Para cualquier país la extrema especialización constituye un riesgo.
Basta recordar el efecto letal para España de un crecimiento basado en
la construcción.
A pesar del fracaso final, no está claro que nuestras élites hayan
aprendido la lección. Hace bastantes años que otro sector ocupa un lugar
destacado en nuestra estructura económica y nuestras políticas
industriales. Se trata del sector automovilístico. España es un gran
productor mundial de vehículos a pesar de no contar con ninguna empresa
propia en el sector. La única presencia local fue la participación del
antiguo INI en Seat, pero cuando se fue el socio italiano Fiat lo único
que se hizo fue sanear la empresa y dársela a Volkswagen. La fascinación
por la industria del motor puede entenderse por la gran cantidad de
empleos que genera, no sólo en las plantas ensambladoras sino, sobre
todo, en la miríada de empresas auxiliares que producen los mil y un
componentes que incorpora cualquier vehículo. También por el papel de
icono que tiene el producto final en la sociedad de consumo. Convertir
España en un gran centro exportador ha sido presentado como uno de los
logros industriales del país.
Pero todo tiene su cara B, y esta es bastante menos amable de lo que la primera cara explica.
En primer lugar la industria española es extremadamente frágil no
sólo porque depende de decisiones foráneas, sino también porque estas
empresas han decidido que el país sea, fundamentalmente, un exportador
de vehículos de gama media/baja. Ello conlleva no sólo una presión
brutal sobre los costes, sino una cuestión paradójica sobre nuestro
equilibrio exterior. En los años malos, cuando la economía española está
en crisis y la demanda interna por los suelos, la balanza comercial del
sector experimenta un saldo favorable. En cambio, cuando la economía
está en expansión el saldo positivo se reduce y llega a ser negativo. La
explicación de este enigma es que el consumo interno en años normales
se orienta a vehículos más caros de importación y por tanto el modelo es
inestable en términos exteriores.
En segundo lugar, el sector es un auténtico depredador de recursos
públicos y derechos sociales. Cada cierto tiempo, habitualmente cuando
finaliza la vida de un modelo y las plantas quedan a la espera de que la
multinacional les encargue otro producto, las empresas lanzan un órdago
del tipo “o me ayudas y rebajas costes salariales o no habrá modelo”. Y
las Administraciones corren a rebuscar recursos (por ejemplo apoyos a
la i+d) y a forzar a los sindicatos a rebajar derechos. Todo un teatro
político que hemos visto practicar repetidas veces a los expertos
negociadores de Volkswagen, Renault, Ford, Nissan, General Motors... Es
también habitual que las empresas organicen su producción contando las
variaciones en el ciclo de ventas y recurran anualmente a unos días de
ERE temporal para que sea el estado y los trabajadores los que carguen
con el coste. O que periódicamente exijan planes de desgravación fiscal a
sus productos.
En tercer lugar, esta presión es aún mucho más fuerte sobre la red de
suministradores, subcontratas y empresas auxiliares, lo que se traduce
en un paulatino deterioro de derechos laborales a medida que se va
descendiendo en la pirámide productiva. El final de este descenso ha
sido la deslocalización de los productores de componentes fáciles de
transportar hacia países de muy bajos salarios. Una deslocalización que
ha afectado especialmente a poblaciones de baja industrialización (como
Cervera, Tortosa, Ávila, Salamanca...) y escaso empleo alternativo.
Y cuarto, estas empresas no solo influyen poderosamente sobre la
política industrial y las condiciones de empleo sino que tienen un papel
crucial en definir el modelo de movilidad y transporte español. La
industria del motor suele negociar de tú a tú las inversiones con el
Gobierno y en esta negociación pacta condiciones no sólo concretas sino
también ambientales. Y también cuenta con una actividad de lobby bien a
través de su preponderante papel en el gasto publicitario que financia a
los medios de comunicación, bien a través de entidades de la sociedad
civil (especialmente el RACC) que actúan como instrumento de presión a
favor del automóvil. Graves problemas de contaminación, factura
energética y caos urbanístico son el resultado de un modelo
automovilístico que para funcionar exige la contrapartida de un modelo
amable.
Ahora que la crisis es galopante el sector vuelve a presentarse como
el asidero de la industria local y está sacando tajada en el terreno de
las ayudas y del deterioro laboral. Sus costes directos son evidentes. Y
no garantiza además que una vez agotado un nuevo ciclo productivo no
acabe por emigrar. Ya ha ocurrido en el sector de la moto, su primo
hermano. Tras años de sacar concesiones de todo tipo a favor del sector
(incluida una reforma del título de conducir para facilitarle más
mercado y que se tradujo en un aumento de los accidentes) los grandes
fabricantes instalados en España (Honda, Yamaha, Piaggio) decidieron
largarse sin más. Jugar a atraer un sector a toda costa tiene ese
riesgo. Especialmente cuando es evidente que se trata de una actividad
en expansión en países en desarrollo y el peligro de una deslocalización
futura es cada vez más cierto.
Todo ello sin contar con que, además, sólo los aspectos ambientales
deberían forzar a concentrar esfuerzos en desarrollar otros modos de
vida y, por tanto, otro tipo de actividades productivas. Pero la
coche-dependencia es tan grande que nuestros dirigentes vuelven a
apostar por los mismos riesgos de siempre. Quizás no es casualidad que
ahora se sumen las investigaciones de petróleo por el método del fracking.
Al fin y al cabo, aunque el sector automovilístico ha tenido devaneos
con el coche eléctrico, la opción dominante sigue pasando por el
vehículo con petróleo y el fracking ofrece la promesa de
sortear, al menos por un tiempo, el pico del petróleo, aunque sea a
costa de generar un nuevo desastre ambiental. Y es que a esta industria
lo ambiental y lo social le traen al pairo. Lo que importa es que siga
el negocio.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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