Desde la Segunda Guerra
Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio
internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El
conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a
Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y
proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países
avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos
imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales
compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a
priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la
captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia
entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales,
sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital
transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus
mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los
acuerdos multilaterales de la
Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial
del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a
los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en
2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias
del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora
alternativa existía, de forma embrionaria, en la firma de tratados entre
estados. Durante los años ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se
vivió una auténtica explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que
protegían los intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales
internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad” de los
ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países participantes, siendo
los acuerdos entre países desarrollados una rareza. Entre 1989 y 1999, el
número de TBI entre los países avanzados y el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total [2]. A
partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.), los TBI
se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y cuotas que
impedían la libre circulación de mercancías entre los países firmantes, y es a
la combinación de ambos pilares a la que alude la expresión Tratado de Libre
Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC con países sobre los que, con
frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje político y económico: en América Latina y
los países árabes, y con Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría
de estos estados mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la mayoría de
sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos a Ucrania) y
mediterráneos.
La Administración Obama
ha manifestado también en este campo la voluntad de radicalizar el legado de
sus predecesores, abriendo negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales
en el Pacífico (entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes
áreas de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema
casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el escándalo
de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para
su aprobación hacia finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace
tiempo a las Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo
esto ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios
regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre las dos
primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes —que con toda
probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos que van de la
producción de alimentos a la protección a la inversión extranjera.
A pesar de que el título del
tratado sugiere una ausencia de “libre comercio”, el nivel de integración
comercial entre EE.UU. y la UE
es ya muy elevado. Según el informe preliminar de la UE [3], no se considera que el
efecto de la firma de este tratado supere el 0,5% del PIB europeo; y, de
limitarse a cambios en el sistema arancelario, estas mejoras se estiman en
apenas el 0,1% del PIB. Es más, las estimaciones de la UE deben analizarse con
escepticismo. Formuladas bajo la hipótesis de una cantidad de trabajo fija [4],
tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis, es poco
probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la apertura
comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más beneficiados a
emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por el contrario, lo más
probable es que éstos pasen simplemente a engrosar las filas del paro. Además,
los cambios en la actividad económica no conciernen, de forma homogénea, a
todos los sectores y países europeos: España, con una estructura productiva
relativamente atrasada y una actividad significativa en los sectores más
negativamente afectados por los cambios arancelarios (automóviles, química,
etc.), podría empeorar fácilmente su situación con este tratado. Dado lo
delicado de la posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en
ausencia de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento
privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas de
competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas industriales,
el ajuste recaería en la demanda interna, que se contraería junto a las
importaciones para mejorar la balanza exterior. El resultado final, claro está,
sería una depresión de la actividad económica.
En cualquier caso, el interés del
acuerdo no reside tanto en su impacto macroeconómico, sino en lo que podrían
parecer aspectos menores de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son,
en realidad, el objetivo último de sus promotores. El País nos ofrece una
indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos bloques
económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de la libertad del
comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que el impacto concreto sea
ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista presidente de la Comisión Europea”
[5]. En efecto, el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir
la creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad
intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente, financiero, etc.,
que, bajo el principio de simplificar la maraña de normas divergentes, termine
reduciéndolas a su mínima expresión y limite el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el
Corporate Europe Observatory [6], el modus operandi de las negociaciones
consiste en integrar a las grandes compañías y organizaciones patronales en la
elaboración de las nuevas regulaciones y estándares del TLC (y también de los
conflictos que éste, con los años, pueda generar); un privilegio que no se
extiende a consumidores y trabajadores y que pervierte el interés general que
los negociadores deberían representar [7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo
encontramos en cómo la City
londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida [8]. El modelo
británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas de algunos
Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama,
cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los intereses de
Wall Street) [9]. Sin embargo, parece contar con el apoyo de la Comisión Europea,
toda vez que en sus propios cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector
financiero (banca y seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el
analista Dean Baker [10] proporciona una lista de otros intereses patronales
sensibles, entre los cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales
sobre la cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de
fracking, que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las
regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea
goza de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados
públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de propiedad
pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable
que estas negociaciones generalicen los “investment-state dispute settlements”
(ISDS) para arbitrar los conflictos entre Estado e inversores alrededor de los
(vagamente definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos
conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus
jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados
habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es difícil
sospechar. Parece ser que la UE
ha exigido garantías adicionales para estos mecanismos tales como la necesidad
de que los juicios sean públicos y que los partícipes declaren la existencia de
posibles conflictos de interés [11], pero no ha justificado la necesidad de su
más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y europeas deberían ser
suficientes para armonizar el bien común y los intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI,
los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot
[12] cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a El
Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría el agua de
la región; y también el de una tabacalera americana que denunció al gobierno
australiano por introducir legislación antitabaco que la Corte Suprema juzgó
válida (pero por la que ahora debe responder ante uno de estos tribunales sui
generis en Hong Kong). Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina,
signataria de varios tratados bilaterales de inversión durante los años de
Menem (1989-1999) que la expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a
numerosas demandas por parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de
inversión [13]. Varias medidas de emergencia (la congelación de precios
públicos en servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de
telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron llevados
a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000 millones de
dólares.
Es pronto para saber cuál será el
resultado final de las negociaciones del TLC, y los detalles del texto que
deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para
esperar un acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para
los de otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta
hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera vez que
desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al profundizar la
integración comercial, erosionaran el poder de las instituciones democráticas
existentes mediante reglas favorables al capital. Por ello, sería deseable que
el rechazo al TLC con los EE.UU. figurara abiertamente en los actos y
reivindicaciones de la izquierda, y en su programa para las próximas elecciones
europeas.
Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of
Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[2] UNCTAD report Bilateral Investment Treaties
1959-1999 (2000). http://unctad.org/en/docs/poiteiiad2.en.pdf
[3] Comission Staff Working Document: Impact
Assessment Report on the future of EU-US trade relations. Marzo de 2013.
http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150759.pdf
[4] Así aparece en el modelo que
sirve de base al informe de la Comisión Europea. Véase: Francois, J. (ed.), CEPR:
ReducingTransatlanticBarrierstoTrade and Investment: AnEconomicAssessment.
Marzo de 2013.
http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150737.pdf
[5] “Libre Comercio
Transatlántico”, El País, 07/04/2013.
http://economia.elpais.com/economia/2013/04/05/actualidad/1365191795_833075.html
[6] Corporate Europe Observatory: Regulating
–none of our business?, 16/10/2013.
http://corporateeurope.org/publications/regulation-none-our-business
[7] Véase la carta abierta que
varias organizaciones progresistas de ambos lados del Atlántico dirigieron a
los negociadores:
http://www.citizen.org/documents/public-citizen-letter-to-obama-alerting-to-tafta-concerns.pdf
[8] Quinn, J.; Rushton, K., “EU plots
Transatlantic Bank Regulator”, The Daily Telegraph, 06/07/2013.
http://www.telegraph.co.uk/finance/newsbysector/banksandfinance/10164821/EU-plots-transatlantic-bank-regulator.html
[9] Nasiripour, S., “Volcker Rule Finalized
With Wall Street Responsible For Judging Compliance”, Huffington Post,
12/10/2013.
http://www.huffingtonpost.com/2013/12/10/volcker-rule-finalized_n_4422292.html
[10] Baker, D., “The US-EU trade deal: don't
buy the hype”, TheGuardian, 15/07/2013.
http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/jul/15/us-trade-deal-with-europe-hype
[11] Alonso, S., “Companies can lay down the
law”. NRC Handelsblad, 18/11/2013.
http://www.presseurop.eu/en/content/article/4329021-companies-can-lay-down-law
[12] Monbiot, G., “A Global banon Left-wing
Politics”. The Guardian, 05/11/2013.
http://www.monbiot.com/2013/11/04/a-global-ban-on-left-wing-politics/
[13] Phillips, T., “Argentina
versus el Banco Mundial: ¿Juego limpio o partido arreglado?”. Center for International Policy, 2008.
http://www.cipamericas.org/archives/1434
[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
Mientras Tanto
Desde
la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la
inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto
hegemónico estadounidense
[1]. El conflicto entre los
dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar
—e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para
mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el
consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios.
Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales
compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a
priorizar en su política económica la atracción de la inversión
extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una
dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en
guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a
la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha
tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue
armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos
multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la
formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses
neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de
Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del
Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia
agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma
embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años
ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica
explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los
intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales
internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad”
de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países
participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una
rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y
el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total
[2].
A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.),
los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y
cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países
firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la
expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC
con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje
político y económico: en América Latina y los países árabes, y con
Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados
mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la
mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos
a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la
voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo
negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico
(entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas
de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema
casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el
escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera
que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia
finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las
Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto
ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios
regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre
las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes
—que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos
que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión
extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre
comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya
muy elevado. Según el informe preliminar de la UE
[3],
no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5%
del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario,
estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las
estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo
la hipótesis de una cantidad de trabajo fija
[4],
tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis,
es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la
apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más
beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por
el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar
las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no
conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos:
España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una
actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por
los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar
fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la
posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia
de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento
privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas
de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas
industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se
contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior.
El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad
económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su
impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores
de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el
objetivo último de sus promotores.
El País nos ofrece una
indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos
bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de
la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que
el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista
presidente de la Comisión Europea”
[5]. En efecto, el
Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la
creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad
intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente,
financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de
normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite
el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory
[6], el
modus operandi
de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y
organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y
estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años,
pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y
trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores
deberían representar
[7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida
[8].
El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas
de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama,
cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los
intereses de Wall Street)
[9]. Sin embargo, parece
contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios
cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y
seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker
[10]
proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los
cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la
cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de
fracking,
que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las
regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza
de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados
públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de
propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen
los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los
conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente
definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos
conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus
jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados
habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es
difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales
para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean
públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles
conflictos de interés
[11], pero no ha justificado la
necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y
europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los
intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot
[12]
cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a
El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría
el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que
denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco
que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder
ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso
más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados
bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la
expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por
parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión
[13].
Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en
servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de
telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron
llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000
millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las
negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado
por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un
acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de
otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta
hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera
vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al
profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las
instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al
capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU.
figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y
en su programa para las próximas elecciones europeas.
Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
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Desde
la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la
inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto
hegemónico estadounidense
[1]. El conflicto entre los
dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar
—e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para
mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el
consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios.
Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales
compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a
priorizar en su política económica la atracción de la inversión
extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una
dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en
guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a
la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha
tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue
armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos
multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la
formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses
neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de
Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del
Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia
agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma
embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años
ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica
explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los
intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales
internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad”
de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países
participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una
rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y
el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total
[2].
A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.),
los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y
cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países
firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la
expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC
con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje
político y económico: en América Latina y los países árabes, y con
Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados
mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la
mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos
a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la
voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo
negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico
(entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas
de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema
casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el
escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera
que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia
finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las
Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto
ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios
regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre
las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes
—que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos
que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión
extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre
comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya
muy elevado. Según el informe preliminar de la UE
[3],
no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5%
del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario,
estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las
estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo
la hipótesis de una cantidad de trabajo fija
[4],
tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis,
es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la
apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más
beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por
el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar
las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no
conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos:
España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una
actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por
los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar
fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la
posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia
de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento
privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas
de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas
industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se
contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior.
El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad
económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su
impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores
de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el
objetivo último de sus promotores.
El País nos ofrece una
indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos
bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de
la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que
el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista
presidente de la Comisión Europea”
[5]. En efecto, el
Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la
creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad
intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente,
financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de
normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite
el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory
[6], el
modus operandi
de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y
organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y
estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años,
pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y
trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores
deberían representar
[7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida
[8].
El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas
de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama,
cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los
intereses de Wall Street)
[9]. Sin embargo, parece
contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios
cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y
seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker
[10]
proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los
cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la
cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de
fracking,
que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las
regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza
de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados
públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de
propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen
los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los
conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente
definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos
conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus
jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados
habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es
difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales
para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean
públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles
conflictos de interés
[11], pero no ha justificado la
necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y
europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los
intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot
[12]
cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a
El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría
el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que
denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco
que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder
ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso
más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados
bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la
expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por
parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión
[13].
Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en
servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de
telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron
llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000
millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las
negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado
por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un
acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de
otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta
hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera
vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al
profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las
instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al
capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU.
figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y
en su programa para las próximas elecciones europeas.
Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
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Desde
la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la
inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto
hegemónico estadounidense
[1]. El conflicto entre los
dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar
—e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para
mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el
consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios.
Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales
compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a
priorizar en su política económica la atracción de la inversión
extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una
dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en
guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a
la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha
tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue
armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos
multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la
formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses
neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de
Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del
Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia
agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma
embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años
ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica
explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los
intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales
internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad”
de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países
participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una
rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y
el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total
[2].
A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.),
los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y
cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países
firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la
expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC
con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje
político y económico: en América Latina y los países árabes, y con
Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados
mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la
mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos
a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la
voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo
negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico
(entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas
de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema
casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el
escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera
que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia
finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las
Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto
ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios
regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre
las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes
—que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos
que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión
extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre
comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya
muy elevado. Según el informe preliminar de la UE
[3],
no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5%
del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario,
estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las
estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo
la hipótesis de una cantidad de trabajo fija
[4],
tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis,
es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la
apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más
beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por
el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar
las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no
conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos:
España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una
actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por
los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar
fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la
posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia
de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento
privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas
de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas
industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se
contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior.
El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad
económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su
impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores
de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el
objetivo último de sus promotores.
El País nos ofrece una
indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos
bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de
la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que
el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista
presidente de la Comisión Europea”
[5]. En efecto, el
Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la
creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad
intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente,
financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de
normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite
el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory
[6], el
modus operandi
de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y
organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y
estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años,
pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y
trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores
deberían representar
[7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida
[8].
El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas
de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama,
cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los
intereses de Wall Street)
[9]. Sin embargo, parece
contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios
cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y
seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker
[10]
proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los
cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la
cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de
fracking,
que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las
regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza
de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados
públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de
propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen
los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los
conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente
definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos
conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus
jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados
habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es
difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales
para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean
públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles
conflictos de interés
[11], pero no ha justificado la
necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y
europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los
intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot
[12]
cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a
El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría
el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que
denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco
que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder
ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso
más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados
bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la
expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por
parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión
[13].
Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en
servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de
telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron
llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000
millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las
negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado
por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un
acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de
otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta
hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera
vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al
profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las
instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al
capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU.
figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y
en su programa para las próximas elecciones europeas.
Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
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