La larga fase de expansión
capitalista que terminó en 2008 consistió esencialmente en la formación de un
gran ejército industrial multinacional de mano de obra barata.
El capital se deslocalizó hacia
lugares donde podía encontrarla. La oleada transformadora de la tercera
revolución industrial, la de la informática, además, coadyuvó en su éxito. De
este modo se restablecía la tasa de ganancia del capital, venida abajo en los
años setenta.
La financiación de aquel
movimiento de transformación y reubicación del capital, de creación de un nuevo
ejército industrial fuera de las metrópolis centrales del capitalismo, se hizo
a base del crédito, del endeudamiento. De los estados y de las empresas. Nunca
hubo tanto crédito. El período se cerró en 2008 cuando el sistema financiero se
desmoronó por causa de una de las crisis cíclicas del capitalismo, de
sobreproducción. Nadie tenía con qué pagar el exceso de producción. Ni para
pagar, claro es, los créditos.
Ante la crisis, el gran capital
impuso a los gobiernos, ante todo, socializar la deuda de un sistema financiero
en quiebra. Tanto en Europa como en Norteamérica, que con Japón fueron los
principales centros amenazados, las arcas públicas fueron vaciadas para el
salvamento del sistema financiero privado, aprovechándose también para
malbaratar en el mercado bienes públicos. Todo ello no para que volviera a
crearse el crédito —la confianza se había desvanecido— sino para que fueran los
ciudadanos quienes pagaran la deuda financiera a los acreedores.
Eso indujo un endurecimiento de
la parálisis económica. La crisis económica se convirtió en una crisis social
de gran calado. Como siempre ocurre en las grandes crisis, el mundo cambió.
Finalmente se llegó a la fase
actual: con el paro generalizado, amplísimo, se dispone ya de un amplísimo
ejército industrial de reserva en los países centrales del capitalismo.
El hecho del paro y la amenaza de
caer en él, a su vez, disciplina a la fuerza de trabajo, debilitada por los
acontecimientos, en el momento en que se dirige contra ella, en los países
centrales, la peor ofensiva que ha tenido que soportar desde la época del
fascismo, el nazismo y los regímenes autoritarios.
Toda una panoplia de normas
destructoras del derecho del trabajo anterior: de la estabilidad en el empleo,
el abaratamiento del despido, la imposición de normas negociadoras trucadas, la
reducción de los salarios, del sistema de pensiones, del salario indirecto en forma
de educación y sanidad. Se ha echado abajo una gran parte de lo que los
trabajadores habían conquistado dentro del sistema en una lucha más que
secular; y se sigue echando abajo lo que queda de esas conquistas, jaleados los
gobiernos por las patronales, a ritmos que tratan de evitar levantamientos
sociales de calado: a velocidad de apisonadora, por decirlo así.
Pues en la fase actual la
política económica neoliberal va encaminada a crear, dentro de las metrópolis
del sistema, no sólo un ejército de reserva sino, además, un ejército
industrial de mano de obra barata, esto es, lo mismo que antes de 2008 había
buscado en el exterior.
Ése es el objetivo. Unas clases
altas instaladas en el lujo, que podrán pagar la educación de sus hijos y parte
de la sanidad privada, para ellas, financiada por la multitud. Y una multitud
en precario, en algunas de cuyas zonas aparece ya el hambre, magmática,
peleando por conseguir a cualquier precio un puesto de trabajo de miseria, con
una cultura social deliberadamente degradada por los modelos de vida propuestos
por la publicidad televisiva. El capital restablece su tasa de ganancia
generando un mundo de barbarie, de democraticidad ilusoria, con regímenes
políticos prostituidos al instrumentar esta abyección.
Estamos pues en la fase de la
construcción en las metrópolis de un ejército industrial de mano de obra
barata.
Y de afianzamiento de regímenes
políticos pseudodemocráticos, neoautoritarios, para apoyar esta transformación.
La contraposición a esta lógica
ha de ser esencialmente política, política de nuevo tipo, masiva, para crear
instituciones controlables por los ciudadanos y manejadas por personas
responsables ante ellos. La participación política de la multitud ha de
desbordar los sistemas electorales formales. Los actuales regímenes, unos de
una manera y otros de otra, preseleccionan a las personas compatibles con las
políticas ultraliberales, y sólo esas personas, esos equipos de políticos —o
esas empresas políticas— son las susceptibles de ser votadas por la ciudadanía.
Los partidos políticos hasta hoy mayoritarios son los que materializan para las
poblaciones las exigencias actuales del capital.
Si se lograra democratizar de
verdad algún sistema político —esto es, si se consiguiera un auténtico cambio
de régimen— quedaría sin embargo un gran problema por resolver: una eficaz
contraposición del régimen democrático al soberano difuso, policéntrico, que
planea por encima de los estados para imponer la política económica preferida
por el poder del capital.
Juan Ramón Capella
Mientras Tanto
Juan-Ramón Capella
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