Su mensaje era suficientemente simple. Ustedes –políticos y altos ejecutivos amalgamados en alguna que otra cumbre comercial— son como los temerarios estafadores ejecutivos de Enron (claro que entonces no sabíamos ni la mitad de lo ocurrido)—. Nosotros –el populacho mantenido al margen— somos como los argentinos, quienes, en medio de una crisis económica misteriosamente parecida a la nuestra, salieron a la calle con ollas y cacerolas al grito de: "Que se vayan todos". Forzaron la dimisión de cuatro presidentes en menos de tres semanas. Lo que hizo única la rebelión argentina de 2001-2002 fue que no iba dirigida contra ningún partido político concreto, ni tampoco contra la corrupción en abstracto. Su objetivo era el modelo económico dominante: fue la primera revuelta de una nación contra el capitalismo desregulado de nuestros días.
Ha tomado su tiempo, pero, finalmente, desde Islandia hasta Letonia, pasando por Corea del Sur y Grecia, el resto del mundo está llegando al mismo resultado: ¡que se vayan todos!
Las estoicas matriarcas islandesas que sacaban sus cacerolas mientras sus hijos buscaban proyectiles en el frigorífico (huevos, desde luego, ¿también yogures?) reproducen las tácticas que se hicieron famosas en Buenos Aires. Un eco de la rabia colectiva contra unas elites que destruyeron un país otrora próspero pensando salir de rositas. Como dijo Gudrun Jonsdottir, una oficinista islandesa de 36 años: "Estoy hasta el moño de todos esto. No me fío del gobierno, no me fío de los bancos, no me fío de los partidos políticos y no me fío del FMI. Teníamos un país estupendo, y se lo han cargado".
Otro eco: en Reikiavik, los manifestantes no se conforman con un mero cambio de rostros en la cúspide (aunque la nueva primera ministra sea una lesbiana). Exigen ayudas al pueblo, no a los bancos; investigación penal de la debacle; y una profunda reforma electoral.
Parecidas exigencias pueden oírse en Letonia, cuya economía ha experimentado la contracción más drástica dentro de la Unión Europea y en donde el gobierno se halla al borde del precipicio. Durante semanas, la capital se ha visto sacudida por protestas, incluidos unos disturbios en toda regla el pasado 13 de enero. Como en Islandia, los letones están indignados por la negativa de sus dirigentes a aceptar la menor responsabilidad por la catástrofe. Preguntado por la Televisión Bloomberg por las causas de la crisis, el ministro de finanzas letón soltó displicentemente: "ninguna en especial".
Pero los disturbios letones sí son especiales: las mismas políticas que permitieron al "Tigre Báltico" crecer a una tasa del 12% en 2006, están ahora causando una violenta contracción que se estima del 10% para este año: el dinero, emancipado de toda barrera, viene tan prontamente como se va, tras rellenar, eso sí, algunos bolsillos políticos. No es casual que muchas de las catástrofes de hoy sean los "milagros" de ayer: Irlanda, Estonia, Islandia, Letonia.
Pero todavía hay algo más argentinesco en el aire. En 2001, los dirigentes argentinos respondieron a la crisis con un brutal paquete de austeridad dictado por el FMI: 9 mil millones de dólares de recorte del gasto público, señaladamente en sanidad y educación. Lo que se reveló un error fatal. Los sindicatos de los trabajadores realizaron una huelga general, los maestros sacaron sus clases a la calle, y por doquiera proseguían las protestas.
Esa misma negativa de los de abajo a ser inmolados en la crisis es lo que une hoy a muchos manifestantes de todo el mundo. En Letonia, buena parte de la cólera popular se ha centrado en las medidas gubernamentales de austeridad –despidos masivos, recorte de servicios sociales y brusca disminución de los salarios en el sector público— tomadas para hacer méritos ante el FMI, de quien se espera un préstamo de urgencia: no, definitivamente, nada ha cambiado. Las revueltas del pasado diciembre en Grecia fueron desencadenadas por el asesinato a tiros por la policía de un adolescente de 15 años. Pero lo que las mantiene vivas, con los agricultores recogiendo el testigo de los estudiantes, es la general cólera que desierta en el pueblo griego la respuesta del gobierno a la crisis: se ofrece a los bancos un rescate por valor de 36 mil millones de dólares, mientras se recortan las pensiones de los trabajadores y se da a los campesinos poco más que nada. A pesar de las molestias causadas por el bloqueo de carreteras de los tractores, el 78% de los griegos opina que las exigencias de los agricultores son razonables. Análogamente en Francia, en donde la reciente huelga general –desencadenada en parte por los planes del presidente Sarkozy de reducir espectacularmente el número de profesores— se atrajo el apoyo del 70% de la población.
Acaso el hilo más robusto que atraviesa a toda esa revuelta global sea el rechazo a la lógica de la "política extraordinaria", por emplear la expresión acuñada por el político polaco Leszek Balcerowicz para describir el modo en que los políticos acostumbran ahora a ignorar las disposiciones legislativas para avilantarse a "reformas" de todo punto impopulares. Un ardid que está dejando de funcionar, como acaba de descubrir ahora el gobierno de Corea del Sur. En diciembre pasado, el partido gobernante trató de servirse de la crisis en curso para lanzarse a un más que discutible acuerdo de libre comercio con los EEUU. Llevando a nuevos extremos la política de puertas cerradas, los legisladores se cerraron a cal y canto en la Cámara para poder votar en privado: defendieron la puerta con mesas, sillas y butacas. Los políticos de la oposición no se dejaron impresionar: con martillos percutores y sierras eléctricas, echaron la puerta abajo y entraron en el Parlamento organizando una sentada que habría de durar doce días. Se aplazó el voto, a fin de permitir un mayor debate. Una victoria para un nuevo tipo de "política extraordinaria".
Aquí, en Canadá, la política es notoriamente menos pronta a escenas chocarreras que terminan en YouTube, pero tampoco ha estado exenta de sorprendentes acontecimientos. El pasado octubre, el Partido Conservador ganó las elecciones nacionales con un programa sin ambición. Seis semanas después, nuestro primer ministro tory se sacaba de la chistera un proyecto presupuestario que privaba del derecho de huelga a los trabajadores del sector público, abolía la financiación pública de los partidos políticos y no contenía el menor atisbo de estímulo económico. Los partidos de oposición replicaron con la formación de una coalición histórica, que no consiguió hacerse con el poder sólo porque se suspendió abruptamente la sesión parlamentaria. Los tories han regresado ahora con un presupuesto revisado: las políticas extremistas de derecha han desaparecido, y hay un paquete de estímulos económicos.
La pauta es clara: los gobiernos que responden a la crisis creada por la ideología de libre mercado con una acrecida dosis de la desacreditada medicina, no sobrevivirán al intento. Como están gritando en la calle los estudiantes italianos: "No pagaremos por vuestra crisis".
Naomi Klein es autora de numerosos libros, incluido el más reciente The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism .
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