En medio del caos reinante destaca una única coincidencia. La crisis económica actual es de una enorme envergadura. Los grandes gurús de la política y de la economía reunidos en Davos, en el World Economic Forum, han mostrado su desconcierto. El que más y el que menos ha reconocido que la situación por la que atraviesa la economía internacional no tiene nada que ver con otras crisis anteriores y que su dimensión alcanza una proporción hasta ahora desconocida.
Sin embargo, a la hora de ofrecer soluciones se pierde el consenso. Algunos, como el Partido Popular en España, proponen medidas que sólo pueden empeorar la situación. Otros propugnan actuaciones parciales copiadas de otras crisis. Los más lúcidos y avanzados se permiten adelantar que se precisa un mayor control del sector financiero, evitar la especulación y las ganancias desmedidas de los grandes ejecutivos. La mayoría reniega del fundamentalismo del mercado, dogma en los años anteriores. Convendría recordar que fue precisamente aquí, en este foro de Davos, donde el renacido capitalismo salvaje se quitó la careta, y que fue precisamente Han Tietmeyer, entonces gobernador del poderoso Bundesbank, el que se encargó de proclamar lo que muchos pensaban pero no se atrevían a verbalizar: “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”.
Ahora, las voces que se escuchan van en otra dirección y piden que sean los Estados los que recojan de nuevo las riendas. Pero dudo mucho de que sean conscientes de lo que esto significa y las profundas transformaciones que se necesitan. La dimensión de la crisis cuestiona todo el sistema económico implantado a lo largo de los 30 últimos años, al que unos llaman globalización, pero que en realidad es lisa y llanamente liberalización del poder económico con respecto al poder político. Es todo ese andamiaje el que hay que demoler para retornar a los principios, leyes y estructura de la economía mixta. No valen parches ni consignas generales. Con los condicionantes económicos establecidos, Tietmeyer tiene razón, los mercados mandan y los gobiernos obedecen. Para invertir el proceso, es necesario destruir los fundamentos en que se basa el actual sistema económico.
Si no se limita la circulación de capitales, no se podrá hablar de estabilidad en los mercados financieros, por mucha coordinación internacional que se proyecte. La pretensión de producir en los países de salarios misérrimos para vender la producción en las naciones prósperas conduce a un enorme desequilibrio en las balanzas de pagos que antes o después tiene que explotar. Instar a los ciudadanos a que consuman productos nacionales cuando el Estado ha renunciado a toda medida proteccionista es mero voluntarismo, del mismo calibre que exigir a los bancos que actúen por utilidad social y no optimizando su beneficio. No se puede pedir que los bancos dejen de ser bancos, pero sí hay que pedir al Estado que sea Estado y que recobre las competencias de las que nunca debió abdicar, entre otras la de mantener una fuerte banca pública que pueda actuar en situaciones de crisis. El negocio bancario es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los banqueros.
Sin embargo, a la hora de ofrecer soluciones se pierde el consenso. Algunos, como el Partido Popular en España, proponen medidas que sólo pueden empeorar la situación. Otros propugnan actuaciones parciales copiadas de otras crisis. Los más lúcidos y avanzados se permiten adelantar que se precisa un mayor control del sector financiero, evitar la especulación y las ganancias desmedidas de los grandes ejecutivos. La mayoría reniega del fundamentalismo del mercado, dogma en los años anteriores. Convendría recordar que fue precisamente aquí, en este foro de Davos, donde el renacido capitalismo salvaje se quitó la careta, y que fue precisamente Han Tietmeyer, entonces gobernador del poderoso Bundesbank, el que se encargó de proclamar lo que muchos pensaban pero no se atrevían a verbalizar: “Los mercados serán los gendarmes de los poderes políticos”.
Ahora, las voces que se escuchan van en otra dirección y piden que sean los Estados los que recojan de nuevo las riendas. Pero dudo mucho de que sean conscientes de lo que esto significa y las profundas transformaciones que se necesitan. La dimensión de la crisis cuestiona todo el sistema económico implantado a lo largo de los 30 últimos años, al que unos llaman globalización, pero que en realidad es lisa y llanamente liberalización del poder económico con respecto al poder político. Es todo ese andamiaje el que hay que demoler para retornar a los principios, leyes y estructura de la economía mixta. No valen parches ni consignas generales. Con los condicionantes económicos establecidos, Tietmeyer tiene razón, los mercados mandan y los gobiernos obedecen. Para invertir el proceso, es necesario destruir los fundamentos en que se basa el actual sistema económico.
Si no se limita la circulación de capitales, no se podrá hablar de estabilidad en los mercados financieros, por mucha coordinación internacional que se proyecte. La pretensión de producir en los países de salarios misérrimos para vender la producción en las naciones prósperas conduce a un enorme desequilibrio en las balanzas de pagos que antes o después tiene que explotar. Instar a los ciudadanos a que consuman productos nacionales cuando el Estado ha renunciado a toda medida proteccionista es mero voluntarismo, del mismo calibre que exigir a los bancos que actúen por utilidad social y no optimizando su beneficio. No se puede pedir que los bancos dejen de ser bancos, pero sí hay que pedir al Estado que sea Estado y que recobre las competencias de las que nunca debió abdicar, entre otras la de mantener una fuerte banca pública que pueda actuar en situaciones de crisis. El negocio bancario es un asunto demasiado importante para dejarlo en manos de los banqueros.
Juan Francisco Martín Seco es Economista
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