El discurso económico para
convencer a la población interna es que el bienestar de un país depende
fundamentalmente de su posición competitiva en la esfera internacional. Y esta
posición se refleja en los buenos resultados de las empresas locales: si ganan
cuota de mercado a escala planetaria se generarán rentas y empleos para el país
que mejorarán las condiciones de vida de todo el mundo. La ventaja de esta
explicación es su sencillez y capacidad de atracción, y por ello se utiliza
como principal instrumento de legitimación de todas las medidas que impactan
negativamente en las condiciones de vida de la gente (reformas laborales,
recortes fiscales, etc.), así como para presentar a las grandes empresas como
adalides de este proceso. En cierta medida la visión de la competitividad
económica entre territorios es una nueva versión de la vieja rivalidad militar:
todos unidos contra el enemigo común (o frente al invasor). Y como siempre, los
mayores sacrificios se exigen a la tropa de a pié.
A este planteamiento pueden
hacerse dos objeciones básicas. Una que vale igual para la guerra militar y la
económica y otra más específica para la segunda. La primera es una vieja
objeción de la izquierda internacionalista y el pacifismo: la impugnación de
las bases de la rivalidad y la búsqueda de un modelo diferente de relaciones
basado en la cooperación. El otro es específico de la realidad económica. Al
tomar a los territorios como contornos definidos, lo que la apelación a la
competitividad internacional está sugiriendo es que las economías nacionales
están organizadas por medio de empresas locales que producen para el mercado
interior o la exportación, que pagan sus rentas e impuestos en el propio país y
que por tanto sus buenos resultados se transfieren directamente en renta y
bienestar local. Quizás en el pasado existió alguna economía de este tipo (y es
cierto que el nivel de riqueza de los grandes países capitalistas se explica en
parte por su capacidad de captar rentas de su actuación internacional), pero
esto no resulta tan claro en el contexto de una economía donde las grandes
empresas adoptan una organización global y son capaces de localizar sus
diversas actividades en cualquier lugar del planeta.
Tomar en consideración esta
cuestión ayuda a entender alguna de las perplejidades y problemas que
experimenta la economía española. El argumento del “fin de la crisis” que
esgrime el gobierno se basa tanto en el ligero aumento de la producción (una
ligera inflexión en un contexto de estancamiento), como en los buenos
resultados de las grandes empresas españolas y la evolución de la bolsa. Pero
cuando se analiza qué empresas son las relevantes en este proceso, por ejemplo
las que se incluyen en el Ibex 35, fácilmente se percibe que una parte
creciente de sus beneficios no dependen de lo que ocurra en territorio español,
sino que sus rentas proceden de su actividad internacional. Algo que resulta
evidente en el caso de los dos grandes bancos (Santander y BBVA), de las
grandes empresas de ingeniería y construcción (que ante el hundimiento de las
inversiones públicas han optado por desplazar su actividad a cualquier lugar
del planeta), de Telefónica, de Iberdrola, etc. Estas empresas llevan muchos
años empeñadas en desarrollarse como empresas globales y en situarse en países
que ofrezcan buenas oportunidades de negocio. El hundimiento de la economía
española no ha hecho sino acelerar esta evolución, especialmente en el caso de
las constructoras. Su actividad exterior reporta beneficios, pero no parece que
tengan un retorno muy grande en términos de empleo. En buena parte porque la
mayor parte de grandes empresas españolas no produce bienes exportables sino
que realiza actividades en los países donde se asienta. Y hay que contar además
que aquellas que sí están relacionadas con la producción de bienes materiales
han tendido a externalizar gran parte de la producción hacia terceros países
(como es el caso de Inditex). Tampoco generan una gran actividad investigadora
debido a sus propias características técnicas (sólo nueve empresas españolas
figuran entre las mil primeras inversoras mundiales en i+d según el ranking que
elabora la consultora Booz & Co).
La aportación real de rentas al
país por estas empresas es aún menos clara . Su capital está también muy
internacionalizado y en manos de fondos de inversión extranjeros, que son
quienes cobran sus dividendos. La enorme cantidad de filiales en paraísos
fiscales de las grandes empresas españolas hace pensar en que parte de sus
rentas se derivan hacia esos sumideros: según el Observatorio de
Responsabilidad Social Corporativa, las empresas del Ibex contaban con 437
filiales en paraísos fiscales en 2011 y su número había aumentado en 164 desde
2009 (en el podio de filiales offshore el oro era para el Santander (72), la
plata para ACS (71) y el bronce ex aequo para BBVA y Repsol (43). Y es de
sobras conocido el tratamiento fiscal que les lleva a contribuir de forma
ridícula al Impuesto de Sociedades: en 2012 las empresas del Ibex 35 cotizaron
sólo un 18-20% de sus beneficios (frente a un 25% de la media), pero algunas de
ellas, como la mayoría de bancos, ACS, FCC e Iberdrola, lo hicieron por debajo
del 10%. Hasta el tercer trimestre de 2013, la contribución de estas empresas
ha bajado un 8%, a pesar de que los beneficios están al alza. El secreto está
en el complejo entramado del Impuesto que permite que grandes empresas con
buenos asesores fiscales obtengan muchas vías de descuento y consigan dejar sin
tasar gran parte de sus beneficios.
Hay que advertir además que el
crecimiento de estas empresas se ha producido en base al crédito, lo que llegó
a generar un importante endeudamiento que en algún momento constituía un
agravamiento de la posición de riesgo-país (pues aunque estas empresas sean
dudosamente nacionales su deuda se computa como una deuda nacional, ya que,
como ha ocurrido con la banca, cuando no pueden devolver sus créditos el
sistema financiero obliga al estado a asumir la deuda). Hace sólo un año, la
deuda de las empresas no financieras del Ibex 35 (27 empresas) era del 27% del
PIB. En el último año se ha reducido considerablemente (al 18,3%) porque estas
empresas han procedido a vender numerosas filiales (y se han beneficiado de una
situación que les ha permitido el acceso a una financiación más fácil). Pero
cualquier problema financiero que experimentan acaba gravitando sobre el
presupuesto público. Tal y como hemos podido presenciar en el affaire de Sacyr
en las obras del Canal de Panamá (aunque se dijo que la visita de la Ministra Pastor a
Panamá era solo para mediar, todo apunta a que dentro de la solución final la
empresa pública Cesce acabará por convertir un contrato de seguro en un aval
bancario de 200 millones de euros para garantizar que Sacyr y sus socios
obtengan un nuevo crédito de la financiera Zurich).
El que Iberdrola presente sus
resultados en Londres y lance una velada amenaza de deslocalización si
finalmente la reforma energética no respeta “sus intereses” no debería
sorprender a nadie. Los intereses de las grandes multinacionales son mucho más
cosmopolitas que los de los ciudadanos de los países donde se ubican sus sedes.
Al fin y al cabo la vida de la gente corriente está limitada por las
condiciones laborales y las prestaciones públicas del lugar donde vive,
mientras que los grandes accionistas son indiferentes a la procedencia
geográfica de sus rentas (y a las condiciones sociales que las hacen posibles).
No es un caso insólito sino normal en un mundo en el que se han impuesto las
reglas de juego del gran capital. Forma parte de la misma lógica que ha
conducido a Fiat a trasladar su sede social a Holanda (un paraíso fiscal para
los grandes conglomerados) o que coloca la sede de Amadeus (una de las grandes
empresas del Ibex, que gestiona el sistema de reservas de muchas compañías
aéreas) en Luxemburgo. No está claro que el coste de que alguna de estas
empresas se marche del país vaya a ser muy grande, si realmente con ello se
lleva su deuda.
En un país como el nuestro, el
discurso de la competencia nacional, de la “marca local”, es sólo para consumo
interno. Para seguir exigiéndonos sacrificios en salarios, condiciones de
trabajo, impuestos, recortes. Y hacernos creer que estos obedecen a un proyecto
colectivo en el que todos vamos a ganar. La rivalidad internacional siempre ha
generado más desastres que bienestar (a lo sumo ha generado juegos de suma cero
en los que los perdedores se exponen a graves desastres). En el contexto de la
economía globalizada es una verdadera tomadura de pelo. Especialmente en un
país donde el núcleo de las grandes empresas está constituido por entidades que
no generan ni una importante cantidad de empleos aceptables ni promueven la
investigación.
En este contexto, nuestras
respuestas políticas deberían impugnar el modelo y orientarse en dos
direcciones complementarias: a nivel local, potenciar solo aquellas actividades
que generan claros retornos para la colectividad (por ejemplo condicionando
ayudas a contrapartidas claras y controlables); en el plano internacional,
trabajar intensamente en imponer regulaciones que limiten los derechos del
capital y avancen en la promoción de modelos económicos cooperativos a escala
planetaria. Mientras seamos súbditos del nacionalismo económico, estaremos
inevitablemente encadenados al poder del capital y a la posición que ocupe
nuestra economía local en la jerarquía del sistema económico mundial.
Alberto Recio Andreu
Mientras Tanto
Albert Recio Andreu
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