Los paraísos fiscales son las válvulas de seguridad del capitalismo. Si
la pequeña Suiza pudo mantener su neutralidad durante la segunda guerra
mundial no fue gracias al poder de su ejército. Los alemanes, que habían
engullido Francia y estaban haciendo lo propio con la Unión Soviética,
hubieran tardado horas en invadir y controlar el país. Suiza salvaguardó
su neutralidad escudándose en el poder invisible del dinero. El
capitalismo necesita un punto de seguridad en mitad de la vorágine que
provoca su propensión actuar sobre bases crediticias. Cuando dos Estados
se enfrentan en guerra tratan de destruirse mutuamente pero hay algo en
lo que ambos están interesados para garantizar sus transacciones y sus
suministros y aprovisionamiento, que es el valor del dinero. La
independencia de la banca es el aspecto fundamental. Es la doctrina
alemana en materia de bancos centrales que, en el orden internacional,
adquiere su manifestación en la existencia de un pequeño país alpino que
en realidad, es un banco.
Al poco tiempo se haría evidente que la base del éxito no radica en el
hecho de ser o no un banco, sino en cómo se maneje. El negocio está en
el secreto bancario. A partir de aquí, el mundo se ha llenado de Suizas.
Solo en Europa ha de haber más de una veintena. Debido a su carácter
abstracto y su intangibilidad, las mayores cantidades de dinero caben en
los espacios más angostos. En un disco duro, que hasta puede ser
portátil. Dadas las circunstancias, es extraño que nadie haya inventado
todavía el paraíso fiscal ambulante, por ejemplo, una furgoneta VW, al
estilo de las de los hippies de los setenta, que recorra los países del viejo continente ofreciendo secreto bancario a quien pueda interesarle.
Los paraísos fiscales absorben cantidades astronómicas de dinero que,
invertido en sus países de origen, garantizarían su avance. Un billón de
euros acumulan los europeos, esto es, el PIB de España. En todo el
mundo, al parecer, se escamotean 23 billones de euros. Cantidades
ingentes. Pero lo que no se ve con claridad es cómo pueda ponerse coto a
esta situación, por mucho que pública y reiteradamente se comprometan a
hacerlo el G-20, la UE o el sursum corda. ¿Cómo va a hacerse?
¿Suprimiendo la libertad de circulación de capitales? No suele
proponerse porque se considera un gran avance y, sobre todo, porque el
propio capital sanciona a quien no la respeta privándole de su
presencia. Lo primero que exige el capital en esas a modo de cartas
internacionales para garantizar las inversiones mundo adelante es,
precisamente, la seguridad de repatriación de beneficios o del principal
de la inversión, incluso en condiciones leoninas.
Parece como si el único modo real de combatir los paraísos fiscales fuera convertirse en uno. Si no puedes combatirlos, únete a ellos,
reza el viejo proverbio. Y, al final, prácticamente todos los Estados
recurren a los paraísos fiscales. Pues ¿qué otra cosa son esos fondos,
esos bonos de bajísima rentabilidad que todos ofrecen y cuyo máximo
atractivo es el hecho de ser opacos al fisco? Efectivamente, si se
quiere combatir la fuga de capitales en un país, una de las formas es
garantizarles la misma intangibilidad e inmunidad que si no estuvieran.
Esa voluntad, tan reiteradamente expuesta como escasamente aplicada, de
combatir los paraísos fiscales parece cumplir la función de una
jaculatoria.
La única forma real de combatir los paraísos fiscales es eliminar el
secreto bancario, implantar una autoridad internacional capaz de obligar
a terceros a hacer diáfanas sus transacciones financieras. Cosa que
será muy difícil cuando los mismos Estados que quieren eliminar los
paraísos fiscales acogen y amparan el secreto bancario en su
jurisdicción. Entre otras cosas, porque suelen estar gobernados por
gentes y organizaciones que suelen ser buenos clientes de los paraísos
fiscales. Y sobre todo porque es muy difícil, si no imposible, combatir
la esencia misma del sistema, consistente en la búsqueda de beneficios
privados al coste que sea, y querer que el sistema siga intacto.
Ramón Cotarelo
Palinuro
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