El tema de la corrupción es una de estas cuestiones sobre las que uno
vuelve cada cierto tiempo. Llevo muchos años siguiendo los distintos
casos de delincuencia pija, la que hace la gente bien, la que es
propia de los capitalistas (o al menos de algunos de ellos). Toda la
historia del capitalismo está llena de sucesos donde se ha utilizado la
fuerza, el engaño como un método de enriquecimiento rápido. La misma
idea de “acumulación primitiva de capital” con el que Marx culmina el
tomo I de El capital nos indica que la acumulación primitiva de
capital ocurrió en gran parte mediante el uso de la coerción política.
Un proceso al que hemos podido asistir como espectadores durante la fase
de desguace de las viejas economías burocráticas del antiguo bloque
soviético. No es de extrañar que en el período neoliberal, caracterizado
por liberar de regulaciones a la acumulación capitalista y favorecer el
enriquecimiento personal sin trabas, hayan proliferado las experiencias
de corrupción y la delincuencia económica. En cierta medida gran parte
del modelo neoliberal se ha basado en el uso del poder político y los
límites de la legalidad para enriquecer a unos pocos, lo que David
Harvey ha llamado “acumulación por desposesión”. Y no es por tanto
casual que los casos de corrupción hayan salpicado no sólo a redes
mafiosas y especuladores noveles sino también a grandes grupos
empresariales que han ido apareciendo en la sección de sucesos de la
prensa económica por masivas conductas irregulares (Siemens, Parmalat,
UBS...).
Mafias del narcotráfico y la prostitución aparte, durante los últimos
años en España la mayoría de escándalos han estado asociados a dos
elementos estructurales de nuestro modelo económico: la especulación
urbanística y las contratas públicas. El saqueo organizado de los bienes
públicos utilizando el apoyo de los políticos locales o estatales. Un
verdadero cáncer que provoca no sólo costes sociales indudables sino que
genera el desánimo respecto a la acción política.
Los últimos sucesos nos conducen a otra figura delictiva, las redes
de blanqueo de capitales como forma de evasión de impuestos en múltiples
lugares. En unos casos redes que utilizan el país para blanquear
operaciones externas, en otros, redes de reciclaje de capital local.
Quizás siempre hayan existido y sean las necesidades de recursos de la
Hacienda Pública lo que ha provocado una búsqueda más estricta. O que el
temor a una mayor regulación bancaria las haya hecho florecer. En todo
caso, la caída de la red de Gao Ping y de la red rusa de Lloret, y el
debate generado alrededor de la amnistía fiscal, sirven para mostrar la
estrecha ligazón que existe entre evasión monetaria y corrupción. O
quizás indican que hay distintas fases del proceso corruptor, una para
expoliar el país y otra para poner las rentas ganadas fuera de control.
Puede que la corrupción esté en eso tan etéreo que es “la condición
humana”, pero parece estar fuera de duda que la única posibilidad de
ponerla bajo control es con buenas regulaciones. Tanto preventivas, con
participación democrática transparente en temas como la planificación
urbanística o la provisión de servicios públicos, como punitivas. Es
éste un campo donde hay mucho que regular. Y hay —incluso en muchos
movimientos sociales— más tentación a denunciar a los “chorizos” que a
fijar normas que limiten la acción. Y, sobre todo, hay también un vacío
bastante claro a la hora de propugnar medidas de control sobre las
intervenciones privadas que están en el origen de la mayor parte de
procesos de corrupción. Situar el delito de cuello blanco como uno de
los que deben ser más duramente castigados constituye una de las tareas
básicas para erosionar la suicida hegemonía neoliberal.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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