De un mal diagnóstico solo pueden derivarse soluciones erronéas. Y
uno de los peores diagnósticos de la crisis actual es el que sitúa el
excesivo gasto público y el déficit como uno de los problemas
estructurales de la Economía Española.
Si algo ha caracterizado al sector público español es su
infradesarrollo respecto al modelo imperante en la mayoría de países
europeos. Un infradesarrollo fruto de un largo proceso histórico que el
franquismo consolidó reduciendo las estructuras del Estado. Uno de los
pocos avances sociales de la transición fue, junto a la conquista de las
libertades políticas, una reforma fiscal que posibilitó precisamente un
importante salto en el papel de lo público. Cualquier persona mayor
puede recordar cuál era el entorno urbanístico y de servicios públicos
de su entorno y compararlo con el actual. La expansión de lo público
generó además una importante cantidad de empleos que, sobre todo,
abrieron oportunidades a las personas con estudios. En la configuración
social española ello ha jugado un papel importante en la configuración
de las clases medias asalariadas y, en especial, en la expansión del
empleo femenino. Si valoramos la expansión del sector público en
términos de servicios y de empleo es evidente que su crecimiento ha sido
crucial para mejorar el bienestar de la población.
El problema es que esta expansión de lo público, en gran parte
generada por las movilizaciones sociales de la transición primero, y la
necesidad de obtener legitimación social para las élites políticas
después, estuvo lastrado por diversos elementos que contribuyeron a
condicionar su desarrollo. En primer lugar el propio hecho histórico de
que la expansión del Estado de bienestar coincidiera en el tiempo con la
irrupción de la economía neoliberal y su catecismo de pseudo-verdades
en torno a los males de lo público. Incluyendo el dogma de la
preminencia de la gestión privada, que explica porqué en nuestro país la
externalización de actividades públicas es tan importante. En segundo
lugar, la escasa cultura fiscal. La derecha y los ricos, siempre
reticentes a pagar impuestos y a abortar cualquier política
redistributiva, consiguieron una importante hegemonía en el conjunto de
la población a la hora de favorecer un sistema fiscal injusto y poco
desarrollado. En tercer lugar, la existencia de grupos bien organizados,
con estructuras preexistentes que tuvieron capacidad de imponer un
desarrollo de los servicios públicos de provisión no universal.
Resultado de estas presiones es la permanencia de un sistema educativo
dual y un sistema sanitario fragmentado (especialmente allí donde las
mutuas privadas tenían más arraigo). Y en cuarto y último lugar, la
persistencia de culturas clientelares que explican alguna de las
experiencias más nefastas de la intervención pública reciente.
Fruto de estas dinámicas, el peso del sistema público español siempre
se ha situado, en términos de volumen, por debajo de la media europea.
En términos de gasto, entre 4 y 6 puntos del PIB en los últimos años,
según la evaluación de Eurostat, y más de 10 puntos si se toma como
referencia los países con mayor desarrollo del sector público, como los
nórdicos o Francia. Una situación que se repite cuando se evalúa el
gasto social: En 2007, al principio de la crisis, el gasto social
español se sitúaba 5,6 puntos por debajo de la media europea. La
distancia se ha reducido en los últimos años a 3,1 puntos por efecto de
la crisis (gasto en desempleo) de jubilaciones numerosas, así como de
los recortes en educación, y no por cambios en las políticas (los datos
pueden cotejarse en el Informe Estadístico Anual que publica el
Ministerio de Empleo y Seguridad Social). En conjunto, el gasto público
español está por debajo de lo necesario para garantizar un buen
desarrollo social.
Aunque es posible que este menor gasto esté al mismo tiempo
distorsionado por otra cuestión. El impacto del sector público depende
tanto de su tamaño como de los fines a los que destina el gasto. Por
ejemplo, Estados Unidos no sólo es un país con un gasto público
relativamente reducido sino que dedica una elevada proporción a
financiar un gasto bélico que poco beneficia a la mayoría de la
población. En España está distorsión del gasto público también se ha
producido (posiblemente en menor escala) con la inversión en
infraestructuras costosas, muchas de ellas de dudosa utilidad social,
pero que han permitido enriquecer a un reducido núcleo de grandes
empresas que año tras año han sido capaces de controlar más del 50% de
toda la inversión pública en obras e instalaciones. Un grupo de ocho
empresas (constituido por ACS, FCC, Ferrovial, Acciona, OHL, Sacyr,
Isolux Corsan y Comsa Emte) que ha sabido generar un amplio consenso en
torno a lo bueno de las infraestructuras (a pesar de la evidencia de lo
inútil y costoso de muchos de los aeropuertos, autovías, lineas de AVE,
desaladoras, etc., construidos en los últimos años). Empresas que ahora
toman posiciones en la gestión de servicios públicos y que no dudan en
endosar al Estado sus “muertos”, como es el caso reciente de la fallida
red de autopistas alrededor de Madrid y del Sureste. Ellos, junto a
otros grupos parecidos (como Eulen, Abengoa, Abertis, Agbar...) son los
verdaderos apóstoles de la externalización. Un eufemismo útil para encontrar nuevas fórmulas para seguir extrayendo renta del conjunto de la población.
Tenemos por tanto un sector público insuficiente y distorsionado. Un
sector que ha visto desplomar sus ingresos no sólo por la crisis sino
también porque la sucesión de reformas fiscales de la fase anterior
(desde el último Gobierno de Felipe González en adelante) habían minado
las bases de una recaudación sostenible. Mientras se mantuvo la burbuja,
la situación parecía sostenible. De hecho el presupuesto español hasta
tuvo superavit y el endeudamiento era insignificante. Pero cuando
explotó la burbuja, faltaron redes para contener la caída fiscal y
situar el peso de los ingresos públicos españoles al nivel de los países
más pobres de la Unión Europea (Bulgaria, Letonia, Lituania...).
Hace falta un sector público mas desarrollado, lo que requiere una
reforma fiscal progresiva que aumente su equidad. Hace falta un sector
público eficiente en términos sociales y por tanto que reduzca el peso
de los grandes oligopolios de lo público. Y hace falta un sector público
capaz de impulsar el cambio en las estructuras productivas a las que me
referí en la nota del mes anterior. Un sector público capaz de impulsar
no sólo la ciencia y la investigación, sino también un cambio en el
modelo de consumo y producción para afrontar los retos del desequilibrio
exterior y de la crisis ecológica. Y para ello, un sector público
democratizado y gestionado desde una cultura de lo colectivo bastante
distinta a la que aún persiste en un sector amplio de nuestra sociedad.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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