Es corriente oír hablar de la riqueza como si de la renta o el producto se tratara. Por ejemplo, he leído hace poco en este mismo periódico que “nuestro país produce aproximadamente el 2,5% de la riqueza total del mundo…”, cuando tal comparación sólo cobra sentido si se refiere a las estimaciones de la renta o producto español respecto al agregado mundial. Esta confusión del flujo de renta con el stock de riqueza, tan habitual en los medios, no sería preocupante si no manifestara la aceptación de ideas que encarrilan la reflexión económica por los enfoques más convencionales y mistificadores.
Pues esta confusión divulga –tal vez sin tener clara conciencia de ello– una versión extremada del reduccionismo monetario imperante que, al expresar todas las riquezas singulares en dinero, llega a confundirlas con él y presenta al dinero como forma suprema de riqueza. El triunfo de esta visión virtual y pecuniaria de la riqueza confunde la riqueza misma con su medida monetaria e induce a considerarla productible y acumulable, al tratarla como un simple stock de dinero que se puede someter a crecimientos exponenciales inviables en el mundo físico.
Estos esquemas simplistas ignoran aspectos esenciales del mundo que nos rodea y de las clasificaciones contables habituales. La propia riqueza monetaria se descompone usualmente en activos reales y financieros. Entre los primeros figuran activos “no reproductibles”, como el territorio con sus recursos naturales, que no se producen, sino que se utilizan, extraen y/o deterioran, originando el problema ecológico-ambiental de fondo propio de la sociedad industrial. Pese a que las cuentas de patrimonio disponibles acostumbran a soslayar este problema diluyendo el valor del patrimonio natural entre los activos inmobiliarios, aportan informaciones que desmienten la idea del mundo económico que ofrece el reduccionismo antes mencionado. Pues muestran que el valor monetario de los activos y del patrimonio neto que componen la riqueza nacional, depende más de sus precios que de su hipotética producción. En el caso de la economía española, según mis estimaciones, las revalorizaciones explicaron el 67 % del aumento del valor del Patrimonio Neto Nacional y el 77 % del Patrimonio Neto de los Hogares registrados entre 1994 y 2007.
Por otra parte, los activos inmobiliarios (tierras e inmuebles) suponen actualmente el 85% de los activos reales del país, correspondiendo solo el 15% restante al inmovilizado material compuesto sobre todo por instalaciones y equipos industriales o de servicios. Si a esto añadimos que en los países ricos los servicios aportan el grueso del producto nacional (el 77% en los EEUU, el 71% en España…) y que sus tasas de ahorro son inferiores a las de los países pobres o “emergentes”, vemos que su riqueza tiene poco que ver con la épica de la producción material y del ahorro.
Lo anterior muestra que el desarrollo, más que una cuestión de producción, es hoy una cuestión de poder y posición que otorga a los países ricos una capacidad de compra sin precedentes sobre el mundo, permitiéndoles ejercer como atrayentes de capitales, recursos y población del resto del mundo. Más que aportar riquezas reales al mundo, los países ricos tienden hoy a succionarlas, produciendo como contrapartida riquezas virtuales en forma de productos financieros o baratijas de la sociedad de consumo, actualizando ese intercambio desigual de oro y esmeraldas por espejitos y cuentas de vidrio que, en su día, mantuvieron los colonizadores con los aborígenes americanos.
José Manuel Naredo es Economista y estadístico
Diario Público
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