La historia del progreso ha sido la del esfuerzo por encontrar
soluciones, a base de recorrer un largo camino. Hemos visto hasta en
libros y películas, cómo los precedentes de la arquitectura y la
ingeniería se afanaban en levantar estructuras (catedrales, puentes,
edificios) con resultado incierto: si acertaban tenían la obra
perseguida, si no, se les hundía. Meditaban sobre cuál podía haber sido
el error u errores, y trataban de subsanarlo para la próxima vez.
En medicina ocurría algo similar: los especialistas probaban
tratamientos y pócimas. Si daban en el clavo el paciente sanaba, pero
no siempre ocurría así, y en la búsqueda de remedios quedaban muchos
bien averiados, cuando no difuntos.
Afortunadamente la investigación logró establecer claves y
parámetros, fundamentarse en datos y resultados, para que no fuera
aleatoria la resolución de los conflictos que se planteaban. Se
establecieron premisas seguras para actuar.
La economía no ha seguido la misma senda. Nos argumentan que es una
“ciencia social” (pero ciencia al fin y al cabo) y que “sus
afirmaciones no pueden refutarse o convalidarse mediante un experimento
en laboratorio y, por tanto, usan una diferente modalidad del método
científico. Por otra parte, el sujeto de estudio es altamente dinámico,
por lo que es arriesgado aventurarse a predecir sus conductas con
precisión”. No sé si tan variable como el comportamiento de los virus
mutantes, pero con ellos la ciencia se emplea con mayor rigor.
Añadamos que hay y ha habido un sin fin de escuelas económicas,
vinculadas en muchos casos a la filosofía o a los iluminados de esa
ilusa teoría que nos contó que “el libre mercado se regula solo” y que
es la que impera. Sobre todo, que todo depende del ojo que lo mire,
aunque nosotros comamos y vivamos todos los días y tengamos la
peregrina idea de querer un futuro sólido. Joaquín Estefanía nos habla
hoy de los tecnócratas, ese furúnculo (esperemos que no cancerígeno o
que se pueda atajar) que nos ha salido en la democracia, decretado por
una única corriente: el neoliberalismo. Tecno, viene por cierto del
griego “Techne” que significa “el que sabe lo que hace”. Estamos
listos.
Los economistas (salvo honrosas y notables excepciones entre las que
cito sin ir más lejos a nuestra amiga Àngels Martínez Castells cuando
en el nacimiento del euro avisó de los problemas que iba a acarrear),
no han dejado de dar palos de ciego. La mayoría, la economía dominante,
ni se enteró de que llegaba la crisis y no dejan de aportar soluciones
erróneas, con un empecinamiento digno de expulsión sin indemnización.
Asombrosamente, por el contrario, se les premia con gobiernos en los
que van a aplicar los mismos mecanismos equivocados. Aunque ¿para quién
son equivocados? Unos pocos se enriquecen cada día más, a costa de la
población en general. Eso es lo que cuenta.
La economía parece una ciencia medieval. En el momento en el que su
objeto de estudio, el dinero, (aunque con más propiedad sería el
estudio comportamiento económico destinado a satisfacer necesidades de
la sociedad), es el dios por el que todo se rige. Se nos caen
catedrales y las garrapatas y sanguijuelas nos sangran sin que
experimentemos mejoría. Lo peor es que esta economía dominante, la de
los brujos (que, en confianza, parece que no tienen ni repajolera idea
de lo que hablan) nos está conduciendo también a la Edad Media, a los
señores feudales que sientan sus reales sobre la plebe. Caída Grecia y
Roma –decimos jocosamente en twitter aunque con amargura-, llega en
efecto el Medioevo. Ya está aquí, salpicado además de invasiones
bárbaras.
Rosa Mª Artal
El Periscopio
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