El presente artículo es el
primero de una serie que mientrastanto.e irá publicando en los próximos meses y
en los que nuestro colaborador Miguel Ángel Mayo analizará en profundidad un
tema que consideramos importante y de estricta actualidad: la fiscalidad
ecológica.
* * *
“La fiscalidad ambiental es un
instrumento para incentivar cambios de comportamiento.” Esta es la primera
frase que debería aparecer en cualquier artículo relacionado con la tributación
ecológica. Un tipo de fiscalidad, pues, que debe minimizar la idea de impuesto
y maximizar la idea de finalidad.
El camino es claro: los impuestos
ambientales, así como una eficaz reforma ecológica del resto de la fiscalidad,
han de ser un instrumento hacia la sostenibilidad ambiental de nuestra
sociedad. En efecto, estos impuestos deben contribuir a la puesta en práctica
del principio “el que contamina, paga”, y a la armonización de las políticas
económicas y ambientales. La nueva política fiscal ecológica ha de tener como
objetivos avanzar hacia la equidad y la sostenibilidad, redistribuir la renta a
favor de los más pobres, penalizar las actividades más insostenibles y promover
nuevos sectores más intensivos en empleo y más sostenibles como la eficiencia
energética, las energías renovables, el transporte público, el reciclaje, la
educación, la sanidad y una nueva cultura del agua. En suma, una reforma fiscal
ecológica bien concebida debe servir para aumentar el empleo y reducir el
consumo de energía y recursos naturales. Sobre estos pilares (y dejando ahora
al margen problemas como el afán recaudatorio, las injerencias política, el
fraude de ley y, sobre todo, las conductas destinadas a aprovechar la normativa
ecológica en beneficio propio), tenemos que rediseñar la fiscalidad ecológica. O,
lo que es lo mismo, “los impuestos del futuro”.
Historia de la fiscalidad
ecológica
El término “medio ambiente” fue
utilizado por primera vez por el naturalista francés Étienne Geoffroy
(1772-1844) para referirse al entorno físico que rodea a los seres vivos. Desde
un punto de vista jurídico, el Derecho del Medio Ambiente vendría a ser el
conjunto de normas que regulan los efectos de la actividad humana en la
conservación y protección de la vida en la Tierra, ya que, evidentemente (aunque luego la
realidad asombra), el ser humano debería priorizar en su actuación la
conservación del medio ambiente en el que habita. Sin embargo, no fue hasta la
década de los setenta del siglo pasado cuando surgió la preocupación legal por
el medio ambiente. Así, el 1970 fue declarado “Año de protección de la Naturaleza”. Posteriormente,
en 1972 se estableció un programa específico de las Naciones Unidas para el
medio ambiente (PNUMA) y se celebró la Declaración de Estocolmo sobre el Medio Humano
donde se proclamó lo siguiente: “El hombre es a la vez obra y artífice del
medio que le rodea, el cual le da el sustento material y le brinda la
oportunidad de desarrollarse intelectual, moral, social y espiritualmente (...)
El hombre ha adquirido el poder de transformar, de innumerables maneras y en
una escala sin precedentes, cuanto lo rodea. Los dos aspectos del medio humano,
el natural y el artificial, son esenciales para el bienestar del hombre y para
el goce de los derechos humanos fundamentales, incluso el derecho a la vida
misma”.
Ese mismo año, en nuestro país se
aprobó la Ley
38/1972, de 22 de noviembre, de Protección del Ambiente Atmosférico, en la que
se reconocía expresamente que “la degradación del medio ambiente constituye,
sin duda alguna, uno de los problemas capitales que la Humanidad tiene
planteados en esta segunda mitad del siglo”.
A raíz de aquel intenso 1972, el
proceso de reconocimiento y concienciación internacional fue imparable: se
estableció la
Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo
(1983); se aprobó la resolución 1990/41, de 6 de marzo, de la Comisión de Derechos
Humanos de la ONU,
vinculando la conservación del medio ambiente con aquellos Derechos; se celebró
la Cumbre para
la Tierra de
Río de Janeiro (1992) con el objetivo de conjugar la protección medioambiental
con el desarrollo económico y social, y así un largo etcétera.
En los cuarenta largos años que
han transcurrido desde la década de los setenta, el Derecho Internacional del
Medio Ambiente ha experimentado una evolución a raíz del proceso de
globalización. En los setenta se aplicaba una protección vertical sobre el
medio ambiente, defendiendo determinados sectores como el suelo, la atmósfera,
las aguas dulces, el medio marino, etc. Ya en los años ochenta, se optó por una
regulación horizontal que establecía qué hacer con los residuos, con
independencia del sector en que éstos se produjeran. Y desde los años noventa,
hemos asistido a la globalización de unos problemas medioambientales que nos
afectan a todos (deslocalización); al fin y al cabo, con independencia de que
los gases de efecto invernadero se emitan en Shanghai, Bruselas, Sidney, Laos o
Nueva York, sus consecuencias las sufrimos todos los habitantes del planeta
porque la atmósfera no entiende de fronteras.
Sin duda, el economista británico
Arthur Cecil Pigou –autor del concepto de “externalidad” formulado en la obra
Economía del bienestar (1920)– fue el padre de los impuestos ecológicos. Además,
conviene recordar el famoso y ya citado principio de “quien contamina, paga”:
recomendación que fue introduciéndose en el argot europeo y que se formuló en
1972, en el seno de un Consejo de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico.
La tributación medioambiental,
tal y como la conocemos en la actualidad, surgió a comienzo de los años noventa
en diversos países escandinavos preocupados por las emisiones a la atmósfera de
dióxidos de carbono y de azufre. En 1993, la OCDE comenzó a marcar unas líneas básicas sobre
fiscalidad y medio ambiente de forma que, hoy en día, casi todos sus Estados
miembros disponen de esta imposición ambiental.
Respecto a la tributación
medioambiental en España, tenemos por un lado los impuestos de ámbito nacional
con trascendencia medioambiental, como los que gravan los hidrocarburos o la
electricidad; y por el otro, existe otra —y complementaria— fiscalidad verde
regulada por las administraciones autonómica y local en virtud del art. 136 de la Constitución, que les
otorga competencia para legislar sobre tributos propios medioambientales
(ámbito donde casi todas las comunidades han creado una desigual suerte de cánones,
impuestos, ecotasas y tarifas que gravan el uso del agua, los residuos, la
emisión de gases, los vertidos, etc., a veces con mejor, y a veces con peor
fortuna, en palabras de los numerosos activistas y grupos ecologistas
existentes).
Por una parte, el punto de
partida está claro: una definición de medio ambiente como espacio en el que
vivimos, y la necesidad de conservación del mismo compartida por todos (si bien
el gran problema con el que nos encontramos ahora es una normativa medio
ambiental fraccionada, desigual, poco coordinada y eminentemente insuficiente).
Por otra parte, el punto final debería ser aún más claro: enviar un mensaje
claro a todos los agentes sociales, complementando el conjunto de políticas
encaminadas a la sostenibilidad ambiental y a la equidad social con el fin de
reducir —e incluso eliminar— las actividades más insostenibles y promover las
más ecológicas. En definitiva, una normativa ambiental donde la gestión de los
elementos naturales sea pública y una ley de fiscalidad ecológica que penalice
las actividades que supongan el deterioro del medio ambiente.
Necesidad de unos impuestos
ambientales
El déficit fiscal de algunas
Comunidades Autónomas, unido a la imposibilidad de establecer tributos no
cedidos con una importante recaudación (IVA, IRPF), ha supuesto en algunas
ocasiones el establecimiento de tasas medioambientales sobre las que sí tienen
competencias. Esto es lo que se definiría como un uso recaudatorio del impuesto
medioambiental, es decir, justamente lo contrario de lo que el impuesto
ecológico debería perseguir. Si actuamos de esta manera, no sólo estaremos
burlando la finalidad del impuesto, sino que su imposición perderá toda
legitimidad y con ello estaremos sentenciando de muerte la verdadera y
necesaria fiscalidad ecológica que todo país precisa para crecer de forma
sostenible en el tiempo.
En primer lugar, los impuestos
ambientales son necesarios para “internalizar los costes de las
externalidadades”. Dicho con palabras más sencillas: gravar mediante impuestos
los efectos negativos de actividades que no son pagadas ni por los productores
ni por los consumidores, como el cambio climático, la contaminación
atmosférica, las mareas negras, etc. Si no se gravan esas actividades con un
tributo, se sobreconsumirá esa actividad insostenible, mientras que si se
introduce un impuesto, el consumo de desplazará hacia otras alternativas y
sostenibles. Además, el impuesto recaudado se destinaría a sufragar los gastos
ambientales originados por esas actividades. El principal problema surge aquí
en cuantificar la externalidad (por poner unos ejemplos: ¿cuál es el coste de
una especie, de un biosistema, del calentamiento global?). Nuestro principal
problema de cálculo debe de ser nuestra principal ventaja hacia la correcta
fiscalidad ecológica. El valor de tales bienes es tan alto que todos los
esfuerzos fiscales, normativos y de concienciación nos han de parecer poco a la
hora de establecer los tributos que definan una correcta fiscalidad ecológica.
En segundo lugar, los impuestos
ecológicos deben de ser pagados por aquellos que contaminen. Por consiguiente,
aquellos que no lo hagan y que decidan realizar actividades alternativas que no
dañen el medio ambiente, los podrán evitar. De este modo, se consigue la doble
finalidad de reducir la contaminación y de financiar las acciones dirigidas a
reparar el daño ocasionado por la contaminación.
En resumen, la fiscalidad
medioambiental supone el traslado de una gran proporción de la fiscalidad desde
las actividades que generan valor añadido a las que sustraen valor, como son
las que tienen un uso extensivo de la energía y de recursos y que generan
residuos y contaminación. Y se propone ofrecer incentivos tanto a los
consumidores como a las empresas productoras para que modifiquen su comportamiento
en la dirección de un uso más eficiente de los recursos, además de estimular la
innovación y los cambios estructurales y reforzar el cumplimiento de la
normativa de protección del medio ambiente.
Necesidad de una armonización
fiscal ecológica
Pero ¿qué está ocurriendo
realmente? ¿Por qué, ante unos principios tan universalmente aceptados acerca
del medio ambiente y unas herramientas tan bien definidas bajo el principio
“quien contamina, paga”, la fiscalidad ecológica aún no resulta todo lo eficaz
(y universalmente aceptada) que debería ser?
Sin duda, nos encontramos ante
numerosas e importantes barreras tanto políticas como económicas a la hora de
introducir los impuestos ambientales: pérdida de competitividad de algunos
sectores (unida a la pérdida de empleos en ese sector o región); un mayor
impacto sobre los grupos de menores ingresos que pagan proporcionalmente más;
existencia de grupos de presión mucho más influyentes en contra del impuesto
ambiental que los grupos de presión favorables al mismo; y una larga lista de
trabas a la implementación de una fiscalidad ecológica que realmente responda a
la idea definida al comienzo de este artículo, esto es, que sea “un instrumento
para incentivar cambios de comportamiento”.
El avance es difícil y el trabajo
a realizar para definir y diseñar una fiscalidad ecológica óptima será un
proceso largo y tortuoso; es por ello por lo que todos hemos de poner parte de
nuestro esfuerzo en él, porque de su éxito depende tanto un crecimiento
económico sostenible como la conservación del medio ambiente. La suerte está
echada: o cambiamos de conducta o cambiamos de planeta.
Miguel Ángel Mayo es colaborador
de mientrastanto.e y coordinador en Cataluña del Sindicato de Técnicos de
Hacienda (Gestha)
Mientras Tanto
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