Hace unos días, el Instituto Nacional de Estadística (INE) ofrecía, a
partir del análisis de los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida,
el porcentaje de la población española que vive por debajo del umbral
de la pobreza: 21,8%. Es el porcentaje de pobres más alto desde que el
INE empezó a realizar esta encuesta, hace ya siete años. Para computar
esa cifra, igual que en el resto de países desarrollados, el INE utiliza
una definición de pobreza relativa: es pobre quien tiene una renta
menor al 60% de la renta del hogar español mediano (el hogar para el
cual la mitad de los hogares son más ricos que él, y la mitad más
pobres). Según esta definición, en 2011 ser pobre es, para una familia
compuesta por dos adultos, disponer de ingresos anuales inferiores a
11.300 euros. Es decir, una pareja en la que uno de sus miembros es un
mileurista y el otro no dispone de ningún ingreso es ya lo
suficientemente rica como para no formar parte en ese 21,8% de la
población clasificada como “pobre” por el INE.
Si nos fijamos en la evolución de esta tasa de pobreza, lo alarmante
no es sólo que en apenas dos años la crisis haya aumentado la tasa de
pobres en la población española en más de dos puntos porcentuales. Sino
que, además, el ingreso mediano de las familias a partir del cual se
calcula la tasa de pobreza ha caído sustancialmente en este periodo, lo
que significa que ese 21,8% de personas que hoy clasificamos como pobres
son, en términos absolutos, más pobres que el 19,5% que clasificábamos
como pobres hace dos años.
En el contexto de la actual crisis, de estancamiento económico, de
encarecimiento de la financiación del Estado y de imperiosos ajustes de
los presupuestos públicos, ¿tenemos que resignarnos a convivir con estas
altísimas tasas de pobreza, casi desconocidas en el contexto de la UE, y
presenciar cómo aumentan año tras año?
Rotundamente, no.
Primero, porque no es cierto que la necesidad de cuadrar las cuentas
públicas implique que haya que recortar los servicios públicos y los
programas de transferencias que benefician a los sectores económicamente
más vulnerables de la población. Cualquiera sabe que un déficit fiscal
se puede reducir bien recortando gastos o aumentando ingresos. De hecho,
en una situación de depresión de la demanda agregada como la actual, es
económicamente sensato transferir recursos de las familias con más
recursos (que tienen una propensión mayor a ahorrar) a las familias con
menos (que, dados sus pocos ingresos, tienen una propensión mayor a
consumir).
Segundo, porque incluso sin afectar al tamaño total del Estado, se
puede hacer mucho para que el Estado recaude de manera más progresiva y
oriente su gasto de manera más efectiva hacia la protección de los más
vulnerables. No hay país en Europa cuyo sistema de impuestos y
transferencias sea menos exitoso a la hora de sacar a la gente de la
pobreza que el nuestro. Mientras que en los países de nuestro entorno la
intervención del Estado logra reducir el número de pobres casi a la
mitad (después de impuestos y transferencias sociales, la tasa de
pobreza cae en un 43% en el conjunto de la OCDE), en España la
intervención del Estado sólo logra sacar de la pobreza a un pobre de
cada seis. Un análisis de las causas de este resultado revela que
tenemos un sistema fiscal que, a pesar de estar en teoría guiado por el
principio de progresividad, en la práctica no logra reducir en absoluto
las desigualdades de renta preexistentes. Y que nuestro gasto público,
aunque tiende a favorecer a los más pobres frente a los más ricos, lo
hace en mucha menor medida que en el resto de países europeos. Las
administraciones públicas españolas se gastan mucho en satisfacer las
demandas de sectores relativamente acomodados (en la Comunidad de
Madrid, el Gobierno regional llega al extremo de cofinanciar los
uniformes de los niños que van a colegios privados), pero muy poco en
ayudar a los sectores de población más necesitados. En resumen, no es
(sólo) que tengamos un Estado “pequeño”; es que nuestras
administraciones redistribuyen mucho menos de lo que lo hacen las de
nuestros vecinos europeos.
Y tercero, porque si permitimos que la desigualdad y la pobreza sigan
creciendo, la salida de la crisis será económicamente más frágil. La
evidencia empírica sobre las consecuencias negativas de la desigualdad a
largo plazo es abrumadora: las sociedades más desiguales tienen menor
movilidad social, más conflictos, menos provisión de bienes públicos,
más corrupción, e incluso poblaciones más enfermas y menos longevas.
Pero además, como ha señalado un reciente trabajo del Fondo Monetario
Internacional, niveles más altos de desigualdad están asociados a
episodios más inestables de crecimiento económico, y a una mayor
probabilidad de sufrir crisis económicas futuras.
No es por tanto de recibo excusarse en las restricciones asociadas a
la situación económica actual para permanecer con los brazos cruzados.
Las ambiciosas políticas redistributivas necesarias para reducir las
crecientes desigualdades y combatir la pobreza no sólo contribuirán a
una sociedad más justa, sino también a una economía más sana.
José Fernández-Albertos es investigador en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC
Público
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