Entiendo por tal la introducción de descuentos o
tarificación de cuotas en función de la renta personal. Es el tipo de
respuesta que adoptan las administraciones cada vez que anuncian una
nueva tasa, como está ocurriendo en Catalunya con la tasa por receta, la
contribución a los servicios de dependencia, etc. Con ello, las
autoridades tratan de frenar el rechazo social y de dividir a la
población. A menudo permite su aceptación en el convencimiento social de
que es justo que más pague quien más lo puede hacer. Mi punto de vista,
en cambio, es negativo, pues esta forma de plantear la cuestión es la
vía más directa para demoler cualquier proyecto de Estado del bienestar
basado en una contribución universal progresiva a su financiación y en
una prestación universal.
De entrada, los partidarios de
tarificar por renta el acceso a las prestaciones soslayan algunas
cuestiones elementales. La primera es que el modelo exige la
introducción de un mecanismo evaluador de las rentas de cada cual, con
lo que propende a incrementar los costes administrativos del proceso, lo
cual contradice una política de austeridad. La segunda es que la
tarificación se basa en fijar cuotas entre intervalos de renta fijados a
menudo de forma aleatoria (o buscando minimizar el impacto de los
descuentos), lo que genera importantes discriminaciones entre personas
en situaciones económicas muy próximas. Imaginemos, por ejemplo, que se
exime de pagar cuota de recetas a los perceptores de rentas inferiores
al salario mínimo, pero no al resto. La diferencia de coste es muy
fuerte entre alguien que percibe 639 euros y alguien que gana 650, pese a
que su situación es muy similar.
Los problemas más importantes
se encuentran, sin embargo, en otras partes. Por un lado, en países con
un elevado nivel de rentas no declaradas, algo que no es aleatorio sino
que tiene que ver con la posición laboral y el origen de las rentas de
cada cual, las posibilidades de situarse en los niveles bajos de tarifa
dependen tanto de la renta que gana cada cual como de su posibilidad de
hurtarla al fisco. Se genera un enorme problema de equidad horizontal,
entre personas con iguales niveles de ingresos, puesto que los que
declaran todas sus rentas tienen mayores posibilidades de tener que
pagar tarifas mayores que los que consiguen sustraerlas. Se genera un
enorme incentivo a la rebelión fiscal y se favorece el empleo irregular.
Algo especialmente posible en nuestra situación, en que las empresas
pueden ofrecer contratos a tiempo parcial con horas extra “en negro”, en
que muchas personas pueden buscarse un empleo informal para eludir la
persecución bancaria por impago de hipotecas y en que ya hay tanta
tradición y tolerancia en lo relativo a la evasión fiscal. Se corre el
riesgo no solo de reforzar la injusticia, sino también de erosionar la
base de recaudación. Y contar además que el agravio de los que no pueden
esconder rentas constituye un elemento adicional en favor de rebajas
fiscales. La economía compasiva es una vía directa a la insolidaridad y
la demolición de los servicios públicos.
Si lo que se pretende
es que exista una progresividad en la financiación del bienestar, la vía
más adecuada es la de una imposición progresiva sobre la renta, que
haga pagar proporcionalmente más a quien más gana. Y que exige una buena
información sobre las rentas y una dura represión sobre las rentas no
declaradas. Y un acceso universal a los servicios públicos.
Es
incluso dudosa la fórmula de eximir del pago a los desempleados, a los
jubilados o a cualquier otro colectivo. Sobre todo porque se trata de
grupos muy heterogéneos en cuanto a renta y porque se trata a todo el
mundo por igual. Salvo en casos muy específicos, lo que debe hacerse con
estos grupos es garantías adecuadas de renta sometidas al modelo
impositivo común (lo que en muchos casos conllevará que los jubilados o
los parados con menores ingresos no contribuirán y se les garantizarán
unos ingresos suficientes).
La economía compasiva es una vía más
para legitimar la demolición del Estado de bienestar, y lejos de
propiciar la protección de los más necesitados acaba por erosionar los
ingresos públicos y por convertir los servicios públicos en guetos para
pobres. Forma parte del disfraz con el que se tratan de legitimar los
planes de ajuste neoliberales.
La economía del casino: pasado y futuro
El término “economía del casino” se ha acuñado para definir el tipo de
actividades económicas que tienen lugar en muchos mercados financieros
donde a diario se compran y se venden activos, muchos de ellos
ficticios, derivados de activos reales; a veces, meras apuestas sobre
cómo evolucionará la cotización de una divisa, una materia prima o un
índice bursátil. Más o menos parecido a lo que hacen los ludópatas en
los casinos: realizar apuestas peligrosas con la expectativa de tener
una buena racha y forrarse. La diferencia es que los casinos financieros
son aún más sofisticados; sus agentes son profesionales “muy
preparados” que trabajan para grandes instituciones financieras y que
muchas veces se juegan el dinero de los demás. Por el tamaño de las
transacciones y el impacto de sus decisiones, el casino financiero es
mucho mayor y más pernicioso que el mundo del juego puro, aunque este
último suele estar más a menudo bajo la mirada crítica de los
moralistas, y su expansión ha sido mucho más controlada que la del
sector financiero.
Hay algo más que pistas para culpar a la
economía de casino financiero de los problemas que padece gran parte de
la humanidad. Allí se han desencadenado las burbujas financieras que han
acabado con la salud económica de tantos países, allí se están
generando los procesos especulativos sobre materias primas que tanta
importancia tienen en la gestación de hambrunas e incluso guerras. La
organización de este casino juega, además, un papel relevante en los
movimientos de capitales internacionales que presionan a los gobiernos y
facilitan la evasión fiscal y el deterioro de lo público. Y la economía
del casino es en parte responsable de la inestabilidad sistémica
experimentada en la época neoliberal, y que ya antes del gran crac de
2008 dio lugar a una larga sucesión de crisis financieras que asolaron a
zonas enteras del planeta. Desde el crac de la bolsa de Nueva York en
1987, se sucedieron ocho grandes sacudidas en el mundo occidental y
tuvieron lugar graves episodios en la periferia (crisis tequila, rusa,
del sudeste asiático...). Todo parecía indicar que desactivar la
peligrosa economía del casino debía ser una prioridad para recomponer un
mundo económicamente sensato. Una vana ilusión que muchos tuvimos a
finales de 2008 y que, por el momento, ha quedado aparcada en la lista
de las reformas estructurales que de verdad deberían acometerse.
Y cuando la crisis del casino financiero está haciendo estragos en
nuestro país y resulta claro que, entre otras cosas, se requiere una
reorientación productiva, nuestros gobernantes descubren de golpe que lo
que nos puede salvar es la otra economía del casino, la tradicional, la
de los crupiers, las ruletas, los tahúres, el alcohol y el tabaco.
Realmente patético.
La pugna de los gobiernos autonómicos de
Madrid y Catalunya por atraer a Eurovegas produce sonrojo a toda persona
con un mínimo de dignidad. Sonrojo por contar con unos gobernantes
amnésicos sobre las experiencias recientes de proyectos similares (los
fracasos de tantos parques temáticos que se han convertido en sumideros
de pérdidas: Isla Mágica, Terra Mítica), por los proyectos fracasados
(Ciudad Real, los Monegros), por el dinero invertido para tratar de
atraer a Eurodisney por parte del gobierno de Pujol (algo que sirvió al
grupo norteamericano para sacar más concesiones de los franceses).
Sonrojo por su servilismo ante un empresario que está más cerca de la
actividad mafiosa que de los empresarios innovadores, resulta risible
que alguien que se las da de “gran científico por encima de las
ideologías” se pegue un viaje de varios miles de kilómetros para prestar
pleitesía a alguien que está jugando una partida de póquer con
nosotros. Sonrojo por tratarnos de imbéciles queriéndonos presentar este
proyecto como una necesidad estratégica de futuro, cuando es una simple
variante más del modelo seguido en los últimos años. Sonrojo por tratar
de minimizar las concesiones de todo tipo —impuestos, normas laborales,
regulación del tabaco, inversiones públicas, etc.—, cuando de lo que se
trata es de crear, en Madrid o Barcelona, una “zona franca” bajo
control foráneo del tipo de las que existen en los países en desarrollo.
Verdaderos espacios privados. Sonrojo por unos gobernantes que no han
dudado en presentarse como valedores de los valores tradicionales y que
ahora se mueren por promocionar un modelo de negocio basado en los
vicios privados más clásicos y en una actividad donde la mafia tiene,
cuando menos, puesta la pezuña. No deja de ser chocante que, a escasos
kilómetros de donde se propone instalar el Eurovegas catalán, se
ubicaran los mayores macroburdeles de la urbe barcelonesa, que fueron
objeto de rechazo social y de espectaculares operaciones policiales. Hay
territorios que no parecen poder escapar a un designio inapelable.
Pensábamos que la economía de casino era un modelo a extinguir, y
descubrimos que ahora el casino nos marca el modelo a seguir para la
economía que viene: sin derechos laborales, sin impuestos, sin
regulaciones, controlada por mafias, con gobiernos serviles, con los
vicios de siempre como base productiva.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto-e
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