La financiarización es un fenómeno global y, al mismo tiempo,
heterogéneo. Es una versión extrema de neoliberalismo y globalización.
Supone una transformación del sector financiero y su preponderancia
frente a la economía productiva, con la protección de la posición de los
acreedores financieros. Actúa sobre todas y cada una de las dimensiones
de las finanzas públicas: ingreso, gasto, déficit, endeudamiento.
Una referencia fundamental para el análisis de este tema es el libro La financiarización de las relaciones salariales,
editado por Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez. Su
aspecto principal son las consecuencias sociales de este proceso
económico, principalmente en el ámbito del empleo y las relaciones
salariales; o como dicen los autores, “la destrucción de las bases
sociales del trabajo”. Este tema ha superado el marco académico y entra
de lleno en el debate social sobre las consecuencias de la crisis
socioeconómica y las políticas neoliberales y cómo afrontarlas. Aquí
expongo una valoración sobre cómo hacer frente a la involución social
derivada de esta dinámica [1].
Alcance destructivo de la financiarización y escenarios probables
Cabe una reflexión sobre el alcance socialmente destructivo de esta
dinámica y cómo frenarla. El libro explica adecuadamente la tendencia
dominante —financiarización— y sus consecuencias sociales —mayor
subordinación del trabajo, paro masivo, recortes sociales…—. Estamos en
un proceso socioeconómico y político regresivo. Existe una gran ofensiva
del poder económico y financiero, así como de las élites gestoras e
institucionales a su servicio. Su objetivo es la reafirmación de su
poder hegemónico y el intento de neutralización de los factores que lo
cuestionan y, todavía más, de los componentes que pugnan por su cambio.
Dicho de otra forma, la orientación regresiva de la fuerza principal que
impulsa la preponderancia del poder financiero está bien definida.
¿Cuáles son los límites o las dificultades para su completo desarrollo?
¿Qué dimensión tienen los factores económicos y sociopolíticos que
pueden hacer de contrapeso y condicionar el proceso?.
Podemos descartar la materialización inmediata de la visión
catastrofista absoluta (habitual también en la interpretación de la
crisis de los años treinta): caos social, destrucción del planeta,
guerra total. No obstante, siguiendo el principio de precaución hay que
afrontar y prevenir los indicios que conducen a precipicios
irreversibles. Existen desafíos relevantes para la capacidad de gestión
de las actuales élites poderosas, es decir, para superar su impotencia o
sus errores en el control de procesos que desencadenen consecuencias
negativas irreparables, aunque no lleguen o se detengan al borde del
abismo. Sin embargo, el paralelismo de algunos aspectos con los de la
crisis citada de los años treinta puede oscurecer las diferencias
significativas de los actuales (des)equilibrios en cuatro campos
fundamentales.
Primero, en el plano económico-social, directamente relacionado con
este estudio, se puede decir que los efectos destructivos no han tocado
suelo; todavía pueden agravarse más en: destrucción de aparato económico
real, productivo y de empleo, la desigualdad social, la segmentación y
la descohesión de las sociedades, la exacerbación de las diferencias
mundiales y europeas (norte-periferia), el desmantelamiento continuo de
los Estados de bienestar europeo, con reestructuración regresiva de los
sistemas de protección social colectiva y los servicios públicos. Pero,
también respecto de la reproducción del propio sistema económico
capitalista, el interrogante es qué dimensión y duración puede tener el
agotamiento o el estancamiento económico, la incapacidad para generar
suficiente tasa de ganancia para el capital privado, la riqueza y los
beneficios empresariales (sin fuerte innovación tecnológica), además de
no satisfacer las demandas sociales de bienestar y progreso. Es decir,
antes de plantearse un giro global ¿hasta dónde puede llegar el
sufrimiento popular, la incertidumbre social, la desvertebración de las
sociedades, los conflictos interétnicos y de convivencia? Existen
algunos elementos comunes a la otra experiencia histórica de la gran
depresión: paro masivo, descenso social de capas trabajadoras y medias
con fuerte segmentación, bloqueo y frustración de expectativas
juveniles... Y otros elementos distintos. Ahora las redes de protección
al desempleo, servicios públicos, seguridad social y familiar todavía
ofrecen algunas garantías, aunque está por ver el alcance de su
reducción o agotamiento. Por otro lado, las sociedades europeas tienen
una composición étnica más fragmentada, existen dificultades para la
integración social y se pueden exacerbar dinámicas xenófobas, racistas o
fundamentalistas, con riesgos para la convivencia intercultural.
Segundo, en el campo institucional y político se está produciendo una
involución democrática de los sistemas políticos, un distanciamiento de
las élites políticas respecto de la ciudadanía, por lo que sufren una
significativa deslegitimación social. Existen tendencias autoritarias y
tecnocráticas que promueven el vaciamiento sustantivo de las democracias
liberales, pero, de momento, sin llegar a procesos totalitarios de
supresión de las libertades individuales y públicas o la suspensión del
estado de derecho. No obstante, el grueso de la ciudadanía europea y,
más particularmente, española mantiene una cultura democrática y unos
valores básicos de justicia social, que constituyen frenos a esa
involución.
Tercero, en el ámbito geoestratégico es más lejana la hipótesis de
una guerra abierta interimperialista: el desafío chino todavía se sitúa,
fundamentalmente, en el plano económico, al menos hasta dentro de dos o
tres décadas; sigue teniendo una capacidad político-militar muy
inferior frente a la hegemonía de EE.UU. (y económica frente a EE.UU. y
la UE, que conviene recordar tomada en su conjunto todavía es la mayor
potencia económica y comercial del mundo). Puede haber guerras
‘regionales’, forcejos y tanteos de reequilibrios estratégicos, pero a
corto y medio plazo es difícil que se produzca la tercera guerra mundial
superdestructiva, con el riesgo de confrontación total o de carácter
nuclear, por la pugna de la hegemonía mundial.
Cuarto, en el plano ecologista, sin embargo, es más cercano y grave
el riesgo medioambiental, el desencadenamiento de procesos
incontrolables de cambio, agotamiento o destrucción de equilibrios de la
naturaleza y los sistemas y ciclos vitales. El desarrollo económico y
social, equilibrado y sostenible, es un auténtico reto para las élites
gestoras (y la población) a nivel mundial.
No es inevitable un fuerte retroceso y subordinación del sur europeo
Los resultados electorales en Italia cuestionan la política de
austeridad y a su principal clase política gestora. Al fracaso absoluto
del candidato “comunitario” Monti se añade, respecto del año 2008, la
pérdida por el partido de Berlusconi de seis millones de votos (aunque
algunas encuestas preveían un bajón superior). Mientras tanto, el
Partido Democrático de Bersani (que también ha colaborado con algunos
recortes promovidos por Monti) también ha descendido en 4,5 millones de
votos y no ha sido capaz de representar y articular el conjunto del
descontento social. El ascenso claro ha sido para el Movimiento 5
Estrellas, liderado por Grillo, que ha recogido 8,6 millones de votos,
entre ellos el 40% del voto juvenil. No es un movimiento antipolítico,
es una contestación a “esa” política de austeridad y “esa” clase
política, al servicio de los intereses del sistema financiero
centroeuropeo y amparado por el bloque de poder que representa Merkel y
avalan las principales instituciones europeas. Y expresa la necesidad de
“otra” orientación socioeconómica y “otra” gestión y representación
política, más sociales y democráticas.
Así, es una dinámica que expresa, de forma distinta a la corriente
social indignada española, similar orientación de fondo: rechazo a los
recortes sociales, mayor democratización del sistema político y
exigencia de un recambio de la clase política. Supone, con todas sus
complejidades y ambivalencias, un clamor de gran parte de la sociedad
italiana contra la subordinación de la anterior clase política a los
intereses financieros e institucionales ajenos a los de la mayoría
social. Junto con los nuevos equilibrios del centro-izquierda de
Bersani, si se afirma en una orientación progresista frente a los
ajustes económicos, puede señalar un cambio de rumbo en la gestión de la
representación política.
Es un síntoma positivo. Frente al refuerzo (junto con la pasada
victoria de Hollande) de las tendencias de cambio progresista en Europa,
enseguida han salido diferentes autoridades alemanas y europeas a
recordar el diseño dominante, particularmente para el sur europeo:
política de austeridad, con las llamadas reformas estructurales
regresivas y el chantaje de los mercados financieros. Frente al rechazo
ciudadano y su expresión democrática se nos trata de imponer la idea de
que es inevitable el retroceso social y político. La cuestión es que
cada vez tiene menos legitimidad social. Veamos algunas condiciones de
esta compleja pugna sociopolítica y democrática frente a los intentos de
consolidar la subordinación de los países europeos periféricos.
Centrándonos en el sur europeo, el impacto de los dos primeros
elementos (socioeconómico y político-institucional) configura un
panorama duro y grave. La crisis económica y social es profunda, sus
aparatos económicos son frágiles y dependientes y sus Estados de
bienestar más débiles. Sus élites han fracasado en la modernización
económica de sus respectivos países y ahora están más endeudados,
subordinados y dependientes respecto del eje de poder centroeuropeo
(alemán) y mundial.
Existen importantes diferencias entre, por un lado, Grecia y Portugal
(e Irlanda) y, por otro lado, España e Italia; después viene Francia.
La sensación ciudadana de ‘van a acabar con todo’ expresa la
incertidumbre por el futuro del llamado modelo social europeo, al menos
en esos países. Define el contenido regresivo profundo del proyecto
neoliberal, aunque está por ver, dado los contrapesos existentes, el
grado de cumplimiento de su programa máximo: destrucción del Estado de
bienestar, la regulación y las garantías públicas y debilitamiento del
sistema democrático o, en otro sentido, la vuelta a la implantación de
la economía y el estado liberal del siglo XIX. El temor ciudadano más
realista se asienta en la perspectiva inmediata de un paro masivo y
prolongado, con poca protección al desempleo y menguadas expectativas de
empleo decente, un pronunciado desequilibrio en las relaciones
laborales, con fuerte poder y discrecionalidad empresarial, un recorte
sustantivo en los servicios públicos (sanidad y educación públicas), con
un desmantelamiento progresivo de un débil aunque significativo Estado
de bienestar y de protección social. Se está produciendo una brecha
profunda respecto de los países del norte cuyas clases populares, en
términos comparativos, sobreviven menos mal a los efectos de la crisis y
la política de austeridad. En ese sentido, la incógnita es hasta dónde
el bloque de poder que ampara a Merkel puede imponer ese retroceso
cualitativo en las condiciones sociolaborales y la dependencia económica
y política del sur europeo y, paralelamente, consolidar su hegemonía
respecto a las sociedades periféricas, incluyendo el estado francés, sin
romper el entramado institucional europeo o recibir un fuerte rechazo
popular.
El caso griego es un laboratorio de hasta dónde las élites europeas
(y mundiales) pueden apretar el cinturón a la población, cuál es el
nivel de su disponibilidad a la renuncia del cobro de parte de sus
préstamos, la reducción de la deuda contraída o la flexibilización de
los programas de austeridad (una vez traspasados las responsabilidades y
los riesgos a los estados y salvados los intereses fundamentales de los
acreedores financieros privados y sus sistemas bancarios). Es decir,
dentro de un reparto desigual de los costes de la crisis y su salida,
cuáles son los retrocesos impuestos a la mayoría social y cuáles son
capaces de aceptar los poderosos y los acreedores financieros para
evitar unos efectos problemáticos para la estabilidad de los equilibrios
básicos que garanticen su continuidad: retorno de capitales, hegemonía
del poder y subordinación de las capas populares… O, superando el simple
economicismo, qué componentes geoestratégicos —frente a los focos de
inestabilidad del mediterráneo y oriente medio—, de legitimidad social,
vertebración institucional y desprestigio o ruptura de la propia UE
tiene la (casi) tragedia griega y su impacto y su generalización por el
resto de países europeos periféricos.
Se está imponiendo un retroceso ‘cualitativo’ (deflación) de las
condiciones laborales y sociales de las sociedades europeas del sur
periférico, afectando a Francia, y una dependencia de sus aparatos
económicos y productivos. Se agravan las consecuencias sociales y los
problemas de cohesión social y deslegitimación de sus élites. Se puede
plantear el interrogante: ¿es realista el diseño del poder dominante de
prolongar esta situación y cumplir la amenaza de dar otro paso más
pronunciado y duradero de sometimiento popular, con mayor reducción
salarial y del gasto social, estancamiento económico, descontento
ciudadano y desvertebración política? La respuesta, en todo caso, es que
no es inevitable. Superando el fatalismo, gran parte de las sociedades
europeas, especialmente del sur, está expresando su oposición a la
involución social, a un fuerte retroceso de condiciones de empleo y
derechos sociolaborales, así como su exigencia de regeneración
democrática del sistema político y reequilibrio institucional en la
Unión Europea, más solidario. El futuro, como nos indica la experiencia
italiana, está lleno de dificultades y complejidades, pero sigue abierto
para las opciones progresistas.
Cómo hacer frente a la involución social y evitar el continuismo
El fracaso de la actual política de austeridad ya se va haciendo
evidente, incluso para sectores de las élites poderosas. La apuesta
institucional europea, que se vislumbra para después de las elecciones
generales alemanas de otoño, es el continuismo de la política económica
dominante, intentando contener los desequilibrios europeos, junto con
una reorientación mínima —flexibilidad en la austeridad, estatalización
de los riesgos de la deuda soberana, elementos de crecimiento—. Aunque
conlleve una abundante ofensiva retórica, esa opción es insuficiente
para abordar los graves problemas estructurales, al menos, para estos
países. Puede dar algo de oxígeno a su situación socioeconómica y paliar
alguna situación más grave. Pero es insuficiente para garantizar la
estabilidad socioeconómica y los derechos de las clases trabajadoras
centroeuropeas y, particularmente para los países periféricos, no aporta
soluciones equilibradas y razonables a medio plazo, ni neutraliza la
conciencia social de miedo, frustración e indignación.
La cuestión es si entre las élites europeas dominantes se pueden
configurar algunos sectores representativos del poder, con suficiente
lucidez y perspectiva de conjunto y a medio plazo, con una apuesta
doble. Por un lado, mantener su hegemonía social y política y garantizar
la reproducción del sistema económico. Por otro lado, integrar las
sociedades centroeuropeas y satisfacer mínimamente las necesidades
sociales del grueso de las sociedades periféricas y sus agentes
sociopolíticos. No es una situación completamente inédita en la
historia. Con las correspondientes distancias, es lo que inició
Roosevelt y el keynesianismo intervencionista en los años treinta y,
sobre todo, en la posguerra mundial, desde el propio campo del poder
capitalista liberal. Sería una vuelta a revalorizar la ‘política’, la
regulación pública de la economía y los mercados, y garantizar las
condiciones sociolaborales y de empleo de las mayorías sociales. Se
trata de si van a ser capaces nuevas élites, con el apoyo de sus
sociedades, de ponerle (algunos) cascabeles al gato del poder
financiero. Sería un reformismo sustantivo desde el propio poder,
superando al sector más reaccionario, improductivo y especulativo y las
políticas más restrictivas, y con el objetivo de consolidar su propia
hegemonía política y económica. Dicho de otro modo, la pregunta es si
hay suficiente lucidez y liderazgo en renovadas élites actuales para que
cambien algo (significativo para la sociedad) para no cambiar lo
fundamental (su hegemonía). De momento no hay respuesta satisfactoria
(más allá de los gestos e intentos parciales de Obama/Hollande). En todo
caso, el primer paso estructural sería poner coto a la financiarización
de la economía, el estímulo de políticas de crecimiento del empleo, la
garantía de derechos sociolaborales y democráticos, así como el
enfrentamiento con los grupos de poder agresivo y continuista (hoy
representados, junto con los acreedores financieros mundiales, por el
partido republicano estadounidense y por la alemana Merkel y el
británico Cameron).
O bien, otra hipótesis es si la prepotencia del conjunto de los
poderosos y la visión cortoplacista y financiera de sus intereses
particulares, les impide valorar las graves consecuencias sociales de la
prolongación de la crisis y su gestión antisocial, confiando en la
utilización de sus últimos recursos para neutralizar su
desestabilización a medio plazo: disciplinamiento económico-laboral por
los mercados, segregación social y autoritarismo político. Los fenómenos
contradictorios de empobrecimiento, inseguridad, frustración e
indignación se ampliarían, en una combinación difícil de predecir.
Pero no hay que excluir la posibilidad y la conveniencia de que se
produzca una activación de las fuerzas progresistas que, con un proyecto
diferenciado y autónomo, puedan condicionar el proceso hacia una
transformación profunda del sistema económico y político. En ese
sentido, la dimensión de las protestas sociales y el peso, las
características y la configuración de los equilibrios entre las
distintas tendencias de las izquierdas presentan particularidades en los
distintos países, empezando por Grecia y Portugal y pasando por España e
Italia hasta llegar a Francia o Alemania.
Se puede contemplar la hipótesis de la aplicación de otra política
económica menos agresiva (para el sur) y una dinámica de vertebración
social, institucional y política que evite el panorama catastrófico del
‘caos social’. Es decir, la prioridad por la maximización inmediata de
los beneficios privados, perseguida por el poder financiero y las élites
institucionales dominantes, con la correspondiente involución para las
mayorías sociales, podrían no llegar hasta la destrucción total de las
bases sociales del trabajo, el desmantelamiento absoluto de las
garantías del Estado social y de derecho europeo o la liquidación de las
fuerzas sindicales y de izquierda.
Por tanto, se puede impedir ese plan extremo, cuestionar la completa
hegemonía del poder económico y financiero y las fuerzas conservadoras y
condicionar un nuevo reequilibrio (inestable) en la gestión de la
crisis, evitando el fatalismo o la resignación ante lo peor y la simple
adaptación individual o grupal competitiva, con los recursos desiguales
de cada cual. El desafío no es menor, particularmente para la
ciudadanía, las izquierdas, los movimientos sociales y las élites
progresistas de los países periféricos, que afrontan el riesgo de un
retroceso material sustantivo, la pérdida de una década y una
generación, la subordinación política, la degradación social y la crisis
moral y cívica.
Pero, todavía no existen suficientes fuerzas progresistas y
condiciones socioeconómicas que impidan totalmente esa involución
social, económica y democrática y aseguren un estatus menos destructivo y
desventajoso para la mayoría de la sociedad. Para que esa opción menos
mala de contención regresiva sea tomada en consideración por los
poderosos y sea asumible por una parte significativa del poder liberal,
parece que la realidad todavía debe mostrar más las consecuencias
destructivas de la financiarización y la política de austeridad, en los
distintos planos económico, social, político e institucional europeo. Y,
por otra parte, que el descontento popular y la deslegitimación social
de la clase política y gestora se transformen en una mayor presión
ciudadana progresista, el fortalecimiento del sindicalismo y los
movimientos sociales progresistas, la renovación de las izquierdas, así
como la conformación de un bloque sociopolítico alternativo que impugne
esa dinámica y apueste por una gestión y una salida de la crisis más
justa y solidaria y la regeneración del sistema político. Sería el único
remedio para vencer la completa hegemonía del poder financiero y sus
gestores, del ‘aquí mando yo’, sin controles de la política y con
completa subordinación de la mayoría ciudadana. En ese sentido, el
factor sociopolítico de una corriente social indignada y una ciudadanía
activa, con un proyecto autónomo del poder, es fundamental para empujar
en una dinámica de cambio social profundo hacia una Europa (y un mundo)
más equitativa, solidaria e integrada. Se trata de atreverse a defender
un horizonte progresista, aunque en el proceso se conformen distintas
etapas y transiciones.
Nota
[1] Esta
amplia y excelente investigación está realizada por dieciocho
sociólogos y economistas y está distribuida en catorce capítulos. La
primera parte explica los efectos de la financiarización sobre el empleo
y el mercado de trabajo, las relaciones salariales y el conflicto
social. La segunda parte trata de la geopolítica de la financiarización,
en la que analiza diversos casos específicos (Argentina, Japón, Grecia,
Latinoamérica, Eurozona y Cajas de Ahorro de España), así como los
conflictos en la empresa y en la semiperiferia del sistema-mundo. En
otra parte (ver Cuadernos de Relaciones Laborales, vol. 31, núm.
1, 2013) gloso las ideas más significativas del libro y realizo un
comentario general sobre las consecuencias sociales de la
financiarización.
A. Antón es profesor honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
Mientras Tanto