Una vez que estalla la crisis, las reglas
del juego mediante las que habitualmente se reparten los resultados de
la dinámica económica se dan la vuelta. Tengamos en cuenta que durante
los mal llamados años del boom de la economía española, las
desigualdades sociales y económicas en nuestro país no sólo no se
redujeron, sino que, como se analiza en el siguiente capítulo,
aumentaron. Pensemos por ejemplo que, según el Barómetro Social, entre
1999 y 2007 los salarios registraron un crecimiento ínfimo en términos
reales, del 1%, y el subsidio de desempleo creció solo un 4%. Mientras,
los beneficios empresariales crecieron un 50%, el valor de los activos
financieros un 90% y el del patrimonio inmobiliario en torno a un 125%.
Es decir, los resultados beneficiosos de la dinámica de crecimiento, por
otra parte enloquecida desde el punto de vista medioambiental, se
concentraron en un conjunto reducido de manos privadas, mientras que la
mayor parte de la población no vio mejorar sus ingresos, su acceso a los
servicios públicos o sus condiciones laborales.
Pero el estallido de la crisis cambia el
rumbo de las cosas: llegó el tiempo de compartir, debieron pensar
algunos. Así, mediante diversos mecanismos, los grupos sociales que se
apropiaron de las ganancias económicas anteriores en forma de beneficios
y plusvalías inmobiliarias y financieras, consiguen ahora que las
pérdidas directamente derivadas de sus prácticas temerarias se repartan
entre toda la población. ¿Con qué criterio? El de la regresividad. Es
decir: pagan, por una crisis que no han generado, proporcionalmente más
aquellos grupos sociales que menos renta y patrimonio tienen.
Desglosemos brevemente cuáles están siendo estos mecanismos perversos de
socialización de pérdidas.
Por un lado, la recesión económica que
resulta del estallido financiero analizado en el capítulo anterior
impacta con mayor severidad sobre los colectivos con peores condiciones
de partida. Por ejemplo, sabemos que los más de 6 millones de personas
desempleadas no se distribuyen de forma equitativa entre los distintos
estratos sociales, sino que se concentran en los de menos ingresos y
nivel formativo; de la misma forma que lo hacen los más de 420.000
desahucios ejecutados desde que empezó la crisis. Según datos del
Ministerio de Empleo, a partir de 2009 el crecimiento salarial no
alcanza al de los precios, por lo que la capacidad adquisitiva de la
población asalariada retrocede desde entonces. Mientras, no es que la
crisis no haya empeorado los sueldos de los directivos, ¡es que han
seguido creciendo! Los ejecutivos y miembros de dirección de las
empresas que cotizan en el IBEX35 han pasado de cobrar un promedio de
873.666 euros anuales en 2007 a 1,07 millones de euros en 2011. La
crisis no perjudica (¡incluso beneficia!) a los altos despachos en los
que se gestó; las pérdidas se concentran a pie de calle.
Por otra parte, la crisis bancaria activa
mecanismos adicionales de socialización de pérdidas. El más explícito
quizás sea el de los rescates bancarios: dinero público transferido a
las entidades financieras privadas que acumularon ingentes beneficios,
causaron la crisis, y que ahora acceden a nuestro dinero sin ofrecer
contrapartidas a cambio. Por el momento no es posible ofrecer una cifra
exacta, porque las operaciones son complejas y el proceso no ha
finalizado, pero habría que contabilizar, al menos: a) el rescate
bancario solicitado formalmente por el gobierno a la Comisión Europea a
finales de 2012; b) los recursos empleados en la liquidación y/o venta
de cajas de ahorro; c) las inyecciones de capital a bancos
“nacionalizados”; y por último, d) el inminente desembolso asociado a la
creación del llamado “banco malo”. Teniendo esta última partida en
cuenta, y según las estimaciones que se han publicado en los medios,
estaríamos hablando de no menos de 120.000 millones de euros:
aproximadamente un 12% del PIB.
También conviene considerar que el Banco
Central Europeo (BCE) ha concedido a los bancos españoles más de 340.000
millones de euros públicos en forma de créditos a intereses reducidos.
Se trata de crédito público en muy buenas condiciones y susceptible de
usos alternativos para los que, sin embargo, “no hay dinero”: la
creación de empleo, el mantenimiento de servicios públicos esenciales o
el acometimiento de inversiones orientadas a reorientar nuestro modelo
productivo, por ejemplo. En todo caso, dada la cuantía de la factura
total, parece clara la necesidad de contar con un sistema bancario
público que de verdad responda a los intereses mayoritarios; es decir,
bajo control social efectivo. No hay otra forma de garantizar que esto
no volverá a ocurrir.
Casi simultáneamente, según la crisis
bancaria deviene en fiscal, entra en escena un nuevo instrumento de
socialización de pérdidas: la deuda pública. Aunque el Estado había
mantenido sus cuentas muy saneadas durante los años previos, la crisis
las deteriora a gran velocidad. Por un lado el volumen de deuda pública
se dispara, en parte, debido a los rescates bancarios. Parece lógico que
se plantee que hay componentes de la deuda, como precisamente este, que
con rigor no debiera calificarse como “pública”. Es imprescindible
poner en marcha una auditoría que permita arrojar luz sobre la cuestión,
ya que incluso a simple vista se detecta que la ciudadanía está pagando
por una deuda que no le corresponde. No podemos olvidar que, al inicio
de la crisis en 2007, aproximadamente el 62% del total de la deuda del
país provenía de grandes bancos y empresas. ¿Por qué tendríamos que
pagar todos esa deuda?
Por otro lado, además de por el volumen
creciente de deuda pública, el problema fiscal procede de las
condiciones en las que se financia esa deuda: unos tipos de interés
artificialmente elevados, de los que se benefician los inversores
financieros privados (en su mayoría bancos) que compran los títulos de
deuda. Ese sobrecoste, que resulta inevitable comparar con los intereses
favorables de los créditos que el BCE concede a los bancos privados, se
convierte en un nuevo gasto público descontrolado. La única forma de
evitarlo sería contar con una institución, ya sea española o europea,
que bajo estricto control democrático tuviera capacidad para gestionar
la política monetaria en defensa del interés común y no de los
especuladores.
La última vuelta de tuerca se produce
porque la creciente deuda pública así generada es pagada, de nuevo,
proporcionalmente más por quien menos tiene. Esto se debe a que nuestro
sistema fiscal es profundamente regresivo: comparemos el 10% de tipo
efectivo al que tributan los beneficios empresariales, el 1% de las
SICAV, o el fraude que en más de un 70% se concentra en grandes empresas
y fortunas, con el IRPF que se aplica sobre las rentas del trabajo de
la mayoría de la población. Nuestro sistema fiscal opera como Robin
Hood, pero al revés.
La situación se agrava cuando para pagar
la deuda se activan las políticas de austeridad, porque el deterioro de
servicios públicos y el recorte de prestaciones sociales golpean con más
intensidad, otra vez, a los grupos sociales más vulnerables. Conviene
aquí al menos recordar el impacto específico que tienen algunos recortes
—como los aplicados sobre dependencia, escuelas infantiles o asistencia
social— sobre las mujeres que pasan a cubrir dichos servicios en el
ámbito familiar sin remuneración ni derechos asociados como
contrapartida. A lo que hay que añadir los efectos, también
desigualmente distribuidos, de las “reformas” que se aplican para ganar
la credibilidad de los mercados a los que hay que convencer,
precisamente, de la sostenibilidad de nuestra deuda pública. En este
sentido, las reformas laborales o las de pensiones, ambas de nuevo con
un impacto específico sobre las mujeres trabajadoras, quizás sean los
casos más evidentes. El cuestionamiento del pago de una deuda pública
que no es tal, la instauración de un sistema fiscal potente y muy
progresivo, a la par que la reversión de las políticas de austeridad y
las contrarreformas, son las únicas medidas que permitirían detener este
perverso mecanismo. Se trata, en definitiva, de empezar a cuestionar
las reglas del juego vigentes. Hay que cambiarlas, pero a favor de la
mayoría. Ya sabemos en qué resulta un funcionamiento económico que
gravita en torno a la obtención de beneficios privados. Hemos comprobado
qué papel juegan las necesidades y derechos de la mayoría social, tanto
en tiempos de “auge” como de crisis. Ha llegado el momento de
atrevernos a pensar un verdadero cambio en las reglas del juego
económico. Urgen otras reglas radicalmente distintas, pensadas para el
99% de la población. Unas reglas económicas radicalmente democráticas.
Capítulo 4 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
Bibiana Medialdea
Colectivo Novecento
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