Hace doce años publiqué, por invitación del ex presidente de la República, Mário Soares, un breve texto titulado “Reinventar la democracia” que, por su rabiosa actualidad, no resisto a la tentación de evocarlo aquí. En él considero que una de las señales actuales de la crisis de la democracia es la emergencia del fascismo social. No se trata del regreso al fascismo del siglo pasado. No es un régimen político, sino un régimen social. En vez de sacrificar la democracia a las exigencias del capitalismo, el fascismo social promueve una versión empobrecida de la democracia que vuelve innecesario, e incluso inconveniente, el sacrifico. Se trata, por tanto, de un fascismo pluralista y, en virtud de ello, de una forma de fascismo que nunca ha existido.
En aquellos tiempos identificaba cinco formas de sociabilidad fascista, una de las cuales era el fascismo financiero. Sobre él decía lo siguiente:
El fascismo financiero es quizás el más virulento. Es el que impera en los mercados financieros de valores y divisas, la especulación financiera global. Es todo un conjunto que hoy se designa como “economía de casino”. Esta forma de fascismo social es la más pluralista en la medida que los movimientos financieros son el producto de decisiones de inversores individuales o institucionales esparcidos por todo el mundo y, además, sin nada en común fuera de su deseo de rentabilizar sus activos. Por ser el más pluralista es también el más agresivo debido a que su espacio-tiempo es el más refractario a cualquier intervención democrática
Significativa es, a este respecto, la respuesta del agente de bolsa de valores cuando le preguntaron qué era para él largo plazo: “Para mí largo plazo son los próximos diez minutos”. Este espacio-tiempo virtualmente instantáneo y global, combinado con la lógica del beneficio especulativo que lo apoya, le otorga un inmenso poder discrecional al capital financiero, prácticamente incontrolable a pesar de ser lo suficientemente poderoso como para sacudir, en cuestión de segundos, la economía real o la estabilidad política de cualquier país.
La virulencia del fascismo financiero reside en que, al ser el más internacional, está sirviendo de modelo para las instituciones de regulación global cada vez más importantes, a pesar de ser poco conocidas por el gran público. Entre ellas, las agencias de calificación, las empresas internacionalmente acreditadas para evaluar la situación financiera de los Estados y los consecuentes riesgos y oportunidades que ofrecen a los inversores internacionales. Las calificaciones concedidas -que van desde AAA hasta D- son determinantes para las condiciones en que un país o empresa de un país puede acceder al crédito internacional. Cuanto mayor es la calificación, mejores las condiciones. Estas empresas tienen un poder extraordinario.
Según el columnista del New York Times, Thomas Friedman, “el mundo posterior a la Guerra Fría tiene dos superpotencias: los Estados Unidos y la agencia Moody’s”. Moody’s es una de las agencias de calificación, junto con Standard and Poor’s y Fitch Investors Services. Friedman justifica su afirmación añadiendo que ”si es verdad que los Estados Unidos pueden aniquilar a un enemigo utilizando su arsenal militar, la agencia de calificación financiera Moody’s tiene el poder de estrangular financieramente a un país, atribuyéndole una mala calificación”.
En un momento en que los deudores públicos y privados entran en una batalla mundial para atraer capitales, una mala calificación podría significar el colapso financiero del país. Los criterios adoptados por las agencias de calificación son en gran medida arbitrarios, refuerzan las desigualdades en el sistema mundial y llevan a efectos perversos: el mero rumor de una próxima descalificación puede provocar una enorme convulsión en el mercado de valores de un país. El poder discrecional de estas agencias es aún mayor en tanto que les asiste la prerrogativa de atribuir calificaciones no solicitadas por los países o deudores en cuestión. La virulencia del fascismo financiero reside en su potencial de destrucción, en su capacidad para lanzar al abismo de la exclusión a países pobres enteros.
Escribía esto hace doce años pensando en los países del llamado Tercer Mundo. Ni siquiera podía imaginar que hoy lo fuera a recuperar pensando en los países de la Unión Europea.
Traducido para Rebelión por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
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