En un histórico fallo de mil quinientas páginas (dos veces más largo
que “El Quijote”) emitido en Sydney el lunes 5 de noviembre, la jueza
federal australiana Jayne Jagot declaró culpables a la calificadora de
riesgo Standard and Poors y al banco ABN-Amro por haber mentido a los
inversores.
Los engañados fueron doce municipios de Nueva Gales del Sur que en
2006 compraron al banco papeles de inversión denominados “Rembrandt” a
los que Standard and Poors había dado la nota AAA (triple A), reservada
para las inversiones “extremadamente sólidas”.
Los papeles que llevaban el prestigioso nombre del pintor holandés y
que en la jerga financiera se conocieron como CPDO (sigla en inglés de
“obligaciones de deuda de proporción constante”) jamás hubieran sido
adquiridos por los concejos municipales sin esta nota, ya que de lo que
se trataba era de encontrar una manera segura de colocar el dinero de
los fondos de pensión de sus trabajadores.
Pero la solidez no era tal. Los papeles colapsaron con la crisis
financiera global y los inversores perdieron el noventa por ciento de
los ahorros de sus funcionarios, unos dieciséis millones de dólares.
La suma es ínfima, comparada con el total de las pérdidas
trillonarias ocasionadas por la crisis que estalló en setiembre de 2008
con la bancarrota de la banca de inversión Lehman en Wall Street. Pero
de todas maneras las acciones de McGraw-Hill, la corporación propietaria
de Standard and Poors, cayeron cinco por ciento en un día, ante el
temor a que el fallo siente jurisprudencia y desate una cascada de
demandas.
Al explicar el sistema financiero, muchos lo comparan con un casino.
Cuanto mayor es el riesgo, mayor la ganancia si el jugador acierta. La
calificadora de riesgo, en esta metáfora, apenas orienta al inversor en
su decisión, explicando las posibilidades de que algo ocurra, pero no es
su culpa si el caballo ganador no es el favorito y el apostador pierde
su dinero.
En el mundo de las finanzas reales, los garitos de juego son un
modelo de honestidad al lado de los comportamientos que la jueza Jagot
describe en detalle en su sentencia. El banco ABN-Amro publicó
informaciones “falsas” o “negligentemente distorsionantes” sobre el
sistema de apuestas subyacente en el CPDO que estaba vendiendo. Este
producto fue disfrazado como bueno, utilizando un modelo matemático
sesgado y tomando datos sabidamente “exagerados” para que dieran el
resultado mínimo que Standard and Poors requeriría para su nota máxima.
Luego, en cuatro oportunidades diferentes, Standard and Poors confió en
los datos y suposiciones de ABN-Amro sin verificarlos como debería hacer
-según la jueza- una agencia calificadora de riesgo “razonablemente
competente”. Una sola de estas verificaciones hubiera bastado para que
“Rembrandt” perdiera su nota AAA.
La nota máxima de la calificadora no sólo era un requisito para que
las autoridades municipales compraran, sino que a juicio de un testigo
experto, el CPDO era “grotescamente complicado”, tanto que no podía
esperarse de un concejero municipal que entendiera qué apuesta estaba
haciendo.
Standard and Poors anuncio que apelará. Amanda Banton, abogada de los
inversores, sostuvo que “este fallo ayudará a que las calificadoras de
riesgo sean responsables y a que sus notas sean transparentes”.
Aunque lejano de los centros de poder y por montos relativamente
pequeños, el juicio australiano es significativo porque apunta al
corazón del mecanismo que llevó a la crisis financiera de 2008. En los
años previos, la desregulación financiera permitió la creación de
“vehículos de inversión” cada vez más complejos y riesgosos, que eran
vendidos al público como buenos. En el caso de las hipotecas, por
ejemplo, los bancos ansiosos por generar negocios en Estados Unidos
concedían créditos hipotecarios a familias de bajos ingresos y empleos
inestables. Estas hipotecas de baja calidad eran luego divididas en
partes y mezcladas con una pequeña proporción de créditos buenos. El
coctel financiero resultante recibía una calificación AAA de alguna de
las tres grandes agencias (Standard and Poors, Moody’s o Finch) y era
vendido al público como inversión o utilizado como colateral para
“apalancar” papeles derivados.
Cuando la burbuja de las hipotecas estalló, los bancos fueron
rescatados. El ABN-Amro, por ejemplo, fue comprado en 2007 por el
Santander, Royal Bank of Scotland y Fortis, y luego vuelto a comprar por
el Estado holandés cuando los dos últimos quebraron en 2009. Pero nadie
rescató a los inversores engañados o a los trabajadores que perdieron
sus fondos de pensión por haber confiado en las calificadoras de riesgo.
En Estados Unidos, intentos similares de responsabilizar a estas
agencias por sus errores han sido frenados con el argumento de que todo
lo que hacen las calificadoras es opinar y la opinión, aun equivocada,
está amparada por la libertad de expresión. La jueza Jagot, con su fallo
histórico, pone las cosas en su lugar: en negocios, la mentira no es
opinión sino fraude, y el fraude es un delito.
Roberto Bissio
Red del Tercer Mundo
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