Hace poco un compañero sindicalista me retaba, con cariño, a explicar
cómo se relacionan crisis económica y crisis ecológica. Recojo el
guante y aprovecho para transmitir un mensaje clave. Una salida duradera
a la crisis económica pasa necesariamente por luchar al mismo tiempo
contra la crisis ecológica.
Y será más factible tener éxito en esta tarea si los sindicatos
interiorizasen más esta realidad e hicieran de la ecología un eje
central de su teoría y práctica.
De hecho, crisis económica, social y ecológica son tres facetas de
una misma crisis. Son interdependientes y se retroalimentan entre ellas.
No es sorprendente puesto que nuestro modelo de organización social y
económica depende de los recursos naturales disponibles y, a su vez, la
salud de nuestros ecosistemas (y por tanto de nuestro futuro) dependen
de este modelo socio-económico. Por un lado, la globalización y las
economías llamadas modernas están totalmente basadas en la energía y
materias primas baratas, abundantes y de buena calidad. Por ejemplo, el
transporte o el sistema agroalimentario dependen de los combustibles
fósiles en general y del petróleo en particular. Por otro lado, los
impactos sobre el medio ambiente del sistema económico son hoy patentes.
El cambio climático, de origen humano, es una amenaza para las
generaciones futuras y nuestra economía: en caso de seguir los
escenarios de Business as usual, los costes del cambio climático podrían ser superiores al 20% del PIB europeo en los años venideros.
Para ilustrar este análisis, tomemos el ejemplo de la crisis del
2008. Es evidente que la falta de control y regulación de los mercados,
la avaricia del 1% o la desconexión entre finanzas y economía
productiva, son elementos esenciales que explican parte de la crisis.
Pero no lo explican todo. Como hemos apuntado, nuestra máquina
socio-económica tiene un problema de drogadicción con el oro negro. Por
desgracia para ella, desde 1999 los precios del petróleo no han parado
de aumentar principalmente por los efectos acumulados del techo del
petróleo (es decir escasez de oferta), la creciente demanda en constante
aumento (principalmente en los países emergentes como China o la India)
y la especulación (que se aprovecha de la tensión entre demanda y
oferta). Lógicamente, cuando ya no tiene acceso a buen precio a su dosis
diaria, la máquina se pone gravemente enferma. Y más aún si de por sí
no está en buen estado de salud (al haber por ejemplo comido demasiados
“activos tóxicos”).
En la actual crisis, tras un aumento continuo desde 1998, el barril
de petróleo superó por primera vez los 100 dólares a finales de 2007 y
alcanzó su máximo en julio del 2008 con 147 dólares. Como se analizaba
antes de la crisis incluso desde la FED (el banco central
estadounidense), ese aumento récord de los precios del crudo fue una de
las principales fuentes de inflación. Además de suponer un alza de los
precios de los alimentos con consecuencias dramáticas para los países
del Sur, la inflación supuso una brutal pérdida de poder adquisitivo
para las clases medias y bajas y un aumento de las tasas de interés (y
de las hipotecas). Al mismo tiempo, un mayor precio del petróleo
significó también un mayor precio de la energía y de la gasolina. En un
país como Estados Unidos donde el coche es imprescindible para ir a
trabajar y por tanto generar un salario que a su vez permita pagar la
casa, mucha gente —a quién se le había otorgado hipotecas basuras sin
ningún tipo de control— se vio económicamente ahogada entre la “pared
hipoteca” y la “espada gasolina”. Por tanto, el economista Jeremy Rifkin o el sindicalista Manuel Garí en un reciente artículo en eldiario.es
tienen razón en afirmar que la actual crisis económica tiene, como uno
de sus principales detonantes, el precio de la energía. Junto con otros
factores sistémicos (dominio de la economía financiera, connivencias
entre mercados y alta política, agencias de calificación de riesgos al
servicio de la banca, etc.), formó parte de un cóctel explosivo que
desembocó en la mayor recesión desde 1930.
Pero es que incluso si atendiésemos a los factores sistémicos no
ecológicos (que sí o sí tenemos que erradicar), la máquina seguiría
enferma porque, en el fondo, tiene un problema de metabolismo. Vicenç
Navarro afirma por ejemplo que “si los salarios fueran más altos, si la
carga impositiva fuera más progresiva, si los recursos públicos fueran
más extensos y si el capital estuviera en manos más públicas (de tipo
cooperativo) en lugar de privadas con afán de lucro, tales crisis social
y ecológica (y económica y financiera) no existirían” (Público, 07-03-2013).
Sin embargo, eso no es suficiente. Incluso si redistribuyéramos de
forma equitativa las rentas entre capital y trabajo, y todos los medios
de producción estuviesen en manos de los trabajadores, la humanidad
seguiría necesitando las 1’5 planetas que consume hoy en día (y no hace
falta recordar que “no tenemos planeta B”). Al fin y al cabo, nuestro
sistema socio-económico heredado de la revolución industrial es como un
aparato digestivo a gran escala con problemas de sobrepeso
estructurales. Ingiere recursos naturales por encima de las reservas de
la nevera Tierra, los transforma en “bienes y servicios” que (además de
ser mal repartidos) no son buenos para la salud de sus glóbulos rojos, y
produce demasiados residuos no asimilables por su entorno.
Además este cuerpo tiene una enfermedad añadida: no sabe parar de
crecer. Y para alimentar este crecimiento infinito, calculado por el
crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), necesita absorber muchas
proteínas abundantes y baratas (la energía) y quemarlas sin restricción
hacia la atmósfera (el 75% de las emisiones de CO2 desde la época
preindustrial resultan de la quema de los combustibles fósiles). Eso
ocurre en las economías productivistas en general y en España en
particular donde, como demuestra
Jesús Ramos, “el crecimiento real de la economía española ha ido de la
mano de un crecimiento en la misma proporción del consumo de energía”.
Dicho de manera simplificada, el PIB es una función de la energía
disponible. Cuando no hay suficiente petróleo, que representa el 40% de
la energía final en el mundo, no hay “suficiente energía” y no hay
“suficiente PIB”. Es lo que hemos verificado desde 1973: no consumimos
menos petróleo por culpa de la(s) crisis sino que estamos en recesión
(entre otros motivos) por tener menos petróleo. Y la recesión se hace
hoy aún más fuerte en los países con mayor dependencia energética en
Europa que, casualidad, son Grecia, Portugal, España e Irlanda…
Sin embargo, sanar el enfermo es posible. Primero, se debe hacer un
diagnóstico correcto basado en entender que 1) cualquier economía es
indisociable de la realidad física que la sostiene 2) como demuestra Tim
Jackson en su libro Prosperidad sin crecimiento,
no es posible desacoplar de forma convincente el PIB del consumo de
energía y de las emisiones de CO2. De hecho, por mucho que disminuyan la
intensidad energética y el CO2 emitido por unidad producida, las
mejoras tecnológicas se encuentran sistemáticamente anuladas por la
multiplicación del número de unidades vendidas y consumidas en términos
absolutos (es el llamado “efecto rebote”). Por tanto, el paciente
necesita urgentemente deshacerse de su “drogadicción al crecimiento” y
adoptar un nuevo estilo de vida saludable. Como cualquier ser humano que
una vez llegada su edad adulta sigue madurando sin crecer de tamaño,
debe reconocer que su bienestar ya no depende del crecimiento del PIB.
Debe también solucionar sus problemas de sobrepeso desde una doble
perspectiva de justicia social y ambiental: reducir su huella ecológica
hasta que sea compatible con la capacidad del planeta a la vez que
redistribuye de forma democrática las riquezas económicas, sociales y
naturales.
En este camino hacia la sociedad del vivir bien, los sindicatos (y
los intelectuales de izquierdas) son fundamentales. Tras su nacimiento
al calor de la revolución industrial, se pueden reinventar a la luz de
los límites ecológicos del Planeta. Pueden hacer suya esta nueva
realidad social y ecológica, y llevarla a los centros de trabajo. La transición ecológica de la economía puede
convertirse pues en el eje de una visión y lucha compartida entre los
movimientos obrero y ecologista (y ¡muchos más!). Ya que la crisis
económica tiene raíces ambientales, solo habrá economía próspera, paz y
justicia social si remediamos también a la crisis ecológica.
Florent Marcellesi
Coautor de “Adiós al crecimiento. Vivir bien en un mundo solidario y sostenible”
Coautor de “Adiós al crecimiento. Vivir bien en un mundo solidario y sostenible”
Público.es
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