A finales del mes de diciembre publicaba en este diario un artículo
con el mismo título en el que mantenía la tesis de que la causa del
cuantioso déficit del sector público español se encuentra no en el
exceso de gastos sino en la caída de la recaudación, y añadía que, para
equilibrar las finanzas públicas, no queda otro camino que no sea el de
reformar a fondo el sistema fiscal.
Recientemente, Eurostat
ha hecho público el dato de presión fiscal armonizada en 2011 para
todos los países de la Unión Europea, confirmando lo que en aquel
artículo se decía: en primer lugar, que nuestro país tiene la presión
fiscal más baja de la Europa de los quince (32,4%), inferior incluso a
Grecia (34,9) y a Portugal (36,1), y no hablemos de la diferencia, por
ejemplo, con Francia que es de trece puntos, o con Italia y Alemania, de
diez y de ocho puntos respectivamente; en segundo lugar, que desde el
comienzo de la crisis (año 2007) la presión fiscal ha descendido casi
seis puntos.
Es este segundo aspecto el que resulta un tanto sorprendente, porque
si en una crisis como esta resulta lógico que la recaudación descienda,
la coherencia desaparece cuando hablamos de presión fiscal (cifra de
ingresos obtenidos, dividida por la renta nacional o por el PIB), ya que
el decremento se produce tanto en el numerador como en el denominador
y, por lo tanto, la presión fiscal debería mantenerse más o menos
constante, o aumentar si, tal como ha ocurrido en España, se han
introducido cambios normativos con subidas de tipos.
La explicación de fenómeno tan extraño hay que buscarla en un reparto
desigual de la carga de la crisis y de los impuestos. Son las capas
bajas y medias las que están soportando principalmente los ajustes y es
precisamente sobre estos mismos colectivos sobre los que recae en mayor
medida la carga fiscal. Eso hace que la recaudación descienda mucho más
que el PIB, y se reduzca en consecuencia la presión fiscal. Lo cierto es
que sin incrementar esta última magnitud será imposible corregir el
déficit y mantener el Estado del bienestar, y para incrementarla se
precisa un reparto de la carga más equitativo y generalizado.
Muchos son los aspectos a considerar en una reforma fiscal si se
pretende realizarla en profundidad, pero sin duda la lucha contra el
fraude debe ocupar un lugar de preeminencia. Habrá que comenzar por
modificar la calificación del fraude. Hoy, en la casi totalidad de los
casos se le trata como infracción administrativa y únicamente en
ocasiones muy excepcionales se contempla como delito. Es preciso
invertir los términos o al menos dar mucha más extensión a la figura del
delito fiscal. Para los grandes defraudadores, las sanciones
pecuniarias carecen de efectividad, tanto más cuanto que se redujeron en
la última reforma de la Ley General Tributaria y se mueven actualmente
en unos niveles ridículos. El juego de probabilidades juega a favor del
defraudador. Es una lotería a la que siempre se gana. Tan solo la
aplicación del Código Penal, con penas de privación de libertad, puede
surtir efecto. El delito fiscal tendría que desarrollarse mucho más, con
una casuística prolija, al igual que cualquier otro delito, y debería
reducirse el mínimo actual, eliminándolo incluso en aquellos procesos en
los que el ánimo de defraudar se haga evidente.
El pasado uno de enero ha entrado en vigor el deber de declarar a la
hacienda pública los bienes (cuentas, inversiones mobiliarias e
inmobiliarias) que se posean en el extranjero. La medida resulta muy
conveniente no solo por el efecto que pueda tener en la persecución del
dinero negro, sino también porque si el euro se rompe o España se ve
forzada a salir de la Eurozona -supuesto que no tiene nada de
improbable-, tendrán que imponerse medidas de control de capitales. No
obstante, hay que preguntarse si tal obligación va a ser eficaz. Al
haber tipificado su incumplimiento como infracción, sujeto tan solo a
multa, a la mayoría de los contribuyentes les tendrá más cuenta no hacer
la declaración y correr ese pequeño riesgo de que Hacienda los
descubra.
El ministro de Hacienda ha prometido publicar la lista de los
defraudadores, tal como se hace en otros países, por ejemplo en Irlanda y
en el Reino Unido. Ya han surgido voces criticando la medida,
observando que la Ley General Tributaria establece la obligación del
secreto fiscal. Desde luego, la finalidad de la norma no ha sido nunca
la de impedir que los ciudadanos conozcan quién o quiénes les están
robando, sino la de que la Administración tributaria no pueda revelar
aquellos datos de carácter confidencial de los contribuyentes a los que
ha tenido acceso al realizar su labor. En cualquier caso, después de
unos años en los que se ha cambiado un gran número de leyes, no parece
demasiado difícil modificar este artículo de la Ley General Tributaria.
Conviene recordar a este respecto que cuando se creó el IRPF en los
años de la Transición se impuso al Ministerio de Hacienda la obligación
de publicar la lista de todos los contribuyentes con indicación para
cada uno de ellos de la cantidad con la que había contribuido. Durante
dos o tres años las listas se hicieron públicas con regularidad y gran
eficacia, de modo que cada ciudadano podía saber cuánto había tributado
el vecino y cuál había sido la carga fiscal de las grandes fortunas, y
de los políticos y demás personajes públicos. La medida ciertamente no
duró mucho tiempo. Era demasiada transparencia y dejaba al descubierto
muchas vergüenzas. Con el pretexto del terrorismo, se suprimió para
siempre jamás. ¿No habrá llegado el momento de retomarla? Las realidades
tremendamente escandalosas se corrigen muchas veces, o al menos se
palian, a través del mero conocimiento por parte de la sociedad.
Imposible mantenerlas cuando son conocidas por todos. “Luz y
taquígrafos” puede convertirse en arma principal en la lucha contra el
fraude fiscal.
Juan Fco. Martín Seco
República.com
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