La creación de riqueza, decía Smith, se sustentaba en el principio de que la persecución del interés individual llevaba al beneficio colectivo. La división del trabajo y la extensión del mercado mediante el mecanismo de los precios mantenían unida y articulada a una sociedad, como los átomos que componen la materia del universo. Así operaba la mano invisible
.
Hace más de 70 años, y con los efectos en pleno de la devastadora crisis de los años de 1930, el economista inglés, Maynard Keynes encontró una interpretación de lo que ocurría en los espíritus animales
, o sea, en el complejo proceso que lleva a los individuos a tomar decisiones en función de cómo se forman las expectativas en un entorno de gran incertidumbre.
La crisis de 2008 se gestó en un ambiente en que se creía que los deudores y acreedores en los mercados financieros actuaban de manera racional y que eso permitía a ambos evaluar los riesgos que se creaban. La mano invisible, otra vez, establecía las cantidades y los precios de los créditos que se expandían de manera vertiginosa. La regulación estatal pareció irrelevante y la exuberancia aumentaba hasta hacerse irracional, dijo entonces el presidente de la Reserva Federal.
Las políticas de los gobiernos, como ocurría en Estados Unidos y varios países de Europa, alentaban esta situación manteniendo bajas las tasas de interés y acrecentando la deuda pública. Los resultados se mostraron en la expansión de los créditos hipotecarios y luego, como consecuencia de la intervención para contener las quiebras de bancos comerciales y de inversión aseguradoras, en el desbordamiento de la deuda de los gobiernos.
De la supuesta racionalidad de los participantes en los mercados se pasó de nuevo, rápidamente, a la manifestación de los espíritus animales. Esto, que parece material de un taller de creación literaria en la modalidad de literatura fantástica, es la forma en que hoy se trata de explicar, desordenadamente y sin rumbo, lo que sucede en los mercados financieros.
Vale la pena reflexionar sobre la naturaleza de la narrativa que se propone primero en los episodios de expansión, y después en los de crisis: de lo racional cuantificado, a los excesos incontrolados y, de ahí, a lo esperado con gran incertidumbre. Todo ello en una forma todavía primitiva de comprender los modos del comportamiento individual y colectivo.
En el terreno de la mano invisible, las acciones de los agentes económicos se acomodaban con lo que hacían los bancos centrales para administrar el valor del dinero y el precio del crédito y con la gestión financiera de los ministerios de Hacienda en cuanto a los presupuestos públicos, los déficit fiscales y la deuda de los gobiernos.
Todo esto explotó en septiembre de 2008, y la pésima gestión política y económica de la crisis desde entonces ponen de nuevo a la economía mundial al borde de una severa recesión.
En los mercados las señales hoy indican que hay que vender todo lo que sea riesgoso, es decir, casi todo, para centrarse en la liquidez y buscar refugios aunque sean frágiles. Otra vez el oro como un fetiche. Estas señales se agrandan frente a un liderazgo político escaso y hasta torpe.
Así, el efecto de manada produce una interesante contradicción. En este momento, la búsqueda de salvamento individual genera el malestar colectivo. Es la mano invisible en reversa, los espíritus animales en desbandada ante una incertidumbre rampante. En la estampida, los más grandes aplastan a los más pequeños. El desempleo no podrá ceder, los consumidores no podrán gastar, las deudas crecerán, los servicios públicos caerán. Esto no es un anuncio, así está ocurriendo. Los gobiernos y los legisladores parecen paralizados y cuando aciertan a moverse provocan más inquietud y turbulencias.
Y, en medio de tal confusión, una empresa privada, la calificadora de riesgos Standard & Poor’s, que junto con otras dos mantienen un oligopolio en ese mercado, rebaja la calificación de los bonos del Tesoro estadunidense echando más leña a la hoguera. S&P, Moody’s y Fitch ya estaban fuertemente cuestionadas por su papel en la calificación de las deudas hipotecarias y, luego, en los casos de las deudas públicas en Europa.
Así, el espacio de los mercados impone sus criterios y condiciones sobre el espacio de lo público, relegando al Estado y los gobiernos a una posición defensiva, forzando ajustes ante los abultados déficit fiscales y las enormes deudas de modo rápido y sobre los gastos sociales.
No se trata de justificar los excesos financieros de los gobiernos, pero cuando menos sí de reconocer que todos, los inversionistas privados, las empresas financieras y quienes gobiernan y aprueban los presupuestos y administran la política monetaria están en el mismo saco y bastante revueltos. Hoy, las políticas públicas son juzgadas por los calificadores privados de la deuda, mandan sobre todos.
Además de la crisis financiera que se profundiza, se desestructuran unas sociedades cada vez más polarizadas y se desarticula casi por completo el conjunto de reglas internacionales que ya no sirven para contener los conflictos
La Jornada
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