jueves, 30 de enero de 2014

Muda de piel en el neoliberalismo maduro

Las crisis del capitalismo son como el cambio de piel de una serpiente. Cuando el animal ha crecido, la vieja piel que estorba debe ser abandonada. En los ofidios, la capa córnea de la epidermis es abandonada como un manto viejo que conserva la forma de su último ocupante. Pero la operación es regulada por cambios hormonales endógenos. La vieja camisa queda atrás como vestigio de una etapa de crecimiento mientras, emerge un animal revestido de una nueva y más eficaz envoltura.
 
El capital tiene una gran capacidad de adaptación que le permite abandonar las obsoletas estructuras epidérmicas cuando ya no le son funcionales. Por ejemplo, durante los años dorados de expansión capitalista (1945-1975) el capital no tuvo problema en adaptarse a una situación de bonanza para la clase asalariada. El aumento de salarios que acompañó al incremento de productividad sustentó el dinamismo de la demanda agregada. La inversión tuvo incentivos robustos porque la demanda se anunciaba estable y fiel. Pero al mismo tiempo el metabolismo profundo del capital llevó la tasa de ganancia al estancamiento y después al decrecimiento.

En la década de los años setenta se presentan todas las condiciones que exigen una muda de piel. El estancamiento en esos años se acompañó de un proceso inflacionario que el capital identificó como la peor amenaza. La coyuntura fue aprovechada para transformar el régimen de acumulación de la posguerra porque el capital ya lo percibía como obsoleto e incluso peligroso. El objetivo aparente fue terminar con la inflación, pero la intención era más profunda.

El trabajo es el contrario del capital. Pero mientras el capital encuentre espacios de rentabilidad adecuados en un esquema de acumulación apuntalado por una demanda agregada sólida, tolerar al contrario con salarios al alza no le representó mayor problema. Todo cambió cuando la tasa de ganancia decreció entre 1966 y 1978. En un contexto en el que las ganancias sufren, el capital no tuvo empacho en desmantelar el régimen de acumulación anterior. Para cuando la tasa de ganancias se recuperó en los años ochenta la serpiente ya ostentaba otra envoltura.

El explosivo aumento en las tasas de interés decretado por la Reserva Federal (bajo la dirección de Paul Volcker) en 1979 estuvo dirigido inicialmente a frenar las presiones inflacionarias. Pero el brutal incremento en los tipos de interés desencadenó una recesión mundial y provocó la crisis de la deuda de los años ochenta. Dicha crisis fue aprovechada para comenzar a cambiar las prioridades de política macroeconómica y para desmantelar las instituciones que habían sido funcionales en la posguerra. Muy pronto el capital se percató de que podía despojarse de la piel que había servido en la posguerra y que ahora era un estorbo.

La destrucción del estado de bienestar es la muda de piel que desemboca en el neoliberalismo. El proceso es complejo y ha sido distinto en cada país y ha estado marcado por las características de su historia. Por ejemplo, en México la destrucción arranca puntualmente en 1982 al declararse la insolvencia. La destrucción de las instituciones del Estado mexicano continúa hasta nuestros días. En Estados Unidos se dejaron en pie muchas instituciones ligadas al régimen de acumulación de la posguerra pero a partir de 1973 se frenó el aumento de los salarios. A partir de 1975 el endeudamiento de las familias se convirtió en uno de los pilares para sostener la demanda agregada y el salario dejó de ser el referente central para la reproducción de la fuerza de trabajo.

En Europa el proceso arranca en los años noventa. El Tratado de Maastricht no sólo convirtió a la Comunidad Económica Europea en Unión, sino que entronizó las prioridades neoliberales en la política macroeconómica. En 1999 se establece la unión monetaria y se consolida la victoria del capital financiero. Hoy el afianzamiento neoliberal es tan completo que puede imponer una gran falsificación histórica: la crisis financiera del sector privado es presentada hoy como una crisis de endeudamiento público. Los datos desmienten esta torcida visión de las cosas, pero los medios moldean la opinión pública a su antojo.

El cambio de piel le permite a la serpiente sobrevivir y crecer. Es igual con el capital. Pero ¿qué clase de criatura emerge de esta muda de piel? Por el momento parece ser que el capital financiero seguirá marcando el derrotero de la política económica. Sus prioridades han moldeado la respuesta a la crisis. Por un lado la austeridad y la consolidación fiscal profundizaron la recesión y el desempleo. Por el otro, la llamada flexibilidad monetaria sólo ha beneficiado a los bancos, al impedir que se desplome el sistema de pagos con dinero emitido por los bancos.

El capitalismo mundial en su nuevo ropaje enfrenta grandes desafíos. Pero entre sus tareas pendientes no se encuentra eliminar la desigualdad, ni abrir nuevas oportunidades a los desposeídos. Las clases trabajadoras tendrán que arrancarle al capital las condiciones para alcanzar esos objetivos.

Alejandro Nadal
La Jornada

miércoles, 29 de enero de 2014

¿Ha terminado la crisis en España?

PIB-español-2006-2013

Aunque el gobierno asegura que la crisis ha terminado, lo cierto es que estamos muy lejos aún de ver la luz al final del túnel. La última vez que España repuntó fue el año 2010 aprovechando, tal vez, el viento de cola del Mundial de Fútbol. Desde entonces, y con las medidas de austeridad implantadas por la troika, el crecimiento ha sido cada vez peor: el 2012 más bajo al 2011, el 2013 más bajo al 2012. Como muestra la gráfica, los planes de austeridad hundieron a España en una segunda recesión aún más prolongada que la de 2008-2009, dando cuenta de los errores de diagnóstico en la evaluación inicial de la crisis.


Si bien en 2014 puede revertirse la tendencia (y a esto se debe el optimismo del gobierno), hay que señalar que las perspectivas de crecimiento son muy débiles y el alto desempleo es una amenaza latente que tendrá efectos muy perniciosos en la cohesión social. El nivel de desempleo aún muestra los efectos de la reacción en cadena que propagó el estallido de la crisis financiera en el sector inmobiliario. El 27 por ciento de desempleo general y el 55 por ciento de desempleo juvenil no son cifras que puedan mejorar ni en un año, ni en dos, ni en cinco años. Lo que viene, por tanto, es un necesario cambio de paradigma en torno al consumismo y la plata dulce. Pero esta es una tarea que debe asumir Europa en su conjunto. La crisis financiera generada por el estallido de la burbuja inmobiliaria (con préstamos de gran laxitud a 40 años, que fueron solo un gran negocio para la banca), ha significado el derrumbe de los precios de la vivienda, la quiebra de grandes empresas y el origen del fantasma deflacionario que busca hundir los salarios.


ariación-anual-precio-vivienda-España-2003-2013


Pese a asegurar que los precios de la vivienda tocarían fondo con el banco malo, los precios han seguido cayendo como ilustra el Indice del Mercado Inmobiliario Español. Esto indica que queda aún mucho camino por recorrer y que la caída en los precios se puede prolongar por otros dos o tres años. El desplome de los activos inmobiliarios ha impactado fuertemente en la inversión, dado que al ser el precio de los activos menor al precio de reposición, la inversión no se realiza de acuerdo a lo expresado por James Tobin en su “q de Tobin”. La crisis arrasó con el sector inmobiliario desencadenando una oleada de desempleo y quiebras empresariales. Aquellos tiempos no sólo están lejos de volver: tal vez no vuelvan nunca.

Evolución-Crédito-1963-2013 

La caída de la inversión ha contraído el crédito y los bancos cada día prestan menos dinero. Las empresas tienen dificultades para conseguir crédito por lo que retrasan los pagos a los proveedores más pequeños. Y las empresas más pequeñas encuentran aún más difícil conseguir dinero. Es el círculo vicioso mortal de las finanzas. La cara opuesta de lo que propagó la burbuja.

La caída en la evolución del crédito se sitúa en el -12,6 por ciento anual completando tres años en zona negativa. Muy lejos están los tiempos en que la inversión avanzaba a una tasa de crecimiento del 20 por ciento anual o rozaba el 30 por ciento como fue en mayo de 2006. La gráfica muestra más de 50 años en la evolución del crédito en España y la tendencia iniciada el año 2007 muestra una caída al abismo que marca un gran punto de quiebre para el sistema financiero.

Aumento-Morosidad

Esto también se ve en el histórico aumento de la morosidad que a noviembre de 2013 llegó a 192.504 millones de euros, una cifra diez veces superior a la existente en enero de 2008. El aumento de la morosidad, la caída en el crédito y la inversión se refleja también en la caída en el consumo que ha completado once trimestres en negativo (casi tres años completos).

Consumo


Pero sin duda que el problema más serio que tiene España dado que retroalimenta todos los otros indicadores es el tema del empleo. Este se mantiene en la zona del 27 por ciento y lejos de corregirse sigue potenciando desequilibrios. El desempleo juvenil supera el 55 por ciento y muchos jóvenes están abandonando el país para trabajar en otros lugares y no se sabe con exactitud cuantos jóvenes han abandonado España. Lo que si se sabe es que el año 2012 fue el primero de la historia moderna en que la población española se redujo y este fenómeno puede haber aumentado el año pasado.

Desempleo-España-2013

Las enormes tasas de desempleo (sólo comparables a los niveles de Grecia) demuestran lo nefastos que han sido para España los planes del FMI, de la CE y del propio gobierno español. Lejos de haber ayudado a diluir las tensiones y actuar en los momentos en que la población podía ser receptiva a medidas de shock como la devaluación interna, la troika dilató los problemas e implantó medidas erróneas como los planes de austeridad y los recortes presupuestarios que solo profundizaron la crisis.

Los signos actuales de estabilización son más bien de estancamiento. Se trata de una estabilidad muy precaria dado que el lento crecimiento y el alto desempleo comienzan a hacerse persistentes. España aún no encuentra el camino para superar una crisis en la que fue arrastrada por la fastuosidad e imperfecciones de la unión monetaria.

Marco Antonio Moreno
El Blog Salmón

martes, 21 de enero de 2014

Sacyr en Panamá o la historia de “nuestras empresas”

Comenzamos el año desayunando con una noticia que ocupaba portadas y grandes titulares en los principales medios de comunicación españoles: Sacyr paraliza las obras del Canal de Panamá. En los días siguientes, hemos podido ver cómo se han ido sucediendo los comunicados de prensa cruzados, el viaje de la ministra de Fomento para mediar con el gobierno de Panamá a favor de la empresa, las contraofertas de ambas partes para renegociar el contrato, las referencias a cómo afecta este caso a la marca España… Pero lo que está ocurriendo con Sacyr en Panamá, en realidad, no es sino un nuevo ejemplo del modus operandi habitual de las multinacionales españolas en su expansión internacional.

El caso es que, para terminar la ampliación del canal, el consorcio empresarial liderado por la constructora española ha exigido al gobierno panameño que antes del 21 de enero efectúe un desembolso adicional de 1.600 millones de dólares, lo que significa un 50% de sobrecoste respecto al presupuesto inicial, justificando esa petición en los “eventos imprevistos que se han presentado en la obra”. La Autoridad del Canal de Panamá, por su parte, se ha remitido al acuerdo firmado en 2009 y rechaza la petición de las constructoras, ya que piensa que su “único propósito es forzar a la organización a negociar fuera de los términos establecidos en el contrato”. Y de hecho, negociando están: “Las obras van a seguir, solo contemplamos el escenario de un acuerdo”, decía el presidente de Sacyr.

Como ocurre cada vez que se producen conflictos que pueden poner en riesgo los intereses de “nuestras empresas” en otros países, el gobierno español ha reaccionado con rapidez para salvaguardar los negocios de estas compañías. La ministra Ana Pastor ha declarado que este caso no compromete la imagen de la marca España y que las empresas españolas tienen un prestigio “que no es por casualidad”. Sin embargo, a medida que se van conociendo más datos sobre el caso y los distintos actores implicados van modulando sus posiciones iniciales de cara a buscar una salida negociada, parece claro que los puntos clave de este caso nos remiten a los elementos centrales de la marca España realmente existente: apoyos públicos para intereses privados, “contabilidad creativa” y opacidad de las prácticas empresariales, “puertas giratorias” y alianzas público-privadas, evasión de impuestos y cuentas en paraísos fiscales.

“Nuestras empresas”
Hace cuatro años, el secretario de Estado de Presidencia viajó a Panamá para certificar que los negocios de Sacyr en el país centroamericano tenían la categoría de “contratos de Estado”. Igualmente, en 2012 viajaron a Panamá los príncipes de Asturias —“agradezco mucho a la Casa Real el gran impulso que le está dando a la marca España, dijo entonces el presidente de Sacyr— y en 2013 la ministra de Fomento hizo doblete visitando las obras de construcción del metro en Ciudad de Panamá, donde participa FCC, y la ampliación del canal, asegurando que esta serviría para crear puestos de trabajo en Panamá y también “empleo directo en España”.

Una vez más, vuelve a ponerse de manifiesto cuál es la receta que los sucesivos gobiernos españoles nos presentan para “salir de la crisis”: se trata de ampliar los negocios internacionales y el acceso a nuevos mercados para las multinacionales españolas, con el fin de que la repatriación de beneficios redunde en un aumento del crecimiento económico en el Estado español y, con todo ello, se produzca una mejora de los indicadores socioeconómicos del país. Lo que ocurre es que, como estamos comprobando con otras de “nuestras empresas” —Telefónica, BBVA y el Santander, por ejemplo, a pesar de que siguen obteniendo extraordinarios beneficios gracias a su internacionalización, están reduciendo aquí sus plantillas—, el silogismo “lo que es bueno para nuestras empresas es bueno para la población española” se ha demostrado completamente falso: los grandes accionistas y directivos de estas compañías, así como los políticos y empresarios que se han hecho de oro atravesando las “puertas giratorias” que conectan el sector público y el mundo empresarial, son los únicos beneficiarios de la expansión global de los negocios de estas multinacionales.

Marca España
Las instituciones que nos gobiernan tienen claro los puntales sobre los que ha de sustentarse este proyecto de marca-país: el crecimiento económico, la atracción de inversión extranjera y la ampliación de mercados; todos ellos, al servicio de los intereses de las grandes compañías españolas y enmarcados en la lógica del business as usual. “España cuenta con empresas punteras, competitivas, modernas e innovadoras, exponentes de la marca España, que representa calidad y excelencia”, afirmaba hace año y medio en un encuentro empresarial el príncipe Felipe justo después de visitar Panamá.

En esta línea, en el último año los grandes estandartes de la marca España han sido los proyectos de Eurovegas, que se presentaba como un modelo ejemplar para la atracción de capitales extranjeros y creación de empleo, y las obras de ampliación del Canal de Panamá y de construcción del AVE a La Meca. El primero no hace falta recordar cómo ha terminado; los segundos reproducen, esta vez fuera de nuestras fronteras, las mismas lógicas de la burbuja inmobiliaria y del tsunami urbanizador que hemos vivido aquí y cuyos efectos, desgraciadamente, conocemos bien. Más allá de toda la parafernalia del “orgullo de ser español” para “salir de la crisis” al estilo de los anuncios navideños de Campofrío, esta es la verdadera marca España.

“Contabilidad creativa”
Otro de los elementos clave del caso de Sacyr en Panamá, sobre el que solo se hizo hincapié al principio, es el hecho de que hace dos años la constructora española se apuntó como ingresos los sobrecostes que ahora exige a las autoridades panameñas. Es decir, que sin disponer realmente de 655 millones de dólares, Sacyr los contabilizó efectivamente como ingresos en su balance de resultados de 2012. Y claro, si lo ha podido hacer esta empresa, que recibió un informe favorable de auditoría de KPMG el año pasado, la pregunta se hace obvia: ¿cuántas multinacionales no habrán utilizado esta u otras prácticas similares de “contabilidad creativa” para, en el marco de la crisis financiera global, maquillar sus cuentas anuales y poder presentarse ante los accionistas y “los mercados” como entidades generadoras de beneficios? Recordemos, sin ir más lejos, el caso de Pescanova, que fue presentando durante años ganancias en sus cuentas auditadas cuando, en realidad, estaba en números rojos.

Cambios en el presupuesto a mitad de la obra que hacen que el coste final se dispare respecto a las previsiones iniciales —la ministra Pastor viaja esta semana a Arabia Saudí para que no pase lo mismo con los sobrecostes que OHL y otras constructoras están pidiendo también en la obra del AVE a La Meca—, falta de transparencia a la hora de caracterizar la situación económica real de estas compañías, anuncio de mensajes a la prensa para especular con los activos en bolsa de la empresa, creación de “sociedades pantalla” en paraísos fiscales para eludir el pago de impuestos… Como queda patente en el caso de Sacyr, estas son algunas de las estrategias que utilizan habitualmente las empresas transnacionales para seguir enriqueciendo a la reducida minoría que, al fin y al cabo, es la única que sale ganando con sus negocios.

Alianza público-privada
Hay un concepto que se ha popularizado mucho en los últimos años y que resulta muy gráfico para entender cómo funciona la clase político-empresarial que nos gobierna: las “puertas giratorias”. Como es sabido, este término hace referencia a las estrechas relaciones existentes entre gobernantes y empresarios, que van intercambiando sus posiciones del sector público al privado y viceversa, condicionando las decisiones políticas al poder económico de las grandes corporaciones y, por el camino, obteniendo extraordinarias ganancias con todo ello. Así, los expresidentes González, Aznar, Blair y Schröder han pasado a formar parte del directorio de multinacionales como Gas Natural Fenosa, Endesa, JP Morgan Chase y Gazprom, al igual que, en sentido contrario, Mario Draghi y Mario Monti pasaron de Goldman Sachs a las presidencias del Banco Central Europeo y del gobierno italiano.

El caso que nos ocupa no es ajeno a esta lógica. Y es que Sacyr es una de las empresas que figuran como donantes del Partido Popular en los papeles de Bárcenas: como investiga la Audiencia Nacional, su expresidente Luis del Rivero figura como responsable de diferentes entregas de dinero al entonces tesorero del PP; al mismo tiempo, la constructora resultó beneficiada con la concesión de grandes obras públicas de infraestructura con las que multiplicó sus negocios en la época de la burbuja inmobiliaria. Como dice Paco Segura, coordinador de Ecologistas en Acción, “no había ninguna justificación para estas obras desde el punto de vista del transporte ni de las necesidades sociales, la justificación era la obtención de fondos ilícitos para el partido o para distintas personas que se beneficiaron de ello”.

Para cerrar el círculo, a la vez que hemos conocido que la Compañía Española de Seguros de Crédito a la Exportación (CESCE) ha concedido un aval público de 150 millones a la constructora española para asegurar los riesgos de la ampliación del Canal de Panamá —en caso de que finalmente la obra quede paralizada, quien responderá será el erario público—, gracias a la instrucción del caso Gürtel acabamos de saber que dos expresidentes de Sacyr, Luis del Rivero y José Manuel Loureda, recibieron pagos por valor de más de un millón de euros en sus cuentas en Suiza, abiertas a nombre de “sociedades pantalla” radicadas en el paraíso fiscal de Belice. Así funciona la marca España.
 
La Marea
 

miércoles, 15 de enero de 2014

Apuntes sobre el tratado de libre comercio UE-EE.UU.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.

Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad” de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total [2]. A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.), los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje político y económico: en América Latina y los países árabes, y con Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos a Ucrania) y mediterráneos.

La Administración Obama ha manifestado también en este campo la voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico (entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes —que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión extranjera.

A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya muy elevado. Según el informe preliminar de la UE [3], no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5% del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario, estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo la hipótesis de una cantidad de trabajo fija [4], tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis, es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos: España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior. El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad económica.

En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el objetivo último de sus promotores. El País nos ofrece una indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista presidente de la Comisión Europea” [5]. En efecto, el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente, financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite el control popular de las mismas.

Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory [6], el modus operandi de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años, pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores deberían representar [7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida [8]. El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama, cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los intereses de Wall Street) [9]. Sin embargo, parece contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.

Además de las finanzas, el analista Dean Baker [10] proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de fracking, que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de propiedad pública es todavía dominante.

Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles conflictos de interés [11], pero no ha justificado la necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los intereses de los inversores).

Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot [12] cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión [13]. Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000 millones de dólares.

Es pronto para saber cuál será el resultado final de las negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU. figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y en su programa para las próximas elecciones europeas.



Notas

[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.

[2] UNCTAD report Bilateral Investment Treaties 1959-1999 (2000). http://unctad.org/en/docs/poiteiiad2.en.pdf

[3] Comission Staff Working Document: Impact Assessment Report on the future of EU-US trade relations. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150759.pdf

[4] Así aparece en el modelo que sirve de base al informe de la Comisión Europea. Véase: Francois, J. (ed.), CEPR: ReducingTransatlanticBarrierstoTrade and Investment: AnEconomicAssessment. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150737.pdf

[5] “Libre Comercio Transatlántico”, El País, 07/04/2013. http://economia.elpais.com/economia/2013/04/05/actualidad/1365191795_833075.html

[6] Corporate Europe Observatory: Regulating –none of our business?, 16/10/2013. http://corporateeurope.org/publications/regulation-none-our-business

[7] Véase la carta abierta que varias organizaciones progresistas de ambos lados del Atlántico dirigieron a los negociadores: http://www.citizen.org/documents/public-citizen-letter-to-obama-alerting-to-tafta-concerns.pdf

[8] Quinn, J.; Rushton, K., “EU plots Transatlantic Bank Regulator”, The Daily Telegraph, 06/07/2013. http://www.telegraph.co.uk/finance/newsbysector/banksandfinance/10164821/EU-plots-transatlantic-bank-regulator.html

[9] Nasiripour, S., “Volcker Rule Finalized With Wall Street Responsible For Judging Compliance”, Huffington Post, 12/10/2013. http://www.huffingtonpost.com/2013/12/10/volcker-rule-finalized_n_4422292.html

[10] Baker, D., “The US-EU trade deal: don't buy the hype”, TheGuardian, 15/07/2013. http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/jul/15/us-trade-deal-with-europe-hype

[11] Alonso, S., “Companies can lay down the law”. NRC Handelsblad, 18/11/2013. http://www.presseurop.eu/en/content/article/4329021-companies-can-lay-down-law

[12] Monbiot, G., “A Global banon Left-wing Politics”. The Guardian, 05/11/2013. http://www.monbiot.com/2013/11/04/a-global-ban-on-left-wing-politics/

[13] Phillips, T., “Argentina versus el Banco Mundial: ¿Juego limpio o partido arreglado?”. Center for International Policy, 2008. http://www.cipamericas.org/archives/1434

 [Ramon Boixadera i Bosch es economista]
Mientras Tanto

Desde la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad” de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total [2]. A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.), los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje político y económico: en América Latina y los países árabes, y con Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico (entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes —que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya muy elevado. Según el informe preliminar de la UE [3], no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5% del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario, estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo la hipótesis de una cantidad de trabajo fija [4], tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis, es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos: España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior. El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el objetivo último de sus promotores. El País nos ofrece una indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista presidente de la Comisión Europea” [5]. En efecto, el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente, financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory [6], el modus operandi de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años, pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores deberían representar [7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida [8]. El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama, cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los intereses de Wall Street) [9]. Sin embargo, parece contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker [10] proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de fracking, que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles conflictos de interés [11], pero no ha justificado la necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot [12] cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión [13]. Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000 millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU. figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y en su programa para las próximas elecciones europeas.

Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[2] UNCTAD report Bilateral Investment Treaties 1959-1999 (2000). http://unctad.org/en/docs/poiteiiad2.en.pdf
[3] Comission Staff Working Document: Impact Assessment Report on the future of EU-US trade relations. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150759.pdf
[4] Así aparece en el modelo que sirve de base al informe de la Comisión Europea. Véase: Francois, J. (ed.), CEPR: ReducingTransatlanticBarrierstoTrade and Investment: AnEconomicAssessment. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150737.pdf
[5] “Libre Comercio Transatlántico”, El País, 07/04/2013. http://economia.elpais.com/economia/2013/04/05/actualidad/1365191795_833075.html
[6] Corporate Europe Observatory: Regulating –none of our business?, 16/10/2013. http://corporateeurope.org/publications/regulation-none-our-business
[7] Véase la carta abierta que varias organizaciones progresistas de ambos lados del Atlántico dirigieron a los negociadores: http://www.citizen.org/documents/public-citizen-letter-to-obama-alerting-to-tafta-concerns.pdf
[8] Quinn, J.; Rushton, K., “EU plots Transatlantic Bank Regulator”, The Daily Telegraph, 06/07/2013. http://www.telegraph.co.uk/finance/newsbysector/banksandfinance/10164821/EU-plots-transatlantic-bank-regulator.html
[9] Nasiripour, S., “Volcker Rule Finalized With Wall Street Responsible For Judging Compliance”, Huffington Post, 12/10/2013. http://www.huffingtonpost.com/2013/12/10/volcker-rule-finalized_n_4422292.html
[10] Baker, D., “The US-EU trade deal: don't buy the hype”, TheGuardian, 15/07/2013. http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/jul/15/us-trade-deal-with-europe-hype
[11] Alonso, S., “Companies can lay down the law”. NRC Handelsblad, 18/11/2013. http://www.presseurop.eu/en/content/article/4329021-companies-can-lay-down-law
[12] Monbiot, G., “A Global banon Left-wing Politics”. The Guardian, 05/11/2013. http://www.monbiot.com/2013/11/04/a-global-ban-on-left-wing-politics/
[13] Phillips, T., “Argentina versus el Banco Mundial: ¿Juego limpio o partido arreglado?”. Center for International Policy, 2008. http://www.cipamericas.org/archives/1434

[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
- See more at: http://www.mientrastanto.org/boletin-120/notas/apuntes-sobre-el-tratado-de-libre-comercio-ue-eeuu#sthash.t3Gsjdpb.dpuf
Desde la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad” de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total [2]. A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.), los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje político y económico: en América Latina y los países árabes, y con Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico (entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes —que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya muy elevado. Según el informe preliminar de la UE [3], no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5% del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario, estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo la hipótesis de una cantidad de trabajo fija [4], tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis, es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos: España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior. El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el objetivo último de sus promotores. El País nos ofrece una indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista presidente de la Comisión Europea” [5]. En efecto, el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente, financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory [6], el modus operandi de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años, pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores deberían representar [7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida [8]. El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama, cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los intereses de Wall Street) [9]. Sin embargo, parece contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker [10] proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de fracking, que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles conflictos de interés [11], pero no ha justificado la necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot [12] cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión [13]. Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000 millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU. figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y en su programa para las próximas elecciones europeas.

Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[2] UNCTAD report Bilateral Investment Treaties 1959-1999 (2000). http://unctad.org/en/docs/poiteiiad2.en.pdf
[3] Comission Staff Working Document: Impact Assessment Report on the future of EU-US trade relations. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150759.pdf
[4] Así aparece en el modelo que sirve de base al informe de la Comisión Europea. Véase: Francois, J. (ed.), CEPR: ReducingTransatlanticBarrierstoTrade and Investment: AnEconomicAssessment. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150737.pdf
[5] “Libre Comercio Transatlántico”, El País, 07/04/2013. http://economia.elpais.com/economia/2013/04/05/actualidad/1365191795_833075.html
[6] Corporate Europe Observatory: Regulating –none of our business?, 16/10/2013. http://corporateeurope.org/publications/regulation-none-our-business
[7] Véase la carta abierta que varias organizaciones progresistas de ambos lados del Atlántico dirigieron a los negociadores: http://www.citizen.org/documents/public-citizen-letter-to-obama-alerting-to-tafta-concerns.pdf
[8] Quinn, J.; Rushton, K., “EU plots Transatlantic Bank Regulator”, The Daily Telegraph, 06/07/2013. http://www.telegraph.co.uk/finance/newsbysector/banksandfinance/10164821/EU-plots-transatlantic-bank-regulator.html
[9] Nasiripour, S., “Volcker Rule Finalized With Wall Street Responsible For Judging Compliance”, Huffington Post, 12/10/2013. http://www.huffingtonpost.com/2013/12/10/volcker-rule-finalized_n_4422292.html
[10] Baker, D., “The US-EU trade deal: don't buy the hype”, TheGuardian, 15/07/2013. http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/jul/15/us-trade-deal-with-europe-hype
[11] Alonso, S., “Companies can lay down the law”. NRC Handelsblad, 18/11/2013. http://www.presseurop.eu/en/content/article/4329021-companies-can-lay-down-law
[12] Monbiot, G., “A Global banon Left-wing Politics”. The Guardian, 05/11/2013. http://www.monbiot.com/2013/11/04/a-global-ban-on-left-wing-politics/
[13] Phillips, T., “Argentina versus el Banco Mundial: ¿Juego limpio o partido arreglado?”. Center for International Policy, 2008. http://www.cipamericas.org/archives/1434

[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
- See more at: http://www.mientrastanto.org/boletin-120/notas/apuntes-sobre-el-tratado-de-libre-comercio-ue-eeuu#sthash.t3Gsjdpb.dpuf
Desde la Segunda Guerra Mundial, la eliminación de las barreras a la inversión y el comercio internacionales ha sido fundamental al proyecto hegemónico estadounidense [1]. El conflicto entre los dos bloques geopolíticos de la Guerra Fría obligó a Occidente a tolerar —e incluso impulsar— modelos desarrollistas y proteccionistas para mantener la estabilidad y la paz social en los países avanzados y el consenso de los países nacidos de la descomposición de viejos imperios. Sin embargo, con la progresiva erosión del movimiento obrero, tales compromisos han devenido innecesarios: todos los gobiernos han pasado a priorizar en su política económica la atracción de la inversión extranjera y la captura de mercados de exportación, alimentando una dinámica de competencia entre países que no deriva, como antaño, en guerra entre intereses imperiales, sino en una creciente acomodación a la voluntad e intereses del capital transnacional. Este proceso, que ha tenido en el FMI y el Banco Mundial sus mejores guardianes, fue armonizándose en el campo comercial e inversor con los acuerdos multilaterales de la Ronda de Uruguay (1986-1995), que llevaron a la formación de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La OMC, sin embargo, ha resultado menos efectiva a los intereses neoliberales que las viejas instituciones de Bretton Woods: la Ronda de Doha, iniciada en 2001, languidece por los intereses divergentes del Norte y las nuevas potencias del Sur, particularmente en materia agrícola y de patentes.
Una estrategia globalizadora alternativa existía, de forma embrionaria, en la firma de tratados entre estados. Durante los años ochenta, y de forma más acelerada en los noventa, se vivió una auténtica explosión de tratados bilaterales de inversión (TBI) que protegían los intereses de los inversionistas extranjeros ante tribunales internacionales de arbitraje, lo que se justificaba por la “debilidad” de los ordenamientos jurídicos internos de uno (o ambos) países participantes, siendo los acuerdos entre países desarrollados una rareza. Entre 1989 y 1999, el número de TBI entre los países avanzados y el resto pasó de 260 a 737, y de 385 a 1.857 en total [2]. A partir del tratado ALCAN (que unía a México con Canadá y los EE.UU.), los TBI se han completado con el desmantelamiento de los aranceles y cuotas que impedían la libre circulación de mercancías entre los países firmantes, y es a la combinación de ambos pilares a la que alude la expresión Tratado de Libre Comercio (TLC). Estados Unidos ha firmado TLC con países sobre los que, con frecuencia, ejerce un fuerte tutelaje político y económico: en América Latina y los países árabes, y con Israel, Canadá, Australia y Corea del Sur. La mayoría de estos estados mantienen, a su vez, tratados de libre comercio con la UE, y ésta con la mayoría de sus vecinos europeos (entre los cuales quizá pronto contemos a Ucrania) y mediterráneos.
La Administración Obama ha manifestado también en este campo la voluntad de radicalizar el legado de sus predecesores, abriendo negociaciones simultáneas con sus aliados comerciales en el Pacífico (entre los que se incluye Japón) y la UE para formar dos grandes áreas de libre comercio que engloben los archipiélagos actuales en un sistema casi-global de gobernanza. Tras el pequeño rifirrafe causado por el escándalo de espionaje a líderes europeos, la Comisión Europea espera que el TLC entre la UE y los EE.UU. esté listo para su aprobación hacia finales de 2014, y el mismo Obama presiona desde hace tiempo a las Cámaras para que su ratificación sea lo más rápida posible. Todo esto ocurre en la mayor opacidad, a pesar de la magnitud de los cambios regulatorios que se avecinan: eliminación de todos los aranceles entre las dos primeras economías del mundo y establecimiento de reglas comunes —que con toda probabilidad servirían de estándares mundiales— en campos que van de la producción de alimentos a la protección a la inversión extranjera.
A pesar de que el título del tratado sugiere una ausencia de “libre comercio”, el nivel de integración comercial entre EE.UU. y la UE es ya muy elevado. Según el informe preliminar de la UE [3], no se considera que el efecto de la firma de este tratado supere el 0,5% del PIB europeo; y, de limitarse a cambios en el sistema arancelario, estas mejoras se estiman en apenas el 0,1% del PIB. Es más, las estimaciones de la UE deben analizarse con escepticismo. Formuladas bajo la hipótesis de una cantidad de trabajo fija [4], tales cálculos esconden de antemano un sesgo positivo: en plena crisis, es poco probable que las mejoras en la “eficiencia” que derivan de la apertura comercial estimulen la inversión y animen a los sectores más beneficiados a emplear los trabajadores de los sectores obsoletos. Por el contrario, lo más probable es que éstos pasen simplemente a engrosar las filas del paro. Además, los cambios en la actividad económica no conciernen, de forma homogénea, a todos los sectores y países europeos: España, con una estructura productiva relativamente atrasada y una actividad significativa en los sectores más negativamente afectados por los cambios arancelarios (automóviles, química, etc.), podría empeorar fácilmente su situación con este tratado. Dado lo delicado de la posición exterior española, cuyo equilibrio es fundamental (en ausencia de déficits públicos) para reducir la carga del sobrendeudamiento privado, no parece que sea el mejor momento para empeorar los problemas de competitividad del país. Y eso porque, en ausencia de políticas industriales, el ajuste recaería en la demanda interna, que se contraería junto a las importaciones para mejorar la balanza exterior. El resultado final, claro está, sería una depresión de la actividad económica.
En cualquier caso, el interés del acuerdo no reside tanto en su impacto macroeconómico, sino en lo que podrían parecer aspectos menores de un acuerdo comercial, pero que podemos suponer son, en realidad, el objetivo último de sus promotores. El País nos ofrece una indicación de ello cuando escribe: “Es una buena noticia que los dos bloques económicos más importantes del mundo avancen en la dirección de la libertad del comercio sin restricciones [...] poco importa ahora que el impacto concreto sea ese 0,5% del PIB que anticipaba el voluntarista presidente de la Comisión Europea” [5]. En efecto, el Tratado de Libre Comercio entre la UE y los EE.UU. debe permitir la creación de un marco jurídico internacional sobre derechos de propiedad intelectual y regulaciones de salud, consumo, medio ambiente, financiero, etc., que, bajo el principio de simplificar la maraña de normas divergentes, termine reduciéndolas a su mínima expresión y limite el control popular de las mismas.
Como ha señalado recientemente el Corporate Europe Observatory [6], el modus operandi de las negociaciones consiste en integrar a las grandes compañías y organizaciones patronales en la elaboración de las nuevas regulaciones y estándares del TLC (y también de los conflictos que éste, con los años, pueda generar); un privilegio que no se extiende a consumidores y trabajadores y que pervierte el interés general que los negociadores deberían representar [7]. Un ejemplo de lo que esto implica lo encontramos en cómo la City londinense defiende un acuerdo transatlántico a su medida [8]. El modelo británico, más desregulado, iría en contra de las propuestas de algunos Gobiernos europeos (si bien no de la Administración Obama, cuyo esfuerzo regulador en este campo se ha hecho pensando en los intereses de Wall Street) [9]. Sin embargo, parece contar con el apoyo de la Comisión Europea, toda vez que en sus propios cálculos debe ser el ya hipertrofiado sector financiero (banca y seguros) uno de los más beneficiados por el nuevo TLC.
Además de las finanzas, el analista Dean Baker [10] proporciona una lista de otros intereses patronales sensibles, entre los cuales: las patentes farmacéuticas, los derechos intelectuales sobre la cultura, los transgénicos, el ganado hormonado o las normas de fracking, que se sustraen del debate público hacia el oscuro mundo de las regulaciones “comerciales” (apartado en el que la Comisión Europea goza de gran discrecionalidad). Otro sector importante es el de los mercados públicos, especialmente en aquellos sectores en los que la gestión de propiedad pública es todavía dominante.
Por otra parte, parece probable que estas negociaciones generalicen los “investment-state dispute settlements” (ISDS) para arbitrar los conflictos entre Estado e inversores alrededor de los (vagamente definidos) intereses de los últimos en los cambios regulatorios. Estos conflictos se dirimirían al margen de la soberanía nacional y sus jurisdicciones habituales, por tribunales especiales, los ISDS, formados habitualmente por abogados de negocios de cuya imparcialidad no es difícil sospechar. Parece ser que la UE ha exigido garantías adicionales para estos mecanismos tales como la necesidad de que los juicios sean públicos y que los partícipes declaren la existencia de posibles conflictos de interés [11], pero no ha justificado la necesidad de su más que probable adopción (ya que las leyes nacionales y europeas deberían ser suficientes para armonizar el bien común y los intereses de los inversores).
Asociados generalmente a los TBI, los ISDS ya han dado amparo a juicios grotescos. El periodista George Monbiot [12] cita el caso de una compañía minera canadiense que exige compensación a El Salvador por negarle el derecho a explotar una mina que contaminaría el agua de la región; y también el de una tabacalera americana que denunció al gobierno australiano por introducir legislación antitabaco que la Corte Suprema juzgó válida (pero por la que ahora debe responder ante uno de estos tribunales sui generis en Hong Kong). Quizá el caso más emblemático sea el de Argentina, signataria de varios tratados bilaterales de inversión durante los años de Menem (1989-1999) que la expusieron, con la llegada del kirchnerismo, a numerosas demandas por parte de los grandes grupos transnacionales y fondos de inversión [13]. Varias medidas de emergencia (la congelación de precios públicos en servicios esenciales, como agua y electricidad, peajes y tarifas de telecomunicaciones...) y la restructuración de la deuda externa fueron llevados a los tribunales, con un coste (hasta 2008) de más de 1.000 millones de dólares.
Es pronto para saber cuál será el resultado final de las negociaciones del TLC, y los detalles del texto que deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo. Pero hay pocos motivos para esperar un acuerdo positivo para los pueblos europeo y estadounidense o para los de otras naciones (especialmente aquellas que se habían resistido, hasta hoy, a este modo de asociación). Al fin y al cabo, no sería la primera vez que desde instituciones europeas se promocionasen tratados que, al profundizar la integración comercial, erosionaran el poder de las instituciones democráticas existentes mediante reglas favorables al capital. Por ello, sería deseable que el rechazo al TLC con los EE.UU. figurara abiertamente en los actos y reivindicaciones de la izquierda, y en su programa para las próximas elecciones europeas.

Notas
[1] Panitch, L.; Gindin, S., The Making of Global Capitalism: the Political Economy of American Empire. Verso, 2013.
[2] UNCTAD report Bilateral Investment Treaties 1959-1999 (2000). http://unctad.org/en/docs/poiteiiad2.en.pdf
[3] Comission Staff Working Document: Impact Assessment Report on the future of EU-US trade relations. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150759.pdf
[4] Así aparece en el modelo que sirve de base al informe de la Comisión Europea. Véase: Francois, J. (ed.), CEPR: ReducingTransatlanticBarrierstoTrade and Investment: AnEconomicAssessment. Marzo de 2013. http://trade.ec.europa.eu/doclib/docs/2013/march/tradoc_150737.pdf
[5] “Libre Comercio Transatlántico”, El País, 07/04/2013. http://economia.elpais.com/economia/2013/04/05/actualidad/1365191795_833075.html
[6] Corporate Europe Observatory: Regulating –none of our business?, 16/10/2013. http://corporateeurope.org/publications/regulation-none-our-business
[7] Véase la carta abierta que varias organizaciones progresistas de ambos lados del Atlántico dirigieron a los negociadores: http://www.citizen.org/documents/public-citizen-letter-to-obama-alerting-to-tafta-concerns.pdf
[8] Quinn, J.; Rushton, K., “EU plots Transatlantic Bank Regulator”, The Daily Telegraph, 06/07/2013. http://www.telegraph.co.uk/finance/newsbysector/banksandfinance/10164821/EU-plots-transatlantic-bank-regulator.html
[9] Nasiripour, S., “Volcker Rule Finalized With Wall Street Responsible For Judging Compliance”, Huffington Post, 12/10/2013. http://www.huffingtonpost.com/2013/12/10/volcker-rule-finalized_n_4422292.html
[10] Baker, D., “The US-EU trade deal: don't buy the hype”, TheGuardian, 15/07/2013. http://www.theguardian.com/commentisfree/2013/jul/15/us-trade-deal-with-europe-hype
[11] Alonso, S., “Companies can lay down the law”. NRC Handelsblad, 18/11/2013. http://www.presseurop.eu/en/content/article/4329021-companies-can-lay-down-law
[12] Monbiot, G., “A Global banon Left-wing Politics”. The Guardian, 05/11/2013. http://www.monbiot.com/2013/11/04/a-global-ban-on-left-wing-politics/
[13] Phillips, T., “Argentina versus el Banco Mundial: ¿Juego limpio o partido arreglado?”. Center for International Policy, 2008. http://www.cipamericas.org/archives/1434

[Ramon Boixadera i Bosch es economista]
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