Para decirlo suavemente, el desempeño del capitalismo a escala mundial
ha dejado mucho que desear. De manera más clara, frente a nuestros ojos tenemos
un desastre desarrollándose en cámara lenta. No sólo el crecimiento ha sido
mediocre y el problema de la desigualdad se ha agravado, sino que las crisis se
hicieron más comunes y agudas. Los desequilibrios económicos mundiales se
intensificaron y hoy constituyen uno de los factores más importantes de inestabilidad
e incertidumbre. El sector financiero se expandió de manera absurda y en lugar
de que las agencias reguladoras le tengan bajo control, pudo someter a la
política económica a sus necesidades.
Frente a este panorama se fue consolidando algo muy engañoso: la idea de
que las economías nacionales son entidades que se auto-regulan, que mantienen
equilibrios saludables y casi bajo ninguna circunstancia requieren de la
intervención del gobierno para enderezar el camino. Esta idea es muy vieja
entre los economistas que mantuvieron la fe en las virtudes del mercado. Esos
economistas en muchos casos estuvieron muy bien apoyados por contribuciones
millonarias que les permitieron “amplificar el mensaje sobre la libertad de los
mercados”. Un buen ejemplo es el de Milton Friedman y, en especial, en su libro
Capitalismo y libertad, pieza literaria de extraordinaria debilidad
intelectual y brutal virulencia ideológica. No por nada fue uno de los libros
de cabecera de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Esa idea permitió el renacimiento de la vieja idea (pre-Keynesiana) de
que los gobiernos no pueden y no deben intentar perseguir objetivos como el
crecimiento o el pleno empleo. De acuerdo con esa visión de las cosas un
gobierno debe limitarse a controlar la oferta monetaria y a mantener un
equilibrio en las cuentas fiscales con el fin de allanar el camino a la
inversión privada que, guiada por el supuestamente eficaz mecanismo de mercado,
permitiría alcanzar senderos de crecimiento estable. Personajes como Robert
Lucas, con su esquema aberrante de “expectativas racionales” (una entelequia
que equivale a decir que en la economía no hay incertidumbre) contribuyeron a
dar una supuesta legitimidad científica a modelos inconsistentes.
El capitalismo no configura economías bien portadas con armonía social y
prosperidad compartida. La inestabilidad de sus principales agregados es su
rasgo esencial. Una de sus características más peligrosas es su capacidad para
mantener altos niveles de desempleo durante prolongados periodos de tiempo.
Finalmente, es en los periodos de aparente calma y estabilidad cuando se gestan
en su seno las severas crisis que han marcado toda su historia.
Por eso, en una economía capitalista se necesita un gobierno capaz de
determinar el nivel óptimo de gasto para estabilizar la inversión, el
crecimiento y el empleo. Esto requiere definir y aplicar un nivel adecuado de
imposición fiscal y la correcta asignación de un gasto público conforme a las
prioridades que un esquema democrático determine. Al mismo tiempo, se requiere
que el gobierno tenga la capacidad de financiar un desequilibrio entre el gasto
público y los ingresos fiscales a través del banco central. Finalmente, para
evitar que una economía capitalista termine por explotar en una crisis
terminal, el gobierno debe estar dotado de instrumentos regulatorios sobre el
sistema financiero y bancario. Al fin de cuentas, las funciones de creación
monetaria deben estar sometidas al control de agencias públicas sujetas a una
responsabilidad política ante órganos democráticamente electos.
Uno de los objetivos centrales de la política económica es establecer
los parámetros de la distribución del ingreso pues el salario no es un precio
que se fija en un imaginario mercado laboral. Sólo en un marco de política
económica responsable es posible determinar el nivel adecuado de otras
variables clave de la vida económica como la tasa de interés y el tipo de
cambio. La primera no es el precio que permite un equilibrio en el inexistente
mercado de ‘fondos prestables’. El segundo no es el mecanismo de ajuste del
desequilibrio en la balanza comercial.
Los tratados de libre comercio y de integración económica en el mundo
neoliberal son instrumentos para eliminar la política económica. En Europa los
tratados de Maastricht y Lisboa son los mejores ejemplos. Su objetivo fue dotar
a los países signatarios de una moneda común al tiempo que se les imponía un
candado en materia de política fiscal. Ese esquema no sólo les impide emitir su
propia moneda, decidir sobre el tipo de cambio o la tasa de interés. Tampoco
podían determinar el nivel de gasto que consideraran necesario. Todo eso redujo
a los países de la eurozona al nivel de regiones subordinadas a una autoridad
central.
El capitalismo con crecimiento estable y salarios reales en expansión es
cosa del pasado. Lo de hoy es el estancamiento, el desempleo masivo y la
pobreza. Urge recuperar la política económica para por lo menos intentar
subsanar las carencias más groseras del capitalismo.
Alejandro
Nadal es miembro del Consejo Editorial de SinPermisohttp://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5736
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